Un café.
Ha salido el sol. Al fin es de día. Veo cómo las personas van despertando de una en una, desperezándose y creyendo que son madrugadores cuando los pájaros llevan despiertos varias horas ya.
Dos cafés.
Es hora de desayunar. Mis entumecidos huesos crujen y se resienten cada vez que me muevo. El sabor dulce de la comida inunda mi boca, haciendo que mi saliva fluya más de lo normal.
Tres cafés.
La chimenea está encendida y llena de calor el salón, donde me tumbo a ver la tele. No hay nada interesante, pero es divertido ver como la élite del país se grita como si fuese un gallinero.
Cuatro cafés.
Hay que comer. El estómago no ruge, pero es norma comer a ésta hora. Las iluminadas frases de Lisa Simpson contrastan con las estupideces de su padre en el salón. La comida me llena mucho más que el desayuno y me siento pesado.
Cinco cafés.
Leamos algo. Tengo muchos libros interesantes en la estantería, pero no sé cuál elegir. Quizá ésta vez algo de poesía no me venga mal. Siempre es divertido leer en verso.
Seis cafés.
Merendaría, pero no tengo hambre. Dedicaré la tarde a picotear. Enciendo el ordenador, y su ruido inunda la sala. Pronto la música se mezcla con el ruido, y mi amigo Syd Barrett ameniza la tarde.
Siete cafés.
Hora de cenar. Siempre viene bien una comida ligera por la noche. Una ensalada me refrescará y me llenará poco. Además, están muy ricas.
Ocho cafés.
Veamos la teleserie del prime time. Como siempre, tópicos de los guiones américanos absurdamente llevados a terreno español, formando un caos estúpido y sin razón.
Nueve cafés.
Volvamos al ordenador. Vídeos de Pink Floyd, textos, arte, entretenimiento... todo canalizado a través de plástico y fibra de carbono. Las tecnologías avanzan que es una barbaridad.
Diez cafés.
Vaya. Ha vuelto a amanecer...
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