Observa el puerto en un banco de madera. Humo de aprendiz de dragón escapando de las comisuras de sus labios. De sus fosas nasales. Abajo, la calle abarrotada. A su espalda, ruidos de copas y risas. Flirteos que escapan a frases manidas, guiños que se ocultan bajo una falsa capa de complicidad. Deseos irreprimibles, insaciables, primarios de la compañía más básica y sencilla. Del contacto cálido de otro cuerpo humano.
Lo observa con el ferviente deseo de que todo desaparezca. Desea una gran explosión. Desea el fin del mundo. Y cierra los ojos con las imágenes del fuego y los gritos bullendo en su interior. Después, la nada. El silencio. La desolación. ¿De qué sirve un cráter humeante?
Sonríe para sus adentros y llora para los demás. Todo con tal de dejar escapar su alma y pretender que puede reír mientras le miran.
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