Las frías lágrimas del cielo de Londres caían sobre mi rostro, mientras permanecía tumbado en las praderas. Rodaban surcando mis facciones, sin caer en mis ojos, protegidos por los párpados que, fuertemente, se cerraban en mi negativa por ver la realidad.
Durante años había sido ‘el fuerte’: llevaba una vida cómoda, y nada se interponía en mi camino. Era inmune a los sentimientos, y nada me perturbaba.
Jamás.
Hasta que apareció ella, y todo se tornó en desgracia. Era como un ángel; pura y bienintencionada. Aún hoy la recuerdo con nitidez, tal y como apareció casualmente por nuestra casa. El sol la bañaba con hermosas luces, mientras sus oscuros cabellos caían sobre sus hombros, enmarcando a la perfección su rostro, esculpido en los cielos. Un vestido blanco, de un corte impoluto, cubría sus formas aquél día. Nada pudo evitar que los sentimientos que tan celosamente había guardado para mí mismo hasta entonces salieran a la luz.
Después de aquél momento, todos mis recuerdos se entremezclaban. Pasaba de una plácida noche junto al fuego del hogar hasta el día de mi boda, estando ella más hermosa que nunca. Luego todo se tornaba oscuro y mortecino, y me asaltaban los recuerdos de los malos días.
Los malos días, aquéllos en los que su amor me llevó a la demencia más absoluta. Sin saber yo cómo, me llevó a derramar la sangre de mis allegados. Mi fortuna pasó a ser mía, e hice de todo, dentro y fuera de los límites de la racionalidad, para mantenerla feliz.
Pero ella era una bestia implacable, y pronto se cansó de que yo no pudiera ofrecerle más. Así, desdichado y pobre, me abandonó a mi suerte, fuera de mi casa (que ahora era suya), y sin ni tan siquiera mis hermosos ropajes (que también eran suyos ahora).
De todo eso hacía meses. Ahora yo era un vagabundo sin hogar, al que la vida había obligado a ser fuerte de verdad, a base de golpes. Las ropas que llevaba el día en que ella se despidiera de mí aún se adherían a mi piel, con el olor de la humedad de mil lluvias, y el sudor de los mil días de Sol.
La lluvia se hacía ahora más potente, pero yo ya estaba acostumbrado a los aguaceros de Londres, muy comunes, que además le daban a la ciudad un aspecto terriblemente romántico. Y eso era lo único que me dolía: el romanticismo que emanaban las casas londinenses bajo la lluvia. Era la clase de imágenes que me recordaban a ella, a nuestros largos paseos, cogidos de la mano.
Durante horas, seguí tumbado, dejando que la lluvia purgara la suciedad y la inmundicia de mi rostro. Aunque sabía que siempre estaría sucio; de vergüenza y de desengaño, me daba igual.
Ahora sí que era fuerte.
Al fin, me levanté y comencé a caminar por el camino junto a la pradera. Lo desierto del lugar me calmó y me hizo daño al mismo tiempo. Daño, por los recuerdos de los malos días. Me calmó porque nadie me veía llorar, aunque sabía que mis lágrimas se confundirían en mi rostro junto a las del cielo.
Durante la larga caminata, apenas una o dos diligencias pasaron junto a mí. Dentro iban aristócratas que me miraban. Unos con burla, otros con desprecio, y unos pocos, sólo unos pocos, con condescendencia. Era lo más que podía esperar de aquélla parte de la sociedad de la cual había sido el centro en mis tiempos, cuando era un muchachuelo rico y mimado, que pensaba no tener que salir nunca de debajo del ala protectora de sus padres.
A pesar de mi pobreza absoluta, ya no les tenía envidia. Ya no. Eran superficiales, estúpidos e incultos. Incultos con máscara de cultura, por supuesto. Aquellos instrumentos de los últimos días de la Commonwealth estaban lejos de suscitar mi envidia, y menos ahora que he asistido al final de su gobierno.
Tras el arduo camino, pensé en aprovisionarme y vagabundear por Europa, el viejo continente. Pensaba probar suerte en otros países, pues ahora se disfrutaba de un corto período de paz.
Aún seguía absorto en mis cavilaciones cuando un coche paró frente a mí. En él estaba ella, mirándome con una despreciable burla, que para mí la convirtió en el ser más vomitivo y abominable del Universo. Tras él se asomaba la cabecilla de un muchacho que no debía de contar más de diecisiete o dieciocho años. Al parecer, un inocente niñato que había caído en sus redes de encanto y pureza.
-¿Qué ves en ese sucio mendigo?-dijo él con voz de niño y acento de ser supremo y superior.
Ella me miró, como preguntando: ‘¿Qué crees que debería ver?’, y me sonrió, de nuevo con una pureza que casi hace que me enamore de ella. Pero sabía que era falso. Que todo era falso. Por ello no caí por segunda vez en sus artimañas.
La carroza pasó sobre un charco, y me imaginé siendo salpicado cómicamente, pero estaban varios metros más allá cuando eso pasó. Al menos, no le di aquélla satisfacción a aquél precioso rostro que en su día me encandilara.
Finalmente, me dirigí a las puertas de la ciudad, tal y como ya había hecho una y mil veces. Esperé cerca de la entrada a que pasara algún vehículo, pues los guardias no dejarían pasar a un harapiento mendigo como yo. De eso estaba seguro.
Tras mucho esperar, un carro de heno pasó por delante, y yo salté a él, escondiéndome lo mejor que pude.
Al fin estaba en casa, aunque pronto me tendría que ir para no volver jamás.
Realmente, está muy bien. Eres un gran creador de historias, y se nota. Sólo hay algunos errores puntuales a la hora de reflejar lo que tu imaginaste en un primer momento, pero no empañan lo bien que está redactado.
ResponderEliminarEspero que tengas en cuenta lo que te dije de las historias, y no te dejes guiar por los viciosos prologos y epílogos.
Ya iré leyendo.
Por supuesto, no lo haré... el epílogo es un cierre, por supuesto... pero nadie dice dónde está. Respecto al prólogo, no influye en nada, sólo me ayuda a comenzar.
ResponderEliminarComo ves, al final no puse lo de clase. Me pareció redundar demasiado en el mismo momento.
¡Pronto, las callejuelas del Londres de Crommwell!