No es la clase de persona a la que le prepararán una despedida lacrimógena. Nadie lo echará de menos cuando se vaya, ni buscarán demostrar lo mucho que lo quisieron. Es mejor así, en realidad: sabe que no habrá hipocresía. Que sus errores no se convertirán en detalles sin importancia, ahogados por el tinte rosa de lo hermoso que fue su andar. Sabe que a nadie le importará porque lleva años dominando el arte de ir por la vida sin hacer mucho ruido.
No sabe si lo hace por miedo, o por desconfianza. No sabe si lo hace porque no sabe hacer otra cosa, pero se ha convertido en el hombre invisible, y eso a veces pesa. A veces, cuando termina de beber y se va a casa dando tumbos, sin haberse despedido de nadie en realidad, lo piensa. A veces le enfada, a veces le entristece ser de una importancia e impacto tan ínfimos en los corazones de los demás. Pero solo a veces. Solo a veces se deja llevar por ese egoísmo que le caracteriza, esa locura de pisar o ser pisado. La paranoia mezclada en su justa medida con la necesidad de atención.
¿Y el resto de las veces? El resto de las veces recuerda que siempre tuvo sus razones para buscar el anonimato. Que dedicarse al arte y querer ser invisible es una contradicción, pero que el contradecirse, refutarse, negarse a sí mismo es una marca de la casa. ¿Quién quiere una despedida a lo grande, al fin y al cabo? Se autoconvence de que él no. Que esas gazmoñerías, esas cursiladas, no son para él. Que prefiere vestir la sonrisa de un payaso triste, y admitir de una vez por todas que, en el fondo, es un lobo solitario jugando a ser cordero. O un pretencioso jugando a ser bufón.
Y, al final, queda la pregunta: ¿cuál de estas dos verdades es la más honesta? ¿Cuál es la máscara, y cuál la enmascarada? Supongo que es difícil saberlo, o que son preguntas que siempre van a quedar sin respuesta. Al final, lo único que importa es que se deje caer sobre el colchón y se desmaye en la cama. Se deje llevar a la nada, a sabiendas de que lo único que le hará levantarse por la mañana es dibujar, escribir y cantar febrilmente, como si le fuesen tan necesarios como respirar. Cuando se despida, espera que quede alguna gota de agua salada a su paso. Pero no demasiadas, que la cosa no está para derroches.
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