Tiene un hermoso y largo cabello negro como el azabache. Debajo de él, su rostro blanco e impoluto me observa con unos ojos marrones, expresivos y abiertos, con una inocencia increíble.
Su sonrisa alegre me devuelve a la vida y me mata cada vez que me la dedica. Sus palabras me dan más fuerza y me empujan a la debilidad cuando las oigo. Siento un nerviosismo incontenible y una tranquilidad excesiva cuando me toca. Su olor emborrona mis sentidos, al tiempo que me permite percibirlo todo nítidamente, más que nunca.
Adoro cómo se mueve, de qué manera me sonríe al verme a lo lejos, cómo camina y cómo se sienta, cómo se levanta, cómo intenta recoger sus cosas de donde las ha dejado y se encuentra con ellas en mi mano, cómo me mira agradecida y me dedica su sonrisa de nuevo cada vez que la ayudo, cómo ríe, cómo llora, cómo se enfada...
Adoro todo lo que la rodea, y todo lo que hay dentro de ella, todo lo que es ella, y todo lo que la hace ser ella. La adoro a ella, y a nadie más.
Adoro pensar que cada día va a estar allí, para hablar con ella y permitirme oír su voz una vez más.
Odio pensar que debo dejarla, separarme de ella... odio pensar que algún día morirá, odio pensar que no me quiere... y aún odio más saber a ciencia cierta que quiere a otro... de cualquier forma, no consigo verlo como un impedimento para profesarle a ella, y sólo a ella, todo mi amor.
'¿Es una droga?'
No. Es algo peor... estoy enamorado.
'¿Quién es ella?'
No lo sé... o no quiero saberlo.
"La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida. La razón principal es que la literatura escoge y la vida no" - Pío Baroja
El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.
martes, 20 de enero de 2009
lunes, 19 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 10: Demencia
Oí el sonido del que me advirtió Gabriel, que no eran sino pasos en la escalera. Allí estaba ella. Tan aparentemente pura como el primer día, tan perfecta, tan blanca, tan pulcra y hermosa como nadie y, a la vez, como el mundo entero.
Mi rabia se dejó ver entonces, empujándome hacia ella. Al carecer de razón alguna para tranquilizarme y quedarme quieto, hubo de ser Gabriel quien me sujetó. Ella reía, divertida por el espectáculo de un hombre que se debatía por matarla, y todo siguió así hasta que noté los cambios. Mis brazos se hinchaban, y mi respiración se hacía más profunda. Mis sentidos se dilataron de forma extraña, haciéndome ver de manera borrosa, pero permitiéndome oírlo y olerlo todo con extraña y desconcertante nitidez. Gabriel me soltó, estupefacto, y ella debió de ver algo en mis ojos que la hizo dejar de reírse, pues, cuando me acerqué, ella había retrocedido y me enseñaba los dientes, extrañamente afilados.
-¿Qué me pasa?-murmuré para mis adentros, desconcertado.
Ella vio su oportunidad y atacó, con la fuerza de varios hombres. Me alzó sobre sí misma y me lanzó a través de una ventana. Rodé por las frías y oscuras calles de lo que parecía un pueblo del extrarradio londinense. Al verla saltar sobre mí, rodé a un lado para esquivarla, aterrizando ella en el suelo.
-Stephan, perdóname-decía ella con un gesto lejos de pretender mi perdón.
Ni siquiera recordaba llamarme así en esos momentos: sólo sabía que debía matarla, por lo que abrí la boca y me lancé gritando contra ella. Mis manos aferraron su cuello y, si bien pegar a una mujer no es caballeroso, ella se lo merecía... o al menos eso es lo que yo pensaba.
Una ardua pelea sin palabras continuó a eso. Pude oír la voz de Gabriel desde todos los lugares, diciéndome por dónde venían los ataques, a dónde debía golpear... y todo ésto continuó hasta que los dos, ensangrentados y heridos de muerte, caímos, tiñendo las nieves del Invierno.
