En cierta ocasión, un niño abordó a su abuelo con una duda sobre la existencia del agua en el planeta.
El niño era como son los niños de siempre, como los niños de verdad. Era dulce, muy curioso, tímido y bastante impresionable, pero ante todo, increíblemente visceral. La pregunta la hizo por mera curiosidad, mientras ambos estaban sentados en un banco de la playa mirando el color del atardecer en una línea que se formaba entre el mar y el cielo, que según le habían contado, recibía el nombre de horizonte.
Lo preguntó repentinamente, con su pequeña cara inocente llena de curiosidad:
-Abuelo, ¿De dónde sale el agua?
Su ceño estaba ligeramente fruncido y sus ojos chispeaban denotando su intriga, además, el largo silencio que precedía a la pregunta era síntoma de que había llegado a formularla después de una larga exposición interior de sus conocimientos adquiridos y tras haber reflexionado un buen rato en silencio.
En un principio, su abuelo no supo que contestar. Le encantaba ser él quien le desvelaba conocimientos al niño, pero también le inquietaba como los pudiera asimilar éste. Finalmente, decidió ser franco en su respuesta:
-Verás, Tomás… El agua no sale de ningún sitio, siempre ha estado aquí.
Había querido que su respuesta fuera fácil de comprender, pero el rostro de Tomás no reflejaba si no todo lo contrario a una rápida comprensión.
-Te explico, el agua no se crea de ninguna manera, al igual que tampoco se puede destruir. Está en las nubes, en los ríos, en los océanos, siempre cambiando de lugar-Dirigió su mirada del niño al horizonte y concluyó: -Por eso es tan importante cuidar de ella, ya que si la malgastamos o ensuciamos, no podrá volver a ser utilizada.-
Esta vez se había extendido demasiado, pero no creía haber llevado la conversación a ningún terreno escabroso, por eso, cuando dirigió de nuevo su mirada al niño, se llevo una decepcionante sorpresa: Estaba llorando.
El anciano no dijo nada, lo dejó por unos instantes reflexionando mientras él se preguntaba el por qué de aquel llanto.
En aquellos momentos, la mente del pequeño Tomás viajaba por muchos lugares que había visitado con anterioridad. Vio las bolsas de plástico que había muchas mañanas a la orilla del mar, recordó el agua manchada de algo oscuro que había visto tiempo atrás en la televisión, vislumbró también el agua que había tocado con sus frágiles manos mientras viajaba en barco por los canales de una gran ciudad, y que se las había dejado llenas de suciedad.
En esos momentos era un torrente de lágrimas, pero poco a poco se le fue pasando el disgusto mientras mantenía la mirada fija en el mar.
Llegó el momento de irse. Su abuelo no le había dicho nada en un buen rato, y el no quería dejar de mirar el mar que en aquellos momentos estaba tan limpio, porque sabía que en cuanto se diera la vuelta, le atormentarían las visiones de todo aquel desperdicio que había desfilado ante sus candorosos ojos unos instantes antes.
Armado de valor y en busca de una revelación que en esos momentos le resultaría crucial, se dirigió de nuevo a su abuelo y le preguntó:
-Entonces, ¿nunca se recuperará la tierra de todo el agua que se ha ensuciado o desperdiciado, de todo mal que le podamos haber hecho al mar y a los ríos?-
Su abuelo, decidido a ser claro y sincero con su nieto, respondió en tono solemne:
-El agua es a nuestros ríos y mares como la sangre a nuestras venas. Hasta cierto punto, todo se puede arreglar o depurar, pero debemos tener presente que en el momento en el que la contaminamos y ensuciamos, nos estamos perjudicando a nosotros mismos. Si el mundo pierde el agua, se quedará como un cuerpo, que aunque tiene un corazón que podría impulsar la sangre, carece de ella, y yace tendido en una tumba mientras todos se preguntan que ha podido sucederle-
Realizó una breve pausa, y poco después, inquirió con cierta agudeza:
-¿Lo has entendido?
-Sí-respondió tomas con un firme movimiento de asentimiento al tiempo que se levantaba del banco.
Mientras volvían a casa, en medio del silencio, el anciano no estaba seguro de haber acertado en su manera de tratar las preguntas, pero se excusó a si mismo alegando que la verdad debía estar por encima de todas las cosas.
Ciertamente, no tenía de que preocuparse, el niño lo había entendido perfectamente, y si algo era seguro, era que jamás olvidaría lo aprendido aquella tarde.
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