Oí un gemido hogado mientras su cuerpo, inerte, caía a mis pies. No pude ni tan siquiera moverme mientras su sangre cálida bañaba mis pies. Notaba cómo se adhería a la desnuda piel de los mismos, y cómo los calentaba.
Me agaché por fin a socorrerla. Había caído boca abajo y ahora su perfecto rostro estaba manchado con su propia sangre. Su pelo se había ensuciado de forma horrible. La bala le había hecho una herida terrible.
-Gracias...-dijo ella, mientras cerraba los ojos.
Aquella palabra, sin duda alguna destinada a tranquilizarme, rompió mi último hilo de cordura; haciéndome romper a llorar.
Un guardia se acercaba, y yo me negué a dejarme atrapar de nuevo. No dejaría que la muerte de Stephanie fuera en vano. Cuando el guardia se abalanzó sobre mí, me agazapé tras el cadáver de mi amiga, y le lancé una patada al estómago, haciendo que callera sobre ella.
Rodé para alejarme y me levanté para seguir corriendo. Pronto estuve escondido entre la multitud. El ritmo frenético que antes me impidiera pensar, ahora había disminuido drásticamente, y todo lo que había pasado golpeó mi mente con fuerza.
La muerte de Stephanie había destrozado a la única persona amable conmigo en mucho tiempo, y eso me marcó.
Los rostros de los transeúntes se me hacían vagos y borrosos, y ls última palabra de mi amiga irlandesa resonaba en mi mente haciéndome daño.
Mis miembros comenzaron a dejar de hacerme caso y pronto fui incapaz de caminar. Me apoyé contra una pared, respirando desesperada y agitadamente.
Finalmente, me desvanecí.
"La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida. La razón principal es que la literatura escoge y la vida no" - Pío Baroja
El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.
martes, 23 de diciembre de 2008
viernes, 19 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Capítulo 5: Fuga
-Stephanie-dije pausadamente-. Debemos irnos.
Ella me miró con una gran sorpresa en los ojos.
-Estamos en un calabozo-dijo, como si no fuera obvio-. No podemos irnos así como así.
-Debemos fugarnos-expliqué.
Lentamente, se volvió a recostar en su sitio de la pequeña cama, abrazada a mí casi por obligación, debido al frío.
Habíamos pasado dos días casi al completo de esa manera. Nos abrazábamos para conservar el poco calor que había, y porque sólo había una cama. De hecho, así es como debíamos dormir.
Tras mucho tiempo, el mal olor debido a nuestra falta de higiene alarmante fue desapareciendo, mitigado por nuestra costumbre al mismo, pero siempre estaba allí la incomodidad de la suciedad adherida a nuestro cuerpo.
Aunque yo hacía mucho ejercicio para matar el rato, Stephanie apenas se movía, y se mantenía imperturbable observándome mientras lo hacía, con expresión de ternura y protección en sus ojos. A pesar de ser más joven que yo, aquél gesto hacía que yo la viera como una madre o una hermana mayor. Su falta de ejercicio, además de dejarla sin energías y aburrida, permitía que su pelo siguiese tan hermoso como el primer día que pasamos allí. Suelto, rojo y brillante.
Desde nuestra 'conversación', me dediqué a buscar formas de escapar. Mil y una maneras se pasaban por mi cabeza, que las desestimaba sin esfuerzo una tras otra. Era muy probable que jamás escapáramos, y yo cada vez me desesperaba más.
De pronto, un día, mientras permanecía sentado en el suelo de nuestra celda, una idea vino a mi cabeza y se quedó allí.
-Nuestra ejecución es pública, ¿no?-pregunté con vehemencia, observando a la ya inexpresiva Stephanie.
Su rostro apenas se movió mientras decía secamente:
-Sí.
Me mataba verla así, por lo que no dije nada. Mi idea sería llevada a cabo en su momento. Por ahora, debía seguir con mi ejercicio... debía estar fuerte para salir de allí.
Al fin llegó el día de nuestra ejecución. La piel de mi compañera estaba más pálida que la cera, pero no me importó. Pronto todo sería mejor para ambos. Pronto seríamos libres y podríamos alejarnos de allí para siempre. Pronto la salvaría, en agradecimiento por haberme cuidado.
Al llegar los guardias hurdí mi artimaña. Sólo eran dos, por lo que sería fácil. Me lancé sobre Stephanie y la lancé de un golpe contra ellos. Mientras intentaba saltar sobre ella para golpearla, uno de los guardias me sujetó.
-¡Quieto, maldita sea!-dijo-. Pronto ambos estaréis muertos, relájate.
Mientras sonreía con sadismo, me relajé. El guardia también relajó su presa, y yo le propiné un codazo en la boca. Antes de que me soltara, aproveché su cuerpo para pegarle al otro guardia una patada en la cara, y los tres caímos al suelo.
Aunque el golpe fue duro, no tardé en reponerme y agarrar a una Stephanie aún aturdida para llevármela. Corrimos como buenamente pudimos por los pasillos y salimos al fin al aire libre, probablemente perseguidos por la policía.
De pronto, antes de que pudiera reaccionar, un disparo sonó en el aire.
Ella me miró con una gran sorpresa en los ojos.
-Estamos en un calabozo-dijo, como si no fuera obvio-. No podemos irnos así como así.
-Debemos fugarnos-expliqué.
Lentamente, se volvió a recostar en su sitio de la pequeña cama, abrazada a mí casi por obligación, debido al frío.
Habíamos pasado dos días casi al completo de esa manera. Nos abrazábamos para conservar el poco calor que había, y porque sólo había una cama. De hecho, así es como debíamos dormir.
Tras mucho tiempo, el mal olor debido a nuestra falta de higiene alarmante fue desapareciendo, mitigado por nuestra costumbre al mismo, pero siempre estaba allí la incomodidad de la suciedad adherida a nuestro cuerpo.
Aunque yo hacía mucho ejercicio para matar el rato, Stephanie apenas se movía, y se mantenía imperturbable observándome mientras lo hacía, con expresión de ternura y protección en sus ojos. A pesar de ser más joven que yo, aquél gesto hacía que yo la viera como una madre o una hermana mayor. Su falta de ejercicio, además de dejarla sin energías y aburrida, permitía que su pelo siguiese tan hermoso como el primer día que pasamos allí. Suelto, rojo y brillante.