Fue entonces cuando atisbé en su rostro la humanidad y bondad que en su día viera, y cuando éstas palabras me resultaron sinceras:
-Perdóname, Stephan...
Vi cómo ella moría, cómo su vida se encharcaba en el suelo, y cómo ésta vez sus ojos sí que estaban tristes por todo lo que me había hecho.
Me retorcí para abrazarla y atraerla hacia mí, y la besé.
-Te perdono, Sophie...-dije yo.
Vino a mi mente los momentos que pasé en la celda. La misteriosa Stephanie, que me salvó de la locura, mis vagabundeos por las calles de Londres, Gabriel... como si ella pudiera leer mi mente, me miró comprensiva, antes de hablarme:
-Puedo explicártelo todo. Supe desde siempre que eras un licántropo. Naciste así, y no había nada que hacer. Yo siempre he tenido grandes contactos, e intenté evitar que acabaras contigo mismo. Si hubieras caído antes en la locura, ahora mismo te habrían sacrificado. Tienes que entenderme: te encerré en aquella celda con Stephanie, pues era la única que había dominado esa enfermedad. Ella también era como tú, y le pedí que te protegiera de ti mismo... luego, al ver cómo enloquecías desmayado en las calles, te traje a mi casa, y pedí que te curaran, pero fue tarde...
-¿Por qué me hiciste todo eso en el pasado?
-Soy una vampiresa. En aquellos días era una recién convertida, y mi sed de poder no tenía límites. Fue mi maestro quien me hizo volver a la buena senda. La leyenda de los hombres lobo y los vampiros no es más que eso: nosotros tratamos de controlaros.
Todo aquello parecía salido de una imaginación desbocada. Apenas me entendía a mí mismo, mientras noté como ella moría entre mis brazos. Sus gráciles formas se deslizaron hasta caer separadas de mí, que ya no podía moverme.
-Espera... ¿qué ha sido de Gabriel?-pregunté débilmente.
-¿Qué... qué Gabriel?-dijo ella.
Gabriel, como al fin comprendí, también era producto de mi demencia. Aquello hizo que la realidad me golpeara fuerte: jamás había tenido un verdadero amigo. Aislarme hizo que los demás se aislaran de mí, y ahora lo lamentaba. La nieve me parecía ahora más fría, mientras las últimas gotas de sangre se deslizaban desde mis heridas.
Mientras caía hacia la eternidad, una figura borrosa caminaba hacia mí. Debía de ser la Parca...
Mi rabia se dejó ver entonces, empujándome hacia ella. Al carecer de razón alguna para tranquilizarme y quedarme quieto, hubo de ser Gabriel quien me sujetó. Ella reía, divertida por el espectáculo de un hombre que se debatía por matarla, y todo siguió así hasta que noté los cambios. Mis brazos se hinchaban, y mi respiración se hacía más profunda. Mis sentidos se dilataron de forma extraña, haciéndome ver de manera borrosa, pero permitiéndome oírlo y olerlo todo con extraña y desconcertante nitidez. Gabriel me soltó, estupefacto, y ella debió de ver algo en mis ojos que la hizo dejar de reírse, pues, cuando me acerqué, ella había retrocedido y me enseñaba los dientes, extrañamente afilados.
-¿Qué me pasa?-murmuré para mis adentros, desconcertado.
Ella vio su oportunidad y atacó, con la fuerza de varios hombres. Me alzó sobre sí misma y me lanzó a través de una ventana. Rodé por las frías y oscuras calles de lo que parecía un pueblo del extrarradio londinense. Al verla saltar sobre mí, rodé a un lado para esquivarla, aterrizando ella en el suelo.
-Stephan, perdóname-decía ella con un gesto lejos de pretender mi perdón.
