Mientras la pobreza inundaba mis ojos, diversos matices se dejaban ver. Había burgueses que lloraban, e incluso vagabundos como yo que reían.
En aquél momento eso era lo que menos lógico me parecía: reír siendo un vagabundo. No obstante, yo había sido rico no hacía mucho, y no sabía la libertad que se me había dado, casi por providencia divina. En aquél momento no me percaté de ello, pero los vagabundos éramos entonces libres, plenos y felices. No dependíamos de nada más que de nuestro cuerpo, incluso para que nuestro cuerpo no nos fallara. Puede que al principio, ésa idea me resultara bizarra, pero pronto me di cuenta de que era lo lógico.
Mi anterior educación me había dicho que los vagabundos eran ratas que se aprovechaban de lo que los ricos dejaban preparado para los trabajadores, y quizá aquél era mi lastre como hombre realmente libre, pero ni siquiera ahora lo sé con certeza. En cualquier caso, sí es verdad que la educación suele ser un lastre a la hora de cambiar de lugar.
Al fijarme durante un rato en uno de los vagabundos, comprendí por qué todos ellos estaban tumbados en el suelo, o se arrastraban. Cual soldados en el campo de batalla, de ésta forma ofrecían menos blanco visual, y normalmente se tumbaban junto a los puestos, para hurtar desde abajo los productos que éstos ofrecían, mientras los viandantes miraban con ojos suplicantes a aquéllos que caminaban y que podrían comprar lo que les ofrecían.
En apenas medio segundo, me tumbe y seguí su extraña pero efectiva táctica: me acerqué a un puesto de baratijas varias y hurté con facilidad una bolsa de viaje que sobresalía por una esquina. Equipado burdamente para robar, me puse en marcha, arrastrándome lastimeramente, hacia los puestos de comestibles, con el fin de llenar la bolsa.
Era un trabajo agotador, pues requería que usara todos mis músculos para robar, arrastrarme y no perder la bolsa; pero pronto me hube llenado lo suficiente como para comenzar mi viaje.
Salí del mercado y me puse en pie en cuando el gentío estuvo a dos pasos de mí. Comencé a caminar rápida pero discretamente por las callejuelas de la ciudad, de forma que cualquier posible rastro mío se perdiera. Pronto estuve perdido yo mismo, y empecé a percatarme de lo difícil que resultaba orientarse desde el punto de vista de un transeúnte, sin que mi chófer me llevara a todos lados.
Mi mente comenzaba a desesperarse, mientras mi cuerpo se concentraba en mantener un paso que no llamara la atención: no ir ni muy rápido ni muy lento, no dar la vuelta a mitad de la calle...
Cientos (o incluso miles) de veces, me choqué con callejones sin salida, y tuve que hacer algo para disimular y salir del callejón sin levantar sospechas. Cada vez estaba más nervioso, y sentía las miradas de los guardas clavándose en mí mientras pasaba, hasta que, de pronto, una mano fría se apoyó en mi espalda.
-¿Le puedo ayudar en algo?
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ResponderEliminarHum.. ¿le puedo ayudar en algo, le puedo ayudar en algo...?
ResponderEliminarcreo que no, esta todo muy bien, bien descrito, y no redunda.. asi que nada.. a la espera de la siguiente entrada para ver cmo se desarrollan los hechos.
Más le vale, caballero.
ResponderEliminarSupongo que la práctica hace que me cueste menos pulir el producto final. Aún así, y soy el primero en admitirlo; todo principio (y más los míos) suele ser insípido.
Espero que pronto comience lo bueno, eso sí, sin quitar datos importantes en la historia.