"No me enterréis en la pradera", dijo Jim, con aquella voz quebrada. Lo sé porque estaba yo allí. Estaba con él, y con el resto de la cuadrilla. Todos mirando su cuerpo, ensangrentado y tendido sobre la hierba, en un atardecer que se antojaba eterno. "No me enterréis aquí... por favor, llevadme a casa. A la iglesia. A donde mi madre pueda llorar mi muerte".
Vi al viejo Abe derramar un par de lágrimas. Por primera vez en mi vida. Claro, por aquel momento todos estábamos ya deshechos en llanto. El pequeño Jim. El jovencito que sólo quería aventuras. Nunca había hecho daño a nadie, y eso ya era mucho más de lo que nosotros podíamos decir. Y, sin embargo, en aquella persecución, sólo le habían dado a él. Más de veinte revólveres vacíos contra nosotros cinco, y sólo le habían dado a él.
"Estoy viendo a Mathilda... la recuerdo, y me duele", continuó el pequeño. Su sed de aventura había sido su perdición, y, muy en el fondo, todos sabíamos que no era justo que nuestra sed de riqueza no hubiera acabado con nuestras vidas antes que con la suya. "La veo, como si me esperara al otro lado de la oscuridad... Dios, chicos, tengo miedo... mucho miedo"
Aquellas palabras fueron silenciadas por el Colt del flaco Holiday. Me lancé como un chacal sobre aquel tísico hijo de puta. Había matado a Jim, y eso me enfurecía. Sabía que era algo necesario. Que debía acabar con su sufrimiento, con su miedo. Sin embargo, hacerlo así era propio de un cerdo sin corazón. ¿En eso nos habíamos convertido?
Incapaces de ir de vuelta a ninguna ciudad, y con la noche cayendo sobre nosotros, ignoramos su ruego. Ignoramos las últimas palabras de Jim.
Lo enterramos junto al roble, en la pradera.
Donde los coyotes aúllan.
Y el viento sopla libre.
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