Ni siquiera recordaba llamarme así en esos momentos: sólo sabía que debía matarla, por lo que abrí la boca y me lancé gritando contra ella. Mis manos aferraron su cuello y, si bien pegar a una mujer no es caballeroso, ella se lo merecía... o al menos eso es lo que yo pensaba.
Una ardua pelea sin palabras continuó a eso. Pude oír la voz de Gabriel desde todos los lugares, diciéndome por dónde venían los ataques, a dónde debía golpear... y todo ésto continuó hasta que los dos, ensangrentados y heridos de muerte, caímos, tiñendo las nieves del Invierno.
Fue entonces cuando atisbé en su rostro la humanidad y bondad que en su día viera, y cuando éstas palabras me resultaron sinceras:
-Perdóname, Stephan...
Vi cómo ella moría, cómo su vida se encharcaba en el suelo, y cómo ésta vez sus ojos sí que estaban tristes por todo lo que me había hecho.
Me retorcí para abrazarla y atraerla hacia mí, y la besé.
-Te perdono, Sophie...-dije yo.
Vino a mi mente los momentos que pasé en la celda. La misteriosa Stephanie, que me salvó de la locura, mis vagabundeos por las calles de Londres, Gabriel... como si ella pudiera leer mi mente, me miró comprensiva, antes de hablarme:
-Puedo explicártelo todo. Supe desde siempre que eras un licántropo. Naciste así, y no había nada que hacer. Yo siempre he tenido grandes contactos, e intenté evitar que acabaras contigo mismo. Si hubieras caído antes en la locura, ahora mismo te habrían sacrificado. Tienes que entenderme: te encerré en aquella celda con Stephanie, pues era la única que había dominado esa enfermedad. Ella también era como tú, y le pedí que te protegiera de ti mismo... luego, al ver cómo enloquecías desmayado en las calles, te traje a mi casa, y pedí que te curaran, pero fue tarde...
-¿Por qué me hiciste todo eso en el pasado?
-Soy una vampiresa. En aquellos días era una recién convertida, y mi sed de poder no tenía límites. Fue mi maestro quien me hizo volver a la buena senda. La leyenda de los hombres lobo y los vampiros no es más que eso: nosotros tratamos de controlaros.
Todo aquello parecía salido de una imaginación desbocada. Apenas me entendía a mí mismo, mientras noté como ella moría entre mis brazos. Sus gráciles formas se deslizaron hasta caer separadas de mí, que ya no podía moverme.
-Espera... ¿qué ha sido de Gabriel?-pregunté débilmente.
-¿Qué... qué Gabriel?-dijo ella.
Gabriel, como al fin comprendí, también era producto de mi demencia. Aquello hizo que la realidad me golpeara fuerte: jamás había tenido un verdadero amigo. Aislarme hizo que los demás se aislaran de mí, y ahora lo lamentaba. La nieve me parecía ahora más fría, mientras las últimas gotas de sangre se deslizaban desde mis heridas.
Mientras caía hacia la eternidad, una figura borrosa caminaba hacia mí. Debía de ser la Parca...
miércoles, 14 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 9: Gabriel
-¿Qué quieres decir?-ella parecía incapaz de articular ninguna palabra. Tenía en su rostro pintada una máscara de terror que parecía imposible de soportar.
Lentamente, se deslizó hacia el borde de la puerta y rozó la manilla con la mano.
-¡Espera!-dije yo precipitadamente, esperando que respondiera a mi pregunta.
Eso hizo que se asustara y saliera de la habitación precipitadamente. Extrañado, me quedé mirando a la puerta cerrada mientras amanecía.
Varios minutos más tarde logré salir de mi estupefacción y levantarme de la cama. La cicatriz del hombro era ahora un vago recuerdo de dolor, y en absoluto me impedía moverme... era increíble lo rápido que se había curado.
-Vaya, tu herida cura inusualmente rápido...