Desde nuestra 'conversación', me dediqué a buscar formas de escapar. Mil y una maneras se pasaban por mi cabeza, que las desestimaba sin esfuerzo una tras otra. Era muy probable que jamás escapáramos, y yo cada vez me desesperaba más.
De pronto, un día, mientras permanecía sentado en el suelo de nuestra celda, una idea vino a mi cabeza y se quedó allí.
-Nuestra ejecución es pública, ¿no?-pregunté con vehemencia, observando a la ya inexpresiva Stephanie.
Su rostro apenas se movió mientras decía secamente:
-Sí.
Me mataba verla así, por lo que no dije nada. Mi idea sería llevada a cabo en su momento. Por ahora, debía seguir con mi ejercicio... debía estar fuerte para salir de allí.
Al fin llegó el día de nuestra ejecución. La piel de mi compañera estaba más pálida que la cera, pero no me importó. Pronto todo sería mejor para ambos. Pronto seríamos libres y podríamos alejarnos de allí para siempre. Pronto la salvaría, en agradecimiento por haberme cuidado.
Al llegar los guardias hurdí mi artimaña. Sólo eran dos, por lo que sería fácil. Me lancé sobre Stephanie y la lancé de un golpe contra ellos. Mientras intentaba saltar sobre ella para golpearla, uno de los guardias me sujetó.
-¡Quieto, maldita sea!-dijo-. Pronto ambos estaréis muertos, relájate.
Mientras sonreía con sadismo, me relajé. El guardia también relajó su presa, y yo le propiné un codazo en la boca. Antes de que me soltara, aproveché su cuerpo para pegarle al otro guardia una patada en la cara, y los tres caímos al suelo.
Aunque el golpe fue duro, no tardé en reponerme y agarrar a una Stephanie aún aturdida para llevármela. Corrimos como buenamente pudimos por los pasillos y salimos al fin al aire libre, probablemente perseguidos por la policía.
De pronto, antes de que pudiera reaccionar, un disparo sonó en el aire.
miércoles, 17 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Capítulo 4: Stephanie
-Es él-dijo una voz demasiado familiar, y que aún así no esperaba que me despertara de mis sueños.
-No lo vas a tocar, arpía-decía con enfado otra, igualmente melodiosa pero totalmente desconocida para mí.
Mientras mis ojos se abrían, fui capaz de vislumbrar la escena. Me encontraba en lo que parecía un calabozo en penumbra, en brazos de una extraña. Era una mujer aparentemente irlandesa, de cuidados cabellos rojos, y unos amables ojos verdes. En sus formas se conservaba aún la frescura de la juventud, y la supuse ligeramente más joven que yo.
La otra persona era ella, esa maldita que me llevó a la ruina absoluta. Me miraba con desprecio desde el otro lado de los barrotes del calabozo, escoltada por dos guardias. Uno de ellos era el que me había encontrado en las calles de Londres.
Me incorporé y me recosté contra la pared con increíble dolor, y con la ayuda de la mujer irlandesa; mientras, con claro gesto abatido, mi antiguo amor pedía a los guardias que la guiaran hacia el exterior. Antes de irse, nos dedicó a mí y a mi compañera de celda una mirada asesina que, extrañamente, me hizo sonreír de forma insolente. Creo que eso la enfureció más, pero me daba igual.
Giré mi cabeza hasta que mis ojos se encontraron con los de la mujer irlandesa, e intenté hablar. Ella, al ver que no podía, me acostó en la cama (no sin un gran esfuerzo), y me dijo todo lo que querría saber:
-Soy Stephanie. Me han capturado por el asesinato de un guardia. Según he oído, tú estás aquí por asesinato, también. A ambos nos ejecutarán en una semana.
Eso no explicaba por qué llevaba unos ropajes y una melena tan pulcramente cuidada, por lo que hice un esfuerzo más que sobrehumano para preguntar:
-¿De... de dónde... de dónde provienes?
Ella miró a sus ropas y luego a mí, como si comprendiera mis razones para hacer esa pregunta. Me sonrió y comenzó a contarme su historia.
-Vengo del Sur de Irlanda. Allí era de una familia acomodada, como puedes ver, pero mis padres me echaron de casa. Gozaba de muy buena fama entre el pueblo, y por ello recibí una pequeña fortuna antes de mi exilio. Ésto me permitió viajar hasta aquí y mantener mi imagen, hospedándome en casas de familiares lejanos y amigos de la infancia. Supuestamente, maté al guardia empujándolo por un risco, pero es falso. Esa aristócrata que nos miraba antes parece haber tenido algo que ver en mi inculpación. Supongo que algo parecido te pasó a ti.
-No-contesté-yo maté realmente a mis padres.
Como si fuera un apestado, ella se alejó de mí asustada. No esperaba menos, pues mis crímenes habían sido horribles, pero no pude evitar mirarla con pena. Durante largo rato, ella se me quedó mirando, de forma cada vez más suave y menos traumática. La tensión que de pronto había caído sobre nosotros se suavizó cuando, sin acercarse, dijo ella con precaución:
-En cualquier caso, ¿por qué quiere esa mujer que estemos juntos en una celda?
"Buena pregunta", pensé.
-No lo vas a tocar, arpía-decía con enfado otra, igualmente melodiosa pero totalmente desconocida para mí.
Mientras mis ojos se abrían, fui capaz de vislumbrar la escena. Me encontraba en lo que parecía un calabozo en penumbra, en brazos de una extraña. Era una mujer aparentemente irlandesa, de cuidados cabellos rojos, y unos amables ojos verdes. En sus formas se conservaba aún la frescura de la juventud, y la supuse ligeramente más joven que yo.
La otra persona era ella, esa maldita que me llevó a la ruina absoluta. Me miraba con desprecio desde el otro lado de los barrotes del calabozo, escoltada por dos guardias. Uno de ellos era el que me había encontrado en las calles de Londres.
Me incorporé y me recosté contra la pared con increíble dolor, y con la ayuda de la mujer irlandesa; mientras, con claro gesto abatido, mi antiguo amor pedía a los guardias que la guiaran hacia el exterior. Antes de irse, nos dedicó a mí y a mi compañera de celda una mirada asesina que, extrañamente, me hizo sonreír de forma insolente. Creo que eso la enfureció más, pero me daba igual.
