Mirando indiferente al cadáver del director, me volví de nuevo hacia mi objetivo primario: aislar el instituto.
Realmente lo sentía por los alumnos, pero estaba seguro de que todos (o casi todos) los profesores tendrían lo que se merecían.
Un hermoso y extasiante coro de gritos acarició con suavidad mis oídos una vez el instituto estuvo a oscuras. Pánico, dolor, pena y desconcierto se mezclaban formando una singular sinfonía; la más hermosa que mis oídos habían podido oír.
Únicamente había un error en ella. Uno de los gritos, supuse que de una muchacha no mucho menor que yo, denotaba un falso terror. Parecía divertirse con la situación, disfrutar de ella. Mi objetivo estaba más que claro: debía encontrar a aquella, mi alma gemela.
Salí pues a los pasillos. Manchado de sangre y buscando a aquella voz sin rostro, a aquél espectro, objeto de mi admiración. Comenzaría a matar a todos los que encontrara, para intentar dar con aquella muchacha.
Me planté en frente de la salida del centro, pues muchos intentarían huir por allí.
No me equivocaba. Pronto, un profesor llevó un rebaño de alumnos a las fauces del lobo. Salté sobre él, cercenándole el cuello y sintiendo el éxtasis de la sangre derramada, entre gritos de aquellas personas de cerebro seco a las que llamaban alumnos.
Cortes, sangre, gemidos y terror, mucho terror sucedieron a eso. Montones de cuerpos inertes caían sobre los charcos rojos de su propia sangre, con el cuerpo y la cara desfigurados por los cortes.
Pronto acabé con ellos y descansé fumando un cigarrillo, cuyo humo hizo saltar la alarma de incendios.
A la luz de la cristalera que actuaba como puerta de salida, aquellos cuerpos parecían formar un cuadro, digno de Waterhouse o Evelyn de Morgan.
Sí. Lo que yo hacía era arte.
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