Desde el borde todo se ve pequeño. El viento de las alturas hace que me mueva de lado a lado. Diríase que estoy en un barco, intentando mantener el equilibrio ante los embates de la marea. A mi lado veo colgar una bandera de nuestra amada patria. Aquella para la que trabajamos y a la que tanto adoramos. Esa patria protectora, perfecta e idealizada que nos alimenta y, poco a poco, se ha convertido en nuestra madre.
Veo pasear a todo el mundo, todos ajenos a las maquinaciones de los que intentan convencernos de que la patria es nuestra, de que el poder es nuestro. Noto cómo mi cabeza bulle sólo de pensar en ellos. Mi cerebro aún no lo ha asimilado.
Imagino ventanas pasando hacia arriba frente a mis ojos, a toda velocidad. Apenas puedo ver lo que hay dentro de ellas. Un hombre viola a una mujer en la mesa, un padre patea los estómagos de sus hijos, una esposa adúltera recibe a su invitado, un chico se inyecta una sustancia que no logro identificar...
Mi imaginación me traslada a todas las habitaciones que he visto. Imagino que todos serán personas con una vida de lo más normal. Esa clase de persona que ves en la calle, feliz y sonriente, o de camino al trabajo y con determinación, buscando un ascenso. O quizás vayan al bar, a ver si pueden olvidar la rutina que, en el fondo, les atrapa.
Y poco tardo en volver a la realidad. Un avión pasa no muy por encima de mi. En él sé que hay un montón de marionetas preocupadas por mantener una fachada despreocupada. Toda una paradoja del día a día.
Vuelvo a mirar abajo. Ahora, en plena hora punta, los coches se amontonan por la carretera y los peatones corretean como hormigas trabajadoras, buscando ganarse un pan que les pertenece ya por derecho.
Desde aquí veo el horizonte, por primera vez en mi vida. Es algo precioso. Nunca lo hubiera podido imaginar, cómo cielo y tierra se funden en un beso eterno, mire a donde mire.
Es un bonito recuerdo de despedida.
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