Giré mi cabeza hasta que mis ojos se encontraron con los de la mujer irlandesa, e intenté hablar. Ella, al ver que no podía, me acostó en la cama (no sin un gran esfuerzo), y me dijo todo lo que querría saber:
-Soy Stephanie. Me han capturado por el asesinato de un guardia. Según he oído, tú estás aquí por asesinato, también. A ambos nos ejecutarán en una semana.
Eso no explicaba por qué llevaba unos ropajes y una melena tan pulcramente cuidada, por lo que hice un esfuerzo más que sobrehumano para preguntar:
-¿De... de dónde... de dónde provienes?
Ella miró a sus ropas y luego a mí, como si comprendiera mis razones para hacer esa pregunta. Me sonrió y comenzó a contarme su historia.
-Vengo del Sur de Irlanda. Allí era de una familia acomodada, como puedes ver, pero mis padres me echaron de casa. Gozaba de muy buena fama entre el pueblo, y por ello recibí una pequeña fortuna antes de mi exilio. Ésto me permitió viajar hasta aquí y mantener mi imagen, hospedándome en casas de familiares lejanos y amigos de la infancia. Supuestamente, maté al guardia empujándolo por un risco, pero es falso. Esa aristócrata que nos miraba antes parece haber tenido algo que ver en mi inculpación. Supongo que algo parecido te pasó a ti.
-No-contesté-yo maté realmente a mis padres.
Como si fuera un apestado, ella se alejó de mí asustada. No esperaba menos, pues mis crímenes habían sido horribles, pero no pude evitar mirarla con pena. Durante largo rato, ella se me quedó mirando, de forma cada vez más suave y menos traumática. La tensión que de pronto había caído sobre nosotros se suavizó cuando, sin acercarse, dijo ella con precaución:
-En cualquier caso, ¿por qué quiere esa mujer que estemos juntos en una celda?
"Buena pregunta", pensé.
martes, 16 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Capítulo 3: Recuerdos
Al darme la vuelta, mis ojos avistaron a un enorme guardia que me observaba con amabilidad.
No era lo normal que los mendigos fueran bien tratados en las ciudades de la época, y quise sospechar, aunque una fuerza en mi interior me llevara a pensar bien ante todo.
Finalmente, me sobrepuse a mi ciega esperanza de encontrar amabilidad en una época de miserables, y dije:
-No es necesario, muchas gracias.
Pretendí alejarme del guardia todo lo rápido que pude, pero éste me volvió a agarrar por el hombro y me giró de nuevo hacia él. Su gesto ésta vez era ciertamente más duro.
-Me temo que debo insistir, caballero-dijo él-. A Londres no le gustan los vagabundos.
Intenté salir corriendo, pero un fuerte golpe me derribó. Fui un iluso al pensar que todo saldría bien.
El guardia abrió mi bolsa de viaje, riendo con placer.
-Parece que has estado robando, ¿verdad?-dijo aguantándose las carcajadas-. No te culpo, en éstos días es difícil sobrevivir sin hacerlo.
Intenté debatirme para recoger mi botín, pero fui incapaz de ello. Un fuerte golpe me destrozó los dedos, haciendo que me aovillara por el dolor.
Al rato, apenas pude levantar la cabeza para ver cómo una bota me golpeaba en ella, dejándome sin sentido.
Durante largo rato, un sueño asaltó mi mente. Parecían distorsionados recuerdos de los tiempos en los que no había problema alguno a la vista en mi vida.
Una hermosa dama vestida de blanco se hallaba ante mi puerta. El día era muy soleado, como si sonriera ante tanta belleza.
Con mucha amabilidad, la dama me pidió cobijo. En aquél momento no lo pensé, pero resultaba muy sospechoso que una dama tan pulcramente peinada y vestida se dedicara a pedir cobijo en las casitas de la media nobleza. En cualquier caso, cegado por su luz, la dejé entrar.
Durante días vivió con mi familia, portándose de una forma increíblemente educada, lo que debería haberaumentado mis sospechas, pero sólo ayudó a que me enamorara más de ella.
Unas semanas después de que ella llegara, todo había empezado a cambiar. Había convertido la casa en un caos y se comenzó a comportar de forma tiránica con mis ancianos padres. Aún con todo, yo seguí amándola, cegado aún por su pureza inicial.
Pasaron los meses, y mis padres apenas opusieron resistencia a nuestra boda. Estaban atemorizados, pues aquél demonio con quien me casaba bien era capaz de matarlos de un golpe. En aquél momento, yo sólo pude verla subir lentamente al altar, más hermosa de lo que nunca había estado, y yo obnublinado por su singular belleza.
Tras la boda, sus sutileza conmigo fue en picado. Me maltrató y me obligó a darle todo cuanto yo tenía. No obstante, yo continué embriagado, dejándome llevar, hasta aquél fatídico día.
Aún no sé cómo, me convenció de que mis padres iban en contra de nuestro amor, y me llevó a matarlos. Pronto la noticia se hizo eco y me inculparon en todos lados.
Aunque ella parecía protegerme, sólo era apariencia, pues aprovechó la situación para quedarse también con mi casa, y dejarme a mí como un vagabundo, siendo mi único bien el quedar libre de castigo.
Así fue como acabó mi primer y único amor.
No era lo normal que los mendigos fueran bien tratados en las ciudades de la época, y quise sospechar, aunque una fuerza en mi interior me llevara a pensar bien ante todo.
Finalmente, me sobrepuse a mi ciega esperanza de encontrar amabilidad en una época de miserables, y dije:
-No es necesario, muchas gracias.
Pretendí alejarme del guardia todo lo rápido que pude, pero éste me volvió a agarrar por el hombro y me giró de nuevo hacia él. Su gesto ésta vez era ciertamente más duro.
-Me temo que debo insistir, caballero-dijo él-. A Londres no le gustan los vagabundos.
Intenté salir corriendo, pero un fuerte golpe me derribó. Fui un iluso al pensar que todo saldría bien.
El guardia abrió mi bolsa de viaje, riendo con placer.
-Parece que has estado robando, ¿verdad?-dijo aguantándose las carcajadas-. No te culpo, en éstos días es difícil sobrevivir sin hacerlo.
Intenté debatirme para recoger mi botín, pero fui incapaz de ello. Un fuerte golpe me destrozó los dedos, haciendo que me aovillara por el dolor.
Al rato, apenas pude levantar la cabeza para ver cómo una bota me golpeaba en ella, dejándome sin sentido.
