Hubiera preferido el silencio. La tranquilidad eterna de una mente callada, sin palabras. Una de esas mentes que solamente cuchichea con tranquilidad, incluso con miedo, no vaya a molestar al vecino de arriba. Hubiera preferido eso y mucho menos, pero no lo tuvo.
Porque cuando su mente decidió que importaba, empezó a hablar. A gritar. A cantar. Cada día eran millones de fanfarrias, baladas y valquirias cabalgando, todas sonando a la vez al mayor volumen que podían. Pensando "y que le den por saco al vecino de arriba". Al fin y al cabo, ¿qué más daba? Quizá aquellos pensamientos se habían dado cuenta de que no había tal vecino. Ni ese ni el de abajo. Ni el de al lado. Que estaban solos por completo en el edificio. Qué digo, en la ciudad.
Y cuando su mente se dio cuenta de que estaba sola, empezaron las películas. Y las escenas. Viejos vaqueros disparando mientras las geishas se maquillaban, dejando espacio para que millones de personajes grises y apáticos narraran su vida con una voz desgastada y rota por whisky y humo. Todos a la vez, como una gran cabalgata de personajes absurdos correteando por sus neuronas, al son de antiguas fanfarrias y baladas y valquirias que cabalgan. Todo notas disonantes compitiendo unas con otras. Imágenes sin contexto luchando por ser más importantes.
Todo color, ruido, movimiento.
Demasiado para olvidarlo.
Demasiado para apuntarlo.
-¿Alguna idea de la causa de la muerte, doctor?
-Ninguna. ¿Qué saben de él?
-Nada en absoluto. Corrió calle abajo gritando palabras que nadie entendía. Y así, sin previo aviso, se desplomó sobre la acera.
-Estas cosas pasan, supongo.
-Sí. Estas cosas pasan...
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