Me di la vuelta rápidamente. No parecía haber nadie en la habitación, pero había oído aquellas palabras nítidamente. Estaba seguro de que no lo había imaginado. Seguí mirando cada rincón de la habitación con detenimiento hasta que me fijé en una esquina oscura, cercana a un armario ropero. Allí, en una hamaca, se sentaba un hombre anciano, pero de cuerpo fuerte. Vestía unos harapos que le cubrían lo justo y necesario, y no parecían abrigar mucho.
Alcé la lámpara de aceite de la mesita para verlo mejor. El hombre me sonreía afablemente, con un gesto que apenas me permitía recelar de tan extraña situación.
-¿Quién eres?¿Cómo has entrado?-balbuceé con dificultad.
El anciano rió con ganas y me volvió a mirar, poniéndose en pie y caminando hacia mí.
-Me llamo Gabriel, y llevo todo el rato aquí-dijo, aún sonriente-. Mi amiga ha sido toda una maleducada, dejándote aquí a solas, ¿no crees?
-Bueno, estás tú... ¿o no?
-Sí, sí que estoy, eso es cierto-repuso.
Me alcanzó algunas ropas del armario y me acompañó al salón de la casa. Parecía la casa de un burgués acomodado, y seguramente eso era. El arte escaseaba increíblemente para ser una casa de la aristocracia, y el hecho de que hubiera mobiliario y habitaciones separabas descartaban que la casa perteneciera a un campesino. Gabriel me invitó a sentarme y él hizo lo propio.
-¿A qué se refería ella con 'eres uno de ellos'?-pregunté, ansioso por saciar mi curiosidad.
-Bueno... recuerdas haber sido mordido por un lobo, ¿no?
Asentí.
-Bien. Verás, por ésta zona, corre la leyenda urbana de una pandemia mítica... algo así como la licantropía. Se dice que un animal representativo aparece en los sueños de uno, y éste se autolesiona con una profunda herida, como si el animal le hubiera mordido. Luego, los afectados se despiertan aparentemente bien... casi incluso mejor que antes: más rápidos, más fuertes, más inteligentes... pero, cuando cae la noche y les ilumina la Luna, parecen no reaccionar de modo... normal.
-¿Se convierten en lobos humanoides?-reí.
Me estaba dando cuenta de que seguíamos hablando en tercera persona, cuando (al menos yo), sabíamos perfectamente que eso era lo que me estaba pasando a mí... aunque fuera algo más bien poco creíble.
-No... realmente es algo más... psicológico. Parecen perder todo rastro de humanidad, se vuelven como locos, salvajes, incapaces de comunicarse ni de pensar en otra cosa que no sea comer. Y, por supuesto, les encanta...
-Espera un momento-le interrumpí-como en los antiguos mitos, ¿aquí también hay vampiros?
-Debes entender que es una farsa, un mito... no te está pasando ni te pasará eso, porque no es verdad. Es una falacia, ¿entiendes?
-Sí-asentí lentamente-. Lo siento, creo que me dejé llevar.
De pronto, Gabriel se sobresaltó y se puso en pie.
-Creo que he oído algo.
Lentamente, se deslizó hacia el borde de la puerta y rozó la manilla con la mano.
-¡Espera!-dije yo precipitadamente, esperando que respondiera a mi pregunta.
Eso hizo que se asustara y saliera de la habitación precipitadamente. Extrañado, me quedé mirando a la puerta cerrada mientras amanecía.
Varios minutos más tarde logré salir de mi estupefacción y levantarme de la cama. La cicatriz del hombro era ahora un vago recuerdo de dolor, y en absoluto me impedía moverme... era increíble lo rápido que se había curado.
-Vaya, tu herida cura inusualmente rápido...
Me di la vuelta rápidamente. No parecía haber nadie en la habitación, pero había oído aquellas palabras nítidamente. Estaba seguro de que no lo había imaginado. Seguí mirando cada rincón de la habitación con detenimiento hasta que me fijé en una esquina oscura, cercana a un armario ropero. Allí, en una hamaca, se sentaba un hombre anciano, pero de cuerpo fuerte. Vestía unos harapos que le cubrían lo justo y necesario, y no parecían abrigar mucho.