Durante largo rato, un sueño asaltó mi mente. Parecían distorsionados recuerdos de los tiempos en los que no había problema alguno a la vista en mi vida.
Una hermosa dama vestida de blanco se hallaba ante mi puerta. El día era muy soleado, como si sonriera ante tanta belleza.
Con mucha amabilidad, la dama me pidió cobijo. En aquél momento no lo pensé, pero resultaba muy sospechoso que una dama tan pulcramente peinada y vestida se dedicara a pedir cobijo en las casitas de la media nobleza. En cualquier caso, cegado por su luz, la dejé entrar.
Durante días vivió con mi familia, portándose de una forma increíblemente educada, lo que debería haberaumentado mis sospechas, pero sólo ayudó a que me enamorara más de ella.
Unas semanas después de que ella llegara, todo había empezado a cambiar. Había convertido la casa en un caos y se comenzó a comportar de forma tiránica con mis ancianos padres. Aún con todo, yo seguí amándola, cegado aún por su pureza inicial.
Pasaron los meses, y mis padres apenas opusieron resistencia a nuestra boda. Estaban atemorizados, pues aquél demonio con quien me casaba bien era capaz de matarlos de un golpe. En aquél momento, yo sólo pude verla subir lentamente al altar, más hermosa de lo que nunca había estado, y yo obnublinado por su singular belleza.
Tras la boda, sus sutileza conmigo fue en picado. Me maltrató y me obligó a darle todo cuanto yo tenía. No obstante, yo continué embriagado, dejándome llevar, hasta aquél fatídico día.
Aún no sé cómo, me convenció de que mis padres iban en contra de nuestro amor, y me llevó a matarlos. Pronto la noticia se hizo eco y me inculparon en todos lados.
Aunque ella parecía protegerme, sólo era apariencia, pues aprovechó la situación para quedarse también con mi casa, y dejarme a mí como un vagabundo, siendo mi único bien el quedar libre de castigo.
Así fue como acabó mi primer y único amor.
Inciso - Un mundo nuevo, por Fidel Sánchez Buergo
En cierta ocasión, un niño abordó a su abuelo con una duda sobre la existencia del agua en el planeta.
El niño era como son los niños de siempre, como los niños de verdad. Era dulce, muy curioso, tímido y bastante impresionable, pero ante todo, increíblemente visceral. La pregunta la hizo por mera curiosidad, mientras ambos estaban sentados en un banco de la playa mirando el color del atardecer en una línea que se formaba entre el mar y el cielo, que según le habían contado, recibía el nombre de horizonte.
Lo preguntó repentinamente, con su pequeña cara inocente llena de curiosidad:
-Abuelo, ¿De dónde sale el agua?
Su ceño estaba ligeramente fruncido y sus ojos chispeaban denotando su intriga, además, el largo silencio que precedía a la pregunta era síntoma de que había llegado a formularla después de una larga exposición interior de sus conocimientos adquiridos y tras haber reflexionado un buen rato en silencio.
En un principio, su abuelo no supo que contestar. Le encantaba ser él quien le desvelaba conocimientos al niño, pero también le inquietaba como los pudiera asimilar éste. Finalmente, decidió ser franco en su respuesta:
-Verás, Tomás… El agua no sale de ningún sitio, siempre ha estado aquí.
Había querido que su respuesta fuera fácil de comprender, pero el rostro de Tomás no reflejaba si no todo lo contrario a una rápida comprensión.
-Te explico, el agua no se crea de ninguna manera, al igual que tampoco se puede destruir. Está en las nubes, en los ríos, en los océanos, siempre cambiando de lugar-Dirigió su mirada del niño al horizonte y concluyó: -Por eso es tan importante cuidar de ella, ya que si la malgastamos o ensuciamos, no podrá volver a ser utilizada.-
Esta vez se había extendido demasiado, pero no creía haber llevado la conversación a ningún terreno escabroso, por eso, cuando dirigió de nuevo su mirada al niño, se llevo una decepcionante sorpresa: Estaba llorando.
El anciano no dijo nada, lo dejó por unos instantes reflexionando mientras él se preguntaba el por qué de aquel llanto.
En aquellos momentos, la mente del pequeño Tomás viajaba por muchos lugares que había visitado con anterioridad. Vio las bolsas de plástico que había muchas mañanas a la orilla del mar, recordó el agua manchada de algo oscuro que había visto tiempo atrás en la televisión, vislumbró también el agua que había tocado con sus frágiles manos mientras viajaba en barco por los canales de una gran ciudad, y que se las había dejado llenas de suciedad.
En esos momentos era un torrente de lágrimas, pero poco a poco se le fue pasando el disgusto mientras mantenía la mirada fija en el mar.
Llegó el momento de irse. Su abuelo no le había dicho nada en un buen rato, y el no quería dejar de mirar el mar que en aquellos momentos estaba tan limpio, porque sabía que en cuanto se diera la vuelta, le atormentarían las visiones de todo aquel desperdicio que había desfilado ante sus candorosos ojos unos instantes antes.
Armado de valor y en busca de una revelación que en esos momentos le resultaría crucial, se dirigió de nuevo a su abuelo y le preguntó:
-Entonces, ¿nunca se recuperará la tierra de todo el agua que se ha ensuciado o desperdiciado, de todo mal que le podamos haber hecho al mar y a los ríos?-
Su abuelo, decidido a ser claro y sincero con su nieto, respondió en tono solemne:
-El agua es a nuestros ríos y mares como la sangre a nuestras venas. Hasta cierto punto, todo se puede arreglar o depurar, pero debemos tener presente que en el momento en el que la contaminamos y ensuciamos, nos estamos perjudicando a nosotros mismos. Si el mundo pierde el agua, se quedará como un cuerpo, que aunque tiene un corazón que podría impulsar la sangre, carece de ella, y yace tendido en una tumba mientras todos se preguntan que ha podido sucederle-
Realizó una breve pausa, y poco después, inquirió con cierta agudeza:
-¿Lo has entendido?
-Sí-respondió tomas con un firme movimiento de asentimiento al tiempo que se levantaba del banco.
Mientras volvían a casa, en medio del silencio, el anciano no estaba seguro de haber acertado en su manera de tratar las preguntas, pero se excusó a si mismo alegando que la verdad debía estar por encima de todas las cosas.
