La imagen de la melancolía decadente es, si bien manida, en cierto modo catártica e incluso divertida. No por ello deja de ser útil. Cuando nos golpea el mundo, cuando dolemos y lloramos, esa imagen de hombre abatido frente al televisor, agotado de la vida y en trance de dejarse morir puede dejar de ser algo de lo que huir y quizá un empuje a revolcarnos en el dolor. Per aspera ad astra, nos removemos entre el barro como cerdos.
Cuando nos vemos arrastrados a la inactividad completa, a la falta de deseo de mover cada músculo de nuestro cuerpo, es esa carencia total de motivación la que nos ata a la nada. A dejarse llevar por placeres nimios y banales, propios de una vida intelectualmente inferior a nuestra media. Es el alcohol, el tabaco, la mala televisión, la comodidad del sofá, lo fácil de no intentar nada y el miedo a que cualquier intento de existir en este mundo sea doloroso lo que nos deja desorientados y perdidos en un mar de lágrimas que quizá nunca llegarán a ser. Al fin y al cabo, un hombre no llora.
Aún así, esa imagen no es ni debe ser íntima. Hemos crecido ocultando lo que sentimos, ocultando el dolor. No es, sin embargo, inútil dejarse convertir en el faro oscuro que roba a cuanto le rodea de luz y alegría. Admitir que somos la tristeza, vivir con ello y quizás algún día dejar que una cuerda demasiado corta grite por nosotros lo que no atrevimos a gritar: que necesitamos ayuda.
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