Alcé la lámpara de aceite de la mesita para verlo mejor. El hombre me sonreía afablemente, con un gesto que apenas me permitía recelar de tan extraña situación.
-¿Quién eres?¿Cómo has entrado?-balbuceé con dificultad.
El anciano rió con ganas y me volvió a mirar, poniéndose en pie y caminando hacia mí.
-Me llamo Gabriel, y llevo todo el rato aquí-dijo, aún sonriente-. Mi amiga ha sido toda una maleducada, dejándote aquí a solas, ¿no crees?
-Bueno, estás tú... ¿o no?
-Sí, sí que estoy, eso es cierto-repuso.
Me alcanzó algunas ropas del armario y me acompañó al salón de la casa. Parecía la casa de un burgués acomodado, y seguramente eso era. El arte escaseaba increíblemente para ser una casa de la aristocracia, y el hecho de que hubiera mobiliario y habitaciones separabas descartaban que la casa perteneciera a un campesino. Gabriel me invitó a sentarme y él hizo lo propio.
-¿A qué se refería ella con 'eres uno de ellos'?-pregunté, ansioso por saciar mi curiosidad.
-Bueno... recuerdas haber sido mordido por un lobo, ¿no?
Asentí.
-Bien. Verás, por ésta zona, corre la leyenda urbana de una pandemia mítica... algo así como la licantropía. Se dice que un animal representativo aparece en los sueños de uno, y éste se autolesiona con una profunda herida, como si el animal le hubiera mordido. Luego, los afectados se despiertan aparentemente bien... casi incluso mejor que antes: más rápidos, más fuertes, más inteligentes... pero, cuando cae la noche y les ilumina la Luna, parecen no reaccionar de modo... normal.
-¿Se convierten en lobos humanoides?-reí.
Me estaba dando cuenta de que seguíamos hablando en tercera persona, cuando (al menos yo), sabíamos perfectamente que eso era lo que me estaba pasando a mí... aunque fuera algo más bien poco creíble.
-No... realmente es algo más... psicológico. Parecen perder todo rastro de humanidad, se vuelven como locos, salvajes, incapaces de comunicarse ni de pensar en otra cosa que no sea comer. Y, por supuesto, les encanta...
-Espera un momento-le interrumpí-como en los antiguos mitos, ¿aquí también hay vampiros?
-Debes entender que es una farsa, un mito... no te está pasando ni te pasará eso, porque no es verdad. Es una falacia, ¿entiendes?
-Sí-asentí lentamente-. Lo siento, creo que me dejé llevar.
De pronto, Gabriel se sobresaltó y se puso en pie.
-Creo que he oído algo.
miércoles, 7 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 8: Despertar
Mis ojos se abrieron a la deslumbrante luz de una habitación. Una lámpara de aceite servía muy bien a su propósito desde la mesilla de noche situada junto a mi cama. A los pies de la misma, una simple silla se alzaba apoyada en el suelo.
Y, cómo no, sobre la silla había alguien. Con gesto extenuado, lo que parecía una mujer (a juzgar por las manos que cubrían su rostro, que eran lo único que alcanzaba a ver) se sentaba sobre la silla. Parecía haber estado velándome durante mi sueño.
Intenté incorporarme, pero un tirón en el hombro me detuvo. No pude evitar soltar un gritito ahogado por el dolor que me pilló desprevenido, lo cual hizo que la mujer alzara su rostro de entre las manos.
-Al fin te has despertado-dijo-. No intentes moverte... tienes una mordedura bastante profunda en el hombro.