Ciertamente, no tenía de que preocuparse, el niño lo había entendido perfectamente, y si algo era seguro, era que jamás olvidaría lo aprendido aquella tarde.
El niño era como son los niños de siempre, como los niños de verdad. Era dulce, muy curioso, tímido y bastante impresionable, pero ante todo, increíblemente visceral. La pregunta la hizo por mera curiosidad, mientras ambos estaban sentados en un banco de la playa mirando el color del atardecer en una línea que se formaba entre el mar y el cielo, que según le habían contado, recibía el nombre de horizonte.
Lo preguntó repentinamente, con su pequeña cara inocente llena de curiosidad:
-Abuelo, ¿De dónde sale el agua?
Su ceño estaba ligeramente fruncido y sus ojos chispeaban denotando su intriga, además, el largo silencio que precedía a la pregunta era síntoma de que había llegado a formularla después de una larga exposición interior de sus conocimientos adquiridos y tras haber reflexionado un buen rato en silencio.
En un principio, su abuelo no supo que contestar. Le encantaba ser él quien le desvelaba conocimientos al niño, pero también le inquietaba como los pudiera asimilar éste. Finalmente, decidió ser franco en su respuesta:
-Verás, Tomás… El agua no sale de ningún sitio, siempre ha estado aquí.
Había querido que su respuesta fuera fácil de comprender, pero el rostro de Tomás no reflejaba si no todo lo contrario a una rápida comprensión.
-Te explico, el agua no se crea de ninguna manera, al igual que tampoco se puede destruir. Está en las nubes, en los ríos, en los océanos, siempre cambiando de lugar-Dirigió su mirada del niño al horizonte y concluyó: -Por eso es tan importante cuidar de ella, ya que si la malgastamos o ensuciamos, no podrá volver a ser utilizada.-
Esta vez se había extendido demasiado, pero no creía haber llevado la conversación a ningún terreno escabroso, por eso, cuando dirigió de nuevo su mirada al niño, se llevo una decepcionante sorpresa: Estaba llorando.
El anciano no dijo nada, lo dejó por unos instantes reflexionando mientras él se preguntaba el por qué de aquel llanto.
En aquellos momentos, la mente del pequeño Tomás viajaba por muchos lugares que había visitado con anterioridad. Vio las bolsas de plástico que había muchas mañanas a la orilla del mar, recordó el agua manchada de algo oscuro que había visto tiempo atrás en la televisión, vislumbró también el agua que había tocado con sus frágiles manos mientras viajaba en barco por los canales de una gran ciudad, y que se las había dejado llenas de suciedad.
En esos momentos era un torrente de lágrimas, pero poco a poco se le fue pasando el disgusto mientras mantenía la mirada fija en el mar.
Llegó el momento de irse. Su abuelo no le había dicho nada en un buen rato, y el no quería dejar de mirar el mar que en aquellos momentos estaba tan limpio, porque sabía que en cuanto se diera la vuelta, le atormentarían las visiones de todo aquel desperdicio que había desfilado ante sus candorosos ojos unos instantes antes.
Armado de valor y en busca de una revelación que en esos momentos le resultaría crucial, se dirigió de nuevo a su abuelo y le preguntó:
-Entonces, ¿nunca se recuperará la tierra de todo el agua que se ha ensuciado o desperdiciado, de todo mal que le podamos haber hecho al mar y a los ríos?-
Su abuelo, decidido a ser claro y sincero con su nieto, respondió en tono solemne:
-El agua es a nuestros ríos y mares como la sangre a nuestras venas. Hasta cierto punto, todo se puede arreglar o depurar, pero debemos tener presente que en el momento en el que la contaminamos y ensuciamos, nos estamos perjudicando a nosotros mismos. Si el mundo pierde el agua, se quedará como un cuerpo, que aunque tiene un corazón que podría impulsar la sangre, carece de ella, y yace tendido en una tumba mientras todos se preguntan que ha podido sucederle-
Realizó una breve pausa, y poco después, inquirió con cierta agudeza:
-¿Lo has entendido?
-Sí-respondió tomas con un firme movimiento de asentimiento al tiempo que se levantaba del banco.
Mientras volvían a casa, en medio del silencio, el anciano no estaba seguro de haber acertado en su manera de tratar las preguntas, pero se excusó a si mismo alegando que la verdad debía estar por encima de todas las cosas.
Ciertamente, no tenía de que preocuparse, el niño lo había entendido perfectamente, y si algo era seguro, era que jamás olvidaría lo aprendido aquella tarde.
domingo, 14 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Capítulo 2: Perdido
Mientras la pobreza inundaba mis ojos, diversos matices se dejaban ver. Había burgueses que lloraban, e incluso vagabundos como yo que reían.
En aquél momento eso era lo que menos lógico me parecía: reír siendo un vagabundo. No obstante, yo había sido rico no hacía mucho, y no sabía la libertad que se me había dado, casi por providencia divina. En aquél momento no me percaté de ello, pero los vagabundos éramos entonces libres, plenos y felices. No dependíamos de nada más que de nuestro cuerpo, incluso para que nuestro cuerpo no nos fallara. Puede que al principio, ésa idea me resultara bizarra, pero pronto me di cuenta de que era lo lógico.
Mi anterior educación me había dicho que los vagabundos eran ratas que se aprovechaban de lo que los ricos dejaban preparado para los trabajadores, y quizá aquél era mi lastre como hombre realmente libre, pero ni siquiera ahora lo sé con certeza. En cualquier caso, sí es verdad que la educación suele ser un lastre a la hora de cambiar de lugar.
Al fijarme durante un rato en uno de los vagabundos, comprendí por qué todos ellos estaban tumbados en el suelo, o se arrastraban. Cual soldados en el campo de batalla, de ésta forma ofrecían menos blanco visual, y normalmente se tumbaban junto a los puestos, para hurtar desde abajo los productos que éstos ofrecían, mientras los viandantes miraban con ojos suplicantes a aquéllos que caminaban y que podrían comprar lo que les ofrecían.
En apenas medio segundo, me tumbe y seguí su extraña pero efectiva táctica: me acerqué a un puesto de baratijas varias y hurté con facilidad una bolsa de viaje que sobresalía por una esquina. Equipado burdamente para robar, me puse en marcha, arrastrándome lastimeramente, hacia los puestos de comestibles, con el fin de llenar la bolsa.
