El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.

lunes, 19 de febrero de 2018

La Tormenta


Cuando se avecina la tormenta, corremos carretera abajo. El aire se carga con electricidad, como una amenaza del mal que está por venir, mientras vemos pasar a través de nuestras ventanillas los pocos arbustos que pueblan el desierto, la arena que baila en el viento.

A menudo nos despertamos al alba. A veces, con suerte, Él nos deja dormir un poco más, solo unos minutos, para que creamos que es bondadoso. A mí y a los otros niños, nos llama sheriffs. A los trabajadores, los llama civiles. Caminamos juntos, ellos rodeados por nosotros, y Él nos dice que lo que hacemos es bueno. Que nuestro trabajo es mantener el orden. Los trabajadores trabajan, nosotros nos aseguramos de que lo hagan.
La mayoría de los niños ya tienen los ojos medio ciegos, las orejas despellejadas... ya sabe, por la sal y la sequedad. Al sol del mediodía, vigilan los trabajos, yendo y viniendo con sus armas. Yo existo al margen, más allá, vigilando la carretera a la espera de que vengan los salteadores. Los comerciantes. Los caravaneros. Cuando llegan, les vendemos a trabajadores. Les damos carne viva que se llevan lejos, muy lejos, y los olvidamos. Eran importantes hasta que dejaron de serlo.
A la noche, los niños y yo nos sentamos a cenar. Una vez cada semana, Él nos dice que sobran dos. Que somos demasiadas bocas que alimentar, que moriremos de hambre. Elegimos a dos al azar y les obligamos a comerse el uno al otro. Vemos cómo lo hacen, cómo se despiezan y despellejan, y a través de ojos medio ciegos gritamos con salvajismo, animando a nuestro favorito para que muera el último.
Todo comienza de nuevo a la mañana siguiente, y no sabemos cómo, siempre hay gente nueva. Nuevos trabajadores que ocupan el lugar de los que hemos vendido a los caravaneros. Nuevos niños que hacen de sheriffs. Algún día, cuando yo ya esté ciego como ellos, habrá un nuevo vigía. Uno más que avisará cuando lleguen los salteadores. Uno más que animará a uno de los niños. Y que gritará mientras yo intento comerme a mi rival.

Nuestro objetivo es sobrevivir. Caminamos por la carretera en busca de nuevas vetas de sal. Más bocas que alimentar, más armas que apuntar a los trabajadores. Ellos trabajan, nosotros vigilamos, y Él lo controla todo desde su trono. Él nos mantiene en orden, Él nos protege de la tormenta.

martes, 6 de febrero de 2018

Ni dolor ni rabia

Corría de brinco en brinco tras la atención de hombres, mujeres, y todo cuanto estuviese en medio. Buscando esa pizca de caso que pudiera mendigar a los corazones ya rebosantes de quienes le rodeaban. Era esa clase de persona a la que la soledad no le sienta bien, esa persona que en soledad no se convierte en un pasar melancólico de imágenes, si no más bien en una fotografía vieja y mal encuadrada. Una imagen quieta que envejece abandonada en lo más alto de una pequeña mesita de noche.
Corría, como he dicho, de brinco en brinco. Y a cada brinco martillaban su cabeza las mismas preguntas, los mismos pensamientos. Como un día en bucle que nunca acaba, o una noche en vela que nunca empieza. Eran las mismas palabras, una y otra vez, las que se repetían en su cabeza con un tono más apagado a cada hora, a cada segundo.
Esos pensamientos se agolparon poco a poco, se convirtieron en un muro de contención de lágrimas por caer, y llenaron habitaciones enteras entre sus neuronas. Y perdido, desesperado, solitario, no supo entender lo que era la compañía. Engañado por la imagen del amor y el romanticismo que había visto en las películas que con tanta pasión devoraba, creyó que debía buscarlo, acecharlo y cazarlo como un animal caza a su cena. O a su desayuno, eso no importaba.
Hasta que un día, cansado, dejó de correr. Ante él, un árbol se balanceaba al viento. Le miraba, con sus ramas regias y nudosas. Le olía con sus hojas poco verdes, ya casi marrones, a punto de caer por la fuerza del otoño. Le escuchaba, con aquellas raíces clavadas en el suelo.
"Al fin te detienes..."
Y él asintió, sin mediar palabra, y miró a su alrededor. Vio todas aquellas fachadas vacías, aquellas ventanas cegadas, aquel sol que no iluminaba y las nubes que corrían por el cielo sin ir a ningún lado. Entre tanto, el árbol siguió hablando con los nudos de su corteza. Y siguió cantando a un viento que llevara su palabra lejos, más allá de ninguna frontera.
Respiró hondo y miró al suelo, luego al cielo, y luego a la nada. Y decidió descansar al fin, sentado a la sombra de aquel árbol, bajo la caricia de sus hojas. Hojas marrones que, al fin, ya se dejaban derrotar por la mano de Mabon.
Respiró hondo y cerró los ojos.
Cerró los ojos y respiró hondo.
Y ya no sintió más la necesidad de correr de brinco en brinco, ni de perseguir quimeras. Ya no sintió la quemazón de la soledad. Ya no sintió dolor ni rabia.