Las desiguales calles del Londres que me había visto crecer me acogían ahora con una ternura fingida. Si bien techos y aleros me protegían del intenso aguacero, la cosa era bien distinta a la altura del suelo.
Los que antaño fueran mis amigos, o mis admiradores, ahora se reían de mí y me empujaban en cuanto me situaba a su alcance. Diversos animales que antes se hubiesen visto intimidados por mi sola imagen se lanzaban ahora con vehemencia para morderme en busca de alimento. Los escombros, basuras y objetos varios abandonados parecían moverse a fin de hacerme tropezar, habiéndolo conseguido más de una vez.
Caminando por las calles, ahora sin la tapadera que da la comodidad, me di cuenta de lo desigual que era nuestra sociedad. Desfavorecidos que no sabían que lo eran por su propia educación, que les había enseñado que ese era su lugar, se alternaban en mi vista con personas de noble cuna, que sabían de sus privilegios y los disfrutaban con alegría.
Todos ellos, sin excepción, me miraban ahora como a un monstruo. Los mendigos, por ser el único de ellos que seguía de pie, y los acomodados, ya solamente por ser mendigo.
Si bien Londres había resultado atractivo (y aún me lo resultaba) desde el exterior, la cosa cambiaba en el interior. Nada era más vomitivo que aquél lugar, donde las buenas y malas gentes se hacinaban, luchando por sobrevivir (las malas con más recursos, claro está), y donde la pobreza y la inmundicia se respiraba en cada rincón.
Finalmente, tras mucho caminar esquivando empujones y ataques de quienes se suponía debían ser más civilizados, llegué al mercado: el cúlmen de la pobreza de la ciudad.
La comida se hacinaba en los ajados tenderetes de madera sin orden ni concierto, a menudo atacada por las moscas.
Los muertos de hambre que intentaban llevarse un simple mendrugo de pan duro a la boca recibían brutales palizas a cada minuto, muriendo muchos de ellos.
Desagradables voces rasgadas gritaban los precios, mientras nobles y burgueses caminaban sobre un manto de mendigos y desdichados leprosos que suplicaban comida, dinero o ropajes.
Allí estaría más fuera de lugar que nunca.
Crea bastante expectación, si señor. Tengo ganas de leer más, y ver de que tamaño son las desgracias que le esperan a este pobre hombre.
ResponderEliminarTan grandes como ciertas partes de mí, es todo lo que puedo decir.
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