¿Una mordedura? aquello no me cuadraba. Lo último que recordaba era caerme inconsciente sobre las irregulares calles empedradas de Londres. Luego, todo había sido un sueño... ¿o no? Miré mi hombro retorciéndome para evitar el dolor y vi dónde estaba la cicatriz: una costra irregular se extendía sobre el lugar donde el lobo de mi sueño me había mordido. Bueno, era una mordedura a punto de cicatrizar.
-Es extraño-continuó mi compañera-. Cuando te encontré, la herida estaba abierta (incluso se te veía el hueso), pero no sangrabas lo más mínimo... ¿qué fue lo que te mordió?
-Un lobo...-murmuré más para mí que para ella-. Un lobo bajo la luna llena...
Como si hubiese dicho algo incoherente, como si estuviese loco, o como si padeciera la peste negra, ella se apartó. Se levantó precipitadamente, volcando la silla sobre el suelo, y retrocedió tres pasos hasta toparse con la puerta.
No comprendí lo que estaba pasando entonces, pero algo me trajo a la realidad, a la mágica y supersticiosa realidad de nuestro mundo, en el que los mitos de ahora eran un hecho tan cierto como el aire que respiramos o el agua que bebemos.
-Eres uno de ellos-dijo la mujer.
Y, cómo no, sobre la silla había alguien. Con gesto extenuado, lo que parecía una mujer (a juzgar por las manos que cubrían su rostro, que eran lo único que alcanzaba a ver) se sentaba sobre la silla. Parecía haber estado velándome durante mi sueño.
Intenté incorporarme, pero un tirón en el hombro me detuvo. No pude evitar soltar un gritito ahogado por el dolor que me pilló desprevenido, lo cual hizo que la mujer alzara su rostro de entre las manos.
-Al fin te has despertado-dijo-. No intentes moverte... tienes una mordedura bastante profunda en el hombro.
¿Una mordedura? aquello no me cuadraba. Lo último que recordaba era caerme inconsciente sobre las irregulares calles empedradas de Londres. Luego, todo había sido un sueño... ¿o no? Miré mi hombro retorciéndome para evitar el dolor y vi dónde estaba la cicatriz: una costra irregular se extendía sobre el lugar donde el lobo de mi sueño me había mordido. Bueno, era una mordedura a punto de cicatrizar.
-Es extraño-continuó mi compañera-. Cuando te encontré, la herida estaba abierta (incluso se te veía el hueso), pero no sangrabas lo más mínimo... ¿qué fue lo que te mordió?
-Un lobo...-murmuré más para mí que para ella-. Un lobo bajo la luna llena...
Como si hubiese dicho algo incoherente, como si estuviese loco, o como si padeciera la peste negra, ella se apartó. Se levantó precipitadamente, volcando la silla sobre el suelo, y retrocedió tres pasos hasta toparse con la puerta.
No comprendí lo que estaba pasando entonces, pero algo me trajo a la realidad, a la mágica y supersticiosa realidad de nuestro mundo, en el que los mitos de ahora eran un hecho tan cierto como el aire que respiramos o el agua que bebemos.
-Eres uno de ellos-dijo la mujer.
sábado, 3 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 7: Sueño
Me veía a mi mismo pasear por una verde pradera que parecía no tener fin. Era capaz de ver mi cuerpo desde el exterior, viéndome caminar con soltura y despreocupación. No sabía qué estaba haciendo, ni por qué... ni siquiera sabía si era yo quien lo hacía; pero sabía que era yo en quien estaban centrados mis ojos.
La pradera se deslizaba bajo mis pies, tornándose casi imperceptiblemente en un oscuro matorral sin fin, y más tarde en un sombrío bosque.
Veía cómo las retorcidas sombras de la mortecina vegetación bloqueaban la luz del exterior, dando a mi figura oscuros contornos para nada fieles a la realidad; mientras el Sol desaparecía y daba paso libre a una gran luna llena. El aullido de un lobo se dejó oir entonces, infundiendo miedo en mi mente, y en mi cuerpo un rato después.
