Enciende la luz y mira por la ventana. Su rostro es venerable, anciano. Parece que polvo de un millón de años se cuele en sus arrugas cada noche. Su pelo blanco se aleja poco a poco de las sienes, huyendo de la juventud. Quiere morir.
Sus gestos son lentos, torcidos. Sus músculos son finos, débiles y temblorosos. Y si sus manos sirven para la mitad de cosas de las que podían hacer en buenos tiempos, puede dar gracia. Sus caricias languidecen y su sonrisa se apaga.
¿Y si sus piernas aún lo sostuvieran? Ahora están muertas, inútiles, sobre una silla de ruedas. Ya no correrá, ya no caminará. Lo que llega al suelo, en el suelo se queda, pues es inalcanzable para él. Las hojas de papel son tesoros olvidados en tierra de nadie. Nunca sabrá lo que cuentan: su vista ya no se lo dice. Las letras son borrosas, y las palabras, viejas y oxidadas. No sabe cómo evocarlas, no sabe cómo nacen ni cómo mueren. No sabe dónde los puntos caen, ni dónde las comas se arrastran.
Y, mirando al amanecer, muere. Muere.
... Duerme.
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