La sacristía era una pequeña sala. El Padre Ortiz vivía de forma sencilla, entre una cama, estanterías llenas de libros y un escritorio. Apenas un poco de luz que entraba por la ventana. Me invitó a sentarme mientras él preparaba café para ambos. La mejor forma de empezar la mañana, dijo, y sonrió con desgana, como siempre me habían dicho que hacía. Sonrió como aquel que cree que ninguna alegría merece ya la pena.
Cuando volvió lo vi por primera vez como quien era. Demacrado y cansado, absorto en el desorden de su hogar, descorazonado y macilento. Parecía que poco quedaba de la leyenda, si tal se podía considerar, de la que me habían hablado en el seminario. Nunca entendí bien del todo por qué era así. Por qué había terminado así. Siempre había sido un genio. El más inteligente de los pastores de nuestra fe. O eso habíamos creído todos. Quizá no era tan inteligente, o puede que la inteligencia de la que me hablaron fuese su maldición. Que no merezca la pena dejar luchar a la fe con la razón, pues a la larga puede que no gane quien nosotros deseemos que gane.
"¿Qué te trae por aquí, hijo mío?" Su hablar cadencioso se mezclaba con movimientos que parecían calculados al milímetro. Todo se reorganizaba a su paso. Sus manos acariciaban los libros, los colocaban y recolocaban hasta que ningún lomo sobresalía de entre los demás. Hasta que solo los títulos hablaban sobre los libros, y no quedaba pista de cuál era el último que el Padre Ortiz había consultado.
"Me recomendaron hablar con usted allá en el seminario. Dijeron que siempre tenía respuestas a todas las dudas."
"Oh, siempre las tuve. Respuestas, quiero decir. Tuve la suerte de la fe inquebrantable por mucho tiempo. Esa fe que contesta a toda pregunta, y siempre lo hace con la seguridad que otorga el creer, mas no saber, que uno está en el camino correcto. Es Dios quien nos hablaba, quien nos decía qué desvíos seguir, hacia qué puesta de sol avanzar, qué horizonte perseguir. Mas no dejó de ser Dios quien nos dio la espalda. No dejó de ser Él quien nos dio la fe ciega, pero también la capacidad de cuestionarla."
"No lo entiendo, Padre."
"Nadie lo entiende. En nuestro oficio no hay que entender tanto como creer, hijo mío. En nuestro oficio yo soy tu Padre y tú eres mi hijo. En nuestra fe el más cercano a Dios es más patriarca que el más cercano a nosotros. ¿Sabes por qué? Porque necesitamos palabras nacidas de la razón para explicar aquello que es ajeno a ella. Necesitamos esa figura de autoridad que justifica nuestro camino."
Tosió y volvió a pasearse por la sala, taza en mano, asegurándose de que todo estaba en su lugar. Metódicamente, pero con una mirada perdida. Una mirada que se rompía y quebraba ante el caos que la rodeaba. Que brillaba en lágrimas amargas a la vez que lo hacía en océanos dulces. Una mirada que se me quedó grabada en la mente, entre fe y razón. La mirada partida de quien no sabe dónde está, ni a dónde va. De quien creía estar seguro pero no lo está.
"Dios nos prepara para la fe ciega. Nos prepara para la creencia absoluta, y eso pide de nosotros: carencia de toda duda. Sin embargo, no entiende ni quiere entender nuestra naturaleza. No ve el dolor que nos causa renegar de esta mente cimentada sobre la duda. Sobre la curiosidad. Necesita de nosotros que abandonemos la razón y nos entreguemos a la fe."
"Eso es bueno, ¿no?", dijo un ingenuo yo. Un joven que se creyó anciano. Un bebé sabio.
El Padre Ortiz, por toda respuesta, sonrió y agachó la cabeza. O más bien se la agacharon los años, la humildad que se había cargado sobre sus hombros y ahora encorvaba su figura, acercándolo al suelo de la realidad, alejándolo del Cielo de la fe. Y es que con la edad vienen las dudas, y la sabiduría verdadera no se aprende en los libros, no se aprende en las clases. No se aprende en latín, si no en castellano.
"Llevo más de treinta años en esta iglesia, hijo mío", suspiró, como si cada año, al mencionarlo, se le clavase en el corazón en forma de clavo de Cristo. "Por estas paredes, estos bancos, pasaron la Guerra Civil y la Segunda Gran Guerra. Por aquí pasaron soldados ensangrentados a rendir culto a un Cristo ensangrentado. Un culto abierto, un culto de sangre. Un culto falsario crecido sobre el abono de los muertos. Pasaron hombres buenos convertidos en bestias. En el patio, entre los abedules, cayó una bomba en mil novecientos treinta y nueve. De las últimas de la guerra. No era de los republicanos. Era de los rebeldes. Cayó en falso y quedó clavada como una espina en la Tierra. Un golpe desde el mismo Cielo a la Tierra maldita, como queriendo clavarse en las entrañas del Infierno. Queriendo atravesar el mundo a través de la Casa del Señor. ¿Sabes qué dijeron todos cuando no explotó? Que era un milagro. Que Dios nos protegía, que la religión estaba del lado de los rebeldes. Del lado de gente que mataba. Nunca creí que la fe pudiese estar abrazada a la muerte. A la sangre. Creí que Cristo había derramado ya suficiente sangre por todos nosotros, suficiente para que Dios nos perdonara. Luego, cuando la bomba se quedó ahí durante años, cuando estuvo al acecho, clavada en el patio, entre los abedules, creí que nuestros pecados no habían sido perdonados. Soñé con penitencias, con dolor, con infiernos infinitos. No sirvió de nada: el mundo ha pasado siglos matándose a sí mismo, ha creído en el dolor desde mucho antes de que le llegase la Palabra de Dios. Nuestra fe no cambió nada, y siendo así, ¿cómo podemos creer en algo que no ha cambiado nada?"