Vi cómo, presa del pánico, comenzaba a correr por el bosque desesperadamente. Los aullidos del lobo se sucedían uno tras otro sin descanso, cada vez más cercanos. Me sentía frágil y débil de nuevo, incapaz de respirar, incapaz de que aquél cuerpo aparte me obedeciera y buscara la salida de aquél lugar de muerte.
Vi cómo el lobo corría de forma grácil y veloz detrás de mí. Su sonrisa, mostrando todos y cada uno de sus colmillos, parecía refutar el hecho de que mi fin estaba ahí.
De pronto, mi cuerpo se detuvo y se encaró al lobo. Vi cómo abría los brazos, y los dejaba extendidos a sus lados.
Mi rostro, empapado de lágrimas y sangre procedente de los arañazos que me habían causado las ramas de los árboles, tenía una expresión entre triste, cansada y decidida.
Sabía por qué estaba triste: era por el final de todo a cuanto tenía apego: el aire, la lluvia sobre mi rostro, la libertad...
Sabía de qué estaba cansado: justamente de todo aquello que me negaba a abandonar, y que me había acompañado toda mi vida.
Pero, ante todo, sabía una cosa: que estaba decidido totalmente a acabar finalmente: a terminar mi vida. A, al fin, dejarme llevar.
El lobo se acercaba más a cada segundo, cuando al fin volví en mi. Vi cómo sus fauces se abrían y se cerraban en un último aullido, y luego vi cómo saltaba sobre mí.
Fui derribado, y finalmente sentí sus dientes atravesando mi carne entre el flujo de sangre que escapaba, como símbolo de mi alma, de la herida.
Con esa imagen quemando mi mente, me desperté exhausto y sudoroso.
La pradera se deslizaba bajo mis pies, tornándose casi imperceptiblemente en un oscuro matorral sin fin, y más tarde en un sombrío bosque.
Veía cómo las retorcidas sombras de la mortecina vegetación bloqueaban la luz del exterior, dando a mi figura oscuros contornos para nada fieles a la realidad; mientras el Sol desaparecía y daba paso libre a una gran luna llena. El aullido de un lobo se dejó oir entonces, infundiendo miedo en mi mente, y en mi cuerpo un rato después.
Vi cómo, presa del pánico, comenzaba a correr por el bosque desesperadamente. Los aullidos del lobo se sucedían uno tras otro sin descanso, cada vez más cercanos. Me sentía frágil y débil de nuevo, incapaz de respirar, incapaz de que aquél cuerpo aparte me obedeciera y buscara la salida de aquél lugar de muerte.
Vi cómo el lobo corría de forma grácil y veloz detrás de mí. Su sonrisa, mostrando todos y cada uno de sus colmillos, parecía refutar el hecho de que mi fin estaba ahí.
De pronto, mi cuerpo se detuvo y se encaró al lobo. Vi cómo abría los brazos, y los dejaba extendidos a sus lados.
Mi rostro, empapado de lágrimas y sangre procedente de los arañazos que me habían causado las ramas de los árboles, tenía una expresión entre triste, cansada y decidida.
Sabía por qué estaba triste: era por el final de todo a cuanto tenía apego: el aire, la lluvia sobre mi rostro, la libertad...
Sabía de qué estaba cansado: justamente de todo aquello que me negaba a abandonar, y que me había acompañado toda mi vida.
Pero, ante todo, sabía una cosa: que estaba decidido totalmente a acabar finalmente: a terminar mi vida. A, al fin, dejarme llevar.
El lobo se acercaba más a cada segundo, cuando al fin volví en mi. Vi cómo sus fauces se abrían y se cerraban en un último aullido, y luego vi cómo saltaba sobre mí.
Fui derribado, y finalmente sentí sus dientes atravesando mi carne entre el flujo de sangre que escapaba, como símbolo de mi alma, de la herida.
Con esa imagen quemando mi mente, me desperté exhausto y sudoroso.
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