Ha dejado de llover. Y pienso en esos ojos que derriten la piedra. Esa mirada intensa pero limpia, y esa sonrisa. Esa sonrisa que luego descubro que oculta una tempestad de lágrimas en ristre, dispuestas a lanzar una ofensiva a tus pupilas, a llover desde lo brillante de tus ojos, a deslizarse por las suaves colinas de tus pómulos y crear ríos más allá del acantilado de tu barbilla.
Y siguiendo su trazo, me detengo en tu cuello... frágil, suave, tentador e inocente. Que sigue ahí a pesar de todo, soportando una de las cabezas más maravillosas de la creación. La separación perfecta entre tu pelo y tus hombros, rectos, cubiertos por el suave suspiro de aquella blusa que hacía que mi mente imaginara una y otra vez tus dedos apartándola de tu piel, desnudando la blancura prístina y suave de tus curvas.
Esas curvas que caen y fluyen de tu cabeza a tus pies, resaltando pecho, apretando cintura, revelando piernas de las que uno no olvida ni a base de whisky on the rocks. Piernas que dirías que son infinitas... hasta que encuentras unos pies que caminan seguros, que se mueven con la sabiduría que da el ser el broche final de un ser perfecto. Su unión a la tierra y sus cimientos.
Las raíces de alguien a quien la palabra Diosa se le queda pequeña.
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