El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.

viernes, 6 de febrero de 2009

Nos dan la bienvenida - Capítulo 2

Los pasillos del edificio casi me resultaban aterradores, aunque era una sensación agradable. Vacíos, carentes de la vida propia de un instituto a rebosar de juventud, me ofrecían extrañas visiones de lo hermosos que podrían ser como escenario de una matanza. En ellos, la juventud brillaba por su ausencia. Mentes llenas de imaginación se hallaban ahora aprendiendo métodos para canalizarla y, en cierto modo, reprimirla.
De alguna extraña forma, sentía pena por ellos. A mí siempre me habían dicho que mi exagerada imaginación resultaba mi mayor problema, y ahora ahí me encontraba yo. Era el depredador, y ellos la presa. Pobres chiquillos.
Por quien no sentía lástima era por sus profesores. Pastores crueles, encargados de convertir a los muchachos en ovejas. Encargados de darles esquemas y, por tanto, de limitarlos. Estaba seguro de que esas serían mis más merecidas víctimas.
Desde pequeño, siempre había odiado a la autoridad, a su imagen y a toda forma de ejercerla. No era de extrañar que ahora quisiera acabar con ella (al menos simbólicamente)
Mientras cavilaba profundamente sobre mi pasado, fui cerrando todas las salidas habidas y por haber en la planta baja del instituto: tapié puertas, ventanas, agujeros de ventilación… de todo. Nadie podría salir vivo y, viendo que la amenaza no era más que un muchacho con unos cuantos cuchillos, preferirían quedarse a saltar por las ventanas.
Una vez terminado mi trabajo, me dirigí al despacho del director para cortar la electricidad y las líneas de comunicación puesto que, por fuerte que una persona sea, no puede contra las balas de la policía.
Allí me topé con el director: un hombre de buen porte, alto y fuerte, que había envejecido con elegancia. Lucía un impoluto peinado corto y unas gafas de estudio que reflejaron la luz de la ventana cuando alzó los ojos, impidiéndome ver sus ojos. Aquél hecho me molestó, pues acostumbraba a ver los ojos de mis víctimas mientras acababa con sus vidas. Adoraba sumirme en aquellos insondables pozos llenos de emociones, que, en aquellos momentos previos a sus muertes, dejaban salir el temor a la luz de forma perceptible.
Extrañado, me preguntó algo que no oí. No sentía ninguna necesidad de matarlo si no podía ver el terror de sus ojos mientras le mataba, por lo que le ignoré y me dediqué a dejar aislado el instituto. Cuando el director se recuperó de su shock, hizo lo más estúpido que se le podía haber ocurrido.
Se levantó y se dirigió a mí, gritándome como si estuviera sordo (y, en cierto modo, lo estaba, pues mis oídos eran sordos a sus palabras, y a las de casi cualquier otro). Me sujetó por los brazos y me miró. Entonces pude ver sus ojos tras los cristales de sus gafas. Eran unos ojos claros, cansados por la edad, cuyas pupilas se difuminaban casi imperceptiblemente. Estaban dilatados por una mezcla de miedo, curiosidad y rabia.
Estaba seguro de poder acabar con la rabia y la curiosidad con un simple movimiento.
Lancé mi cuchillo hacia su pecho con un movimiento rápido y certero, y el director cayó de rodillas, aferrándose con desesperación a mi camisa, perdiendo las fuerzas por momentos.
Durante unos deliciosos instantes, sus gemidos se hicieron ligeramente audibles. Escuchaba con total excitación los estertores agónicos del pobre hombre, mientras sus manos perdían las fuerzas y se deslizaban sobre mí casi intangiblemente. Vi cómo su cuerpo caía al suelo, finalmente inerte, y me incliné a ver sus ojos. Ya no quedaba ni rastro de su curiosidad ni de su rabia. Tan sólo un terror insoportable, más grande que todos los terrores del mundo: el miedo a la muerte que se sufre inmutablemente, creas lo que creas que hay después de ella.
Sí. Ciertamente, era otra víctima más.

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