Era un trabajo agotador, pues requería que usara todos mis músculos para robar, arrastrarme y no perder la bolsa; pero pronto me hube llenado lo suficiente como para comenzar mi viaje.
Salí del mercado y me puse en pie en cuando el gentío estuvo a dos pasos de mí. Comencé a caminar rápida pero discretamente por las callejuelas de la ciudad, de forma que cualquier posible rastro mío se perdiera. Pronto estuve perdido yo mismo, y empecé a percatarme de lo difícil que resultaba orientarse desde el punto de vista de un transeúnte, sin que mi chófer me llevara a todos lados.
Mi mente comenzaba a desesperarse, mientras mi cuerpo se concentraba en mantener un paso que no llamara la atención: no ir ni muy rápido ni muy lento, no dar la vuelta a mitad de la calle...
Cientos (o incluso miles) de veces, me choqué con callejones sin salida, y tuve que hacer algo para disimular y salir del callejón sin levantar sospechas. Cada vez estaba más nervioso, y sentía las miradas de los guardas clavándose en mí mientras pasaba, hasta que, de pronto, una mano fría se apoyó en mi espalda.
-¿Le puedo ayudar en algo?
En aquél momento eso era lo que menos lógico me parecía: reír siendo un vagabundo. No obstante, yo había sido rico no hacía mucho, y no sabía la libertad que se me había dado, casi por providencia divina. En aquél momento no me percaté de ello, pero los vagabundos éramos entonces libres, plenos y felices. No dependíamos de nada más que de nuestro cuerpo, incluso para que nuestro cuerpo no nos fallara. Puede que al principio, ésa idea me resultara bizarra, pero pronto me di cuenta de que era lo lógico.
Mi anterior educación me había dicho que los vagabundos eran ratas que se aprovechaban de lo que los ricos dejaban preparado para los trabajadores, y quizá aquél era mi lastre como hombre realmente libre, pero ni siquiera ahora lo sé con certeza. En cualquier caso, sí es verdad que la educación suele ser un lastre a la hora de cambiar de lugar.
Al fijarme durante un rato en uno de los vagabundos, comprendí por qué todos ellos estaban tumbados en el suelo, o se arrastraban. Cual soldados en el campo de batalla, de ésta forma ofrecían menos blanco visual, y normalmente se tumbaban junto a los puestos, para hurtar desde abajo los productos que éstos ofrecían, mientras los viandantes miraban con ojos suplicantes a aquéllos que caminaban y que podrían comprar lo que les ofrecían.
En apenas medio segundo, me tumbe y seguí su extraña pero efectiva táctica: me acerqué a un puesto de baratijas varias y hurté con facilidad una bolsa de viaje que sobresalía por una esquina. Equipado burdamente para robar, me puse en marcha, arrastrándome lastimeramente, hacia los puestos de comestibles, con el fin de llenar la bolsa.
Era un trabajo agotador, pues requería que usara todos mis músculos para robar, arrastrarme y no perder la bolsa; pero pronto me hube llenado lo suficiente como para comenzar mi viaje.
Salí del mercado y me puse en pie en cuando el gentío estuvo a dos pasos de mí. Comencé a caminar rápida pero discretamente por las callejuelas de la ciudad, de forma que cualquier posible rastro mío se perdiera. Pronto estuve perdido yo mismo, y empecé a percatarme de lo difícil que resultaba orientarse desde el punto de vista de un transeúnte, sin que mi chófer me llevara a todos lados.
Mi mente comenzaba a desesperarse, mientras mi cuerpo se concentraba en mantener un paso que no llamara la atención: no ir ni muy rápido ni muy lento, no dar la vuelta a mitad de la calle...
Cientos (o incluso miles) de veces, me choqué con callejones sin salida, y tuve que hacer algo para disimular y salir del callejón sin levantar sospechas. Cada vez estaba más nervioso, y sentía las miradas de los guardas clavándose en mí mientras pasaba, hasta que, de pronto, una mano fría se apoyó en mi espalda.
-¿Le puedo ayudar en algo?
jueves, 11 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Capítulo 1: Londres
Las desiguales calles del Londres que me había visto crecer me acogían ahora con una ternura fingida. Si bien techos y aleros me protegían del intenso aguacero, la cosa era bien distinta a la altura del suelo.
Los que antaño fueran mis amigos, o mis admiradores, ahora se reían de mí y me empujaban en cuanto me situaba a su alcance. Diversos animales que antes se hubiesen visto intimidados por mi sola imagen se lanzaban ahora con vehemencia para morderme en busca de alimento. Los escombros, basuras y objetos varios abandonados parecían moverse a fin de hacerme tropezar, habiéndolo conseguido más de una vez.
Caminando por las calles, ahora sin la tapadera que da la comodidad, me di cuenta de lo desigual que era nuestra sociedad. Desfavorecidos que no sabían que lo eran por su propia educación, que les había enseñado que ese era su lugar, se alternaban en mi vista con personas de noble cuna, que sabían de sus privilegios y los disfrutaban con alegría.
Todos ellos, sin excepción, me miraban ahora como a un monstruo. Los mendigos, por ser el único de ellos que seguía de pie, y los acomodados, ya solamente por ser mendigo.
Si bien Londres había resultado atractivo (y aún me lo resultaba) desde el exterior, la cosa cambiaba en el interior. Nada era más vomitivo que aquél lugar, donde las buenas y malas gentes se hacinaban, luchando por sobrevivir (las malas con más recursos, claro está), y donde la pobreza y la inmundicia se respiraba en cada rincón.
Finalmente, tras mucho caminar esquivando empujones y ataques de quienes se suponía debían ser más civilizados, llegué al mercado: el cúlmen de la pobreza de la ciudad.
La comida se hacinaba en los ajados tenderetes de madera sin orden ni concierto, a menudo atacada por las moscas.
Los muertos de hambre que intentaban llevarse un simple mendrugo de pan duro a la boca recibían brutales palizas a cada minuto, muriendo muchos de ellos.
Desagradables voces rasgadas gritaban los precios, mientras nobles y burgueses caminaban sobre un manto de mendigos y desdichados leprosos que suplicaban comida, dinero o ropajes.
Allí estaría más fuera de lugar que nunca.
