"Ah, el odio por lo que escribió uno mismo", dijo aquella voz, profunda, irresistible, indestructible. "El odio por aquello que habéis de llamar vuestras palabras. Algunos las ocultáis como diálogos. Las escondéis entre voces de otras personas, otros personajes, otros seres o entes que ni siquiera son reales. Sabéis, tan bien como vuestros lectores, que no es así. Que sois vosotros los que decidís y pensáis cada una de esas palabras, cada cual de dichas letras. Sois vosotros los que decidís cada fonema, cada actitud y cada pensamiento. Cada frase, cada sintaxis, cada devaneo y soliloquio. Sois quienes domináis todo y no sabéis nada, porque a veces vuestros personajes escapan a vuestra comprensión. A veces no sabéis qué dirán al día siguiente, qué sílabas escaparán sus labios al próximo segundo. A veces, en ocasiones, os veis perdidos ante la genialidad o torpeza de sus propias habladurías."
Miré hacia él, sorprendido, incapaz de reaccionar. Lo miré como se mira a la nada, como se mira a la inexistencia, como uno supondría que se observa un agujero negro.
"Tranquilo, amigo", continuó. "Conservaré tu secreto. Sabré más que nadie qué has querido decir. Qué no has podido decir. Qué se ha quedado en el tintero y qué has pretendido que manche las páginas de mente ajena. Tranquilo, amigo mío. Yo siempre seré más diario que Roma entera. Yo siempre seré más bitácora que todos tus cuadernos."
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