Los que antaño fueran mis amigos, o mis admiradores, ahora se reían de mí y me empujaban en cuanto me situaba a su alcance. Diversos animales que antes se hubiesen visto intimidados por mi sola imagen se lanzaban ahora con vehemencia para morderme en busca de alimento. Los escombros, basuras y objetos varios abandonados parecían moverse a fin de hacerme tropezar, habiéndolo conseguido más de una vez.
Caminando por las calles, ahora sin la tapadera que da la comodidad, me di cuenta de lo desigual que era nuestra sociedad. Desfavorecidos que no sabían que lo eran por su propia educación, que les había enseñado que ese era su lugar, se alternaban en mi vista con personas de noble cuna, que sabían de sus privilegios y los disfrutaban con alegría.
Todos ellos, sin excepción, me miraban ahora como a un monstruo. Los mendigos, por ser el único de ellos que seguía de pie, y los acomodados, ya solamente por ser mendigo.
Si bien Londres había resultado atractivo (y aún me lo resultaba) desde el exterior, la cosa cambiaba en el interior. Nada era más vomitivo que aquél lugar, donde las buenas y malas gentes se hacinaban, luchando por sobrevivir (las malas con más recursos, claro está), y donde la pobreza y la inmundicia se respiraba en cada rincón.
Finalmente, tras mucho caminar esquivando empujones y ataques de quienes se suponía debían ser más civilizados, llegué al mercado: el cúlmen de la pobreza de la ciudad.
La comida se hacinaba en los ajados tenderetes de madera sin orden ni concierto, a menudo atacada por las moscas.
Los muertos de hambre que intentaban llevarse un simple mendrugo de pan duro a la boca recibían brutales palizas a cada minuto, muriendo muchos de ellos.
Desagradables voces rasgadas gritaban los precios, mientras nobles y burgueses caminaban sobre un manto de mendigos y desdichados leprosos que suplicaban comida, dinero o ropajes.
Allí estaría más fuera de lugar que nunca.
miércoles, 10 de diciembre de 2008
Relatos de un vagabundo - Prólogo
Las frías lágrimas del cielo de Londres caían sobre mi rostro, mientras permanecía tumbado en las praderas. Rodaban surcando mis facciones, sin caer en mis ojos, protegidos por los párpados que, fuertemente, se cerraban en mi negativa por ver la realidad.
Durante años había sido ‘el fuerte’: llevaba una vida cómoda, y nada se interponía en mi camino. Era inmune a los sentimientos, y nada me perturbaba.
Jamás.
Hasta que apareció ella, y todo se tornó en desgracia. Era como un ángel; pura y bienintencionada. Aún hoy la recuerdo con nitidez, tal y como apareció casualmente por nuestra casa. El sol la bañaba con hermosas luces, mientras sus oscuros cabellos caían sobre sus hombros, enmarcando a la perfección su rostro, esculpido en los cielos. Un vestido blanco, de un corte impoluto, cubría sus formas aquél día. Nada pudo evitar que los sentimientos que tan celosamente había guardado para mí mismo hasta entonces salieran a la luz.
Después de aquél momento, todos mis recuerdos se entremezclaban. Pasaba de una plácida noche junto al fuego del hogar hasta el día de mi boda, estando ella más hermosa que nunca. Luego todo se tornaba oscuro y mortecino, y me asaltaban los recuerdos de los malos días.
Los malos días, aquéllos en los que su amor me llevó a la demencia más absoluta. Sin saber yo cómo, me llevó a derramar la sangre de mis allegados. Mi fortuna pasó a ser mía, e hice de todo, dentro y fuera de los límites de la racionalidad, para mantenerla feliz.
Pero ella era una bestia implacable, y pronto se cansó de que yo no pudiera ofrecerle más. Así, desdichado y pobre, me abandonó a mi suerte, fuera de mi casa (que ahora era suya), y sin ni tan siquiera mis hermosos ropajes (que también eran suyos ahora).
De todo eso hacía meses. Ahora yo era un vagabundo sin hogar, al que la vida había obligado a ser fuerte de verdad, a base de golpes. Las ropas que llevaba el día en que ella se despidiera de mí aún se adherían a mi piel, con el olor de la humedad de mil lluvias, y el sudor de los mil días de Sol.
La lluvia se hacía ahora más potente, pero yo ya estaba acostumbrado a los aguaceros de Londres, muy comunes, que además le daban a la ciudad un aspecto terriblemente romántico. Y eso era lo único que me dolía: el romanticismo que emanaban las casas londinenses bajo la lluvia. Era la clase de imágenes que me recordaban a ella, a nuestros largos paseos, cogidos de la mano.
Durante horas, seguí tumbado, dejando que la lluvia purgara la suciedad y la inmundicia de mi rostro. Aunque sabía que siempre estaría sucio; de vergüenza y de desengaño, me daba igual.
Ahora sí que era fuerte.
Al fin, me levanté y comencé a caminar por el camino junto a la pradera. Lo desierto del lugar me calmó y me hizo daño al mismo tiempo. Daño, por los recuerdos de los malos días. Me calmó porque nadie me veía llorar, aunque sabía que mis lágrimas se confundirían en mi rostro junto a las del cielo.
Durante la larga caminata, apenas una o dos diligencias pasaron junto a mí. Dentro iban aristócratas que me miraban. Unos con burla, otros con desprecio, y unos pocos, sólo unos pocos, con condescendencia. Era lo más que podía esperar de aquélla parte de la sociedad de la cual había sido el centro en mis tiempos, cuando era un muchachuelo rico y mimado, que pensaba no tener que salir nunca de debajo del ala protectora de sus padres.
A pesar de mi pobreza absoluta, ya no les tenía envidia. Ya no. Eran superficiales, estúpidos e incultos. Incultos con máscara de cultura, por supuesto. Aquellos instrumentos de los últimos días de la Commonwealth estaban lejos de suscitar mi envidia, y menos ahora que he asistido al final de su gobierno.
Tras el arduo camino, pensé en aprovisionarme y vagabundear por Europa, el viejo continente. Pensaba probar suerte en otros países, pues ahora se disfrutaba de un corto período de paz.
Aún seguía absorto en mis cavilaciones cuando un coche paró frente a mí. En él estaba ella, mirándome con una despreciable burla, que para mí la convirtió en el ser más vomitivo y abominable del Universo. Tras él se asomaba la cabecilla de un muchacho que no debía de contar más de diecisiete o dieciocho años. Al parecer, un inocente niñato que había caído en sus redes de encanto y pureza.
-¿Qué ves en ese sucio mendigo?-dijo él con voz de niño y acento de ser supremo y superior.
Ella me miró, como preguntando: ‘¿Qué crees que debería ver?’, y me sonrió, de nuevo con una pureza que casi hace que me enamore de ella. Pero sabía que era falso. Que todo era falso. Por ello no caí por segunda vez en sus artimañas.
La carroza pasó sobre un charco, y me imaginé siendo salpicado cómicamente, pero estaban varios metros más allá cuando eso pasó. Al menos, no le di aquélla satisfacción a aquél precioso rostro que en su día me encandilara.
Finalmente, me dirigí a las puertas de la ciudad, tal y como ya había hecho una y mil veces. Esperé cerca de la entrada a que pasara algún vehículo, pues los guardias no dejarían pasar a un harapiento mendigo como yo. De eso estaba seguro.
Tras mucho esperar, un carro de heno pasó por delante, y yo salté a él, escondiéndome lo mejor que pude.
Al fin estaba en casa, aunque pronto me tendría que ir para no volver jamás.
Durante años había sido ‘el fuerte’: llevaba una vida cómoda, y nada se interponía en mi camino. Era inmune a los sentimientos, y nada me perturbaba.
Jamás.
Hasta que apareció ella, y todo se tornó en desgracia. Era como un ángel; pura y bienintencionada. Aún hoy la recuerdo con nitidez, tal y como apareció casualmente por nuestra casa. El sol la bañaba con hermosas luces, mientras sus oscuros cabellos caían sobre sus hombros, enmarcando a la perfección su rostro, esculpido en los cielos. Un vestido blanco, de un corte impoluto, cubría sus formas aquél día. Nada pudo evitar que los sentimientos que tan celosamente había guardado para mí mismo hasta entonces salieran a la luz.
Después de aquél momento, todos mis recuerdos se entremezclaban. Pasaba de una plácida noche junto al fuego del hogar hasta el día de mi boda, estando ella más hermosa que nunca. Luego todo se tornaba oscuro y mortecino, y me asaltaban los recuerdos de los malos días.
Los malos días, aquéllos en los que su amor me llevó a la demencia más absoluta. Sin saber yo cómo, me llevó a derramar la sangre de mis allegados. Mi fortuna pasó a ser mía, e hice de todo, dentro y fuera de los límites de la racionalidad, para mantenerla feliz.
Pero ella era una bestia implacable, y pronto se cansó de que yo no pudiera ofrecerle más. Así, desdichado y pobre, me abandonó a mi suerte, fuera de mi casa (que ahora era suya), y sin ni tan siquiera mis hermosos ropajes (que también eran suyos ahora).
De todo eso hacía meses. Ahora yo era un vagabundo sin hogar, al que la vida había obligado a ser fuerte de verdad, a base de golpes. Las ropas que llevaba el día en que ella se despidiera de mí aún se adherían a mi piel, con el olor de la humedad de mil lluvias, y el sudor de los mil días de Sol.
La lluvia se hacía ahora más potente, pero yo ya estaba acostumbrado a los aguaceros de Londres, muy comunes, que además le daban a la ciudad un aspecto terriblemente romántico. Y eso era lo único que me dolía: el romanticismo que emanaban las casas londinenses bajo la lluvia. Era la clase de imágenes que me recordaban a ella, a nuestros largos paseos, cogidos de la mano.
Durante horas, seguí tumbado, dejando que la lluvia purgara la suciedad y la inmundicia de mi rostro. Aunque sabía que siempre estaría sucio; de vergüenza y de desengaño, me daba igual.
Ahora sí que era fuerte.
Al fin, me levanté y comencé a caminar por el camino junto a la pradera. Lo desierto del lugar me calmó y me hizo daño al mismo tiempo. Daño, por los recuerdos de los malos días. Me calmó porque nadie me veía llorar, aunque sabía que mis lágrimas se confundirían en mi rostro junto a las del cielo.
Durante la larga caminata, apenas una o dos diligencias pasaron junto a mí. Dentro iban aristócratas que me miraban. Unos con burla, otros con desprecio, y unos pocos, sólo unos pocos, con condescendencia. Era lo más que podía esperar de aquélla parte de la sociedad de la cual había sido el centro en mis tiempos, cuando era un muchachuelo rico y mimado, que pensaba no tener que salir nunca de debajo del ala protectora de sus padres.
A pesar de mi pobreza absoluta, ya no les tenía envidia. Ya no. Eran superficiales, estúpidos e incultos. Incultos con máscara de cultura, por supuesto. Aquellos instrumentos de los últimos días de la Commonwealth estaban lejos de suscitar mi envidia, y menos ahora que he asistido al final de su gobierno.
Tras el arduo camino, pensé en aprovisionarme y vagabundear por Europa, el viejo continente. Pensaba probar suerte en otros países, pues ahora se disfrutaba de un corto período de paz.
Aún seguía absorto en mis cavilaciones cuando un coche paró frente a mí. En él estaba ella, mirándome con una despreciable burla, que para mí la convirtió en el ser más vomitivo y abominable del Universo. Tras él se asomaba la cabecilla de un muchacho que no debía de contar más de diecisiete o dieciocho años. Al parecer, un inocente niñato que había caído en sus redes de encanto y pureza.
-¿Qué ves en ese sucio mendigo?-dijo él con voz de niño y acento de ser supremo y superior.
Ella me miró, como preguntando: ‘¿Qué crees que debería ver?’, y me sonrió, de nuevo con una pureza que casi hace que me enamore de ella. Pero sabía que era falso. Que todo era falso. Por ello no caí por segunda vez en sus artimañas.
La carroza pasó sobre un charco, y me imaginé siendo salpicado cómicamente, pero estaban varios metros más allá cuando eso pasó. Al menos, no le di aquélla satisfacción a aquél precioso rostro que en su día me encandilara.
Finalmente, me dirigí a las puertas de la ciudad, tal y como ya había hecho una y mil veces. Esperé cerca de la entrada a que pasara algún vehículo, pues los guardias no dejarían pasar a un harapiento mendigo como yo. De eso estaba seguro.
Tras mucho esperar, un carro de heno pasó por delante, y yo salté a él, escondiéndome lo mejor que pude.
Al fin estaba en casa, aunque pronto me tendría que ir para no volver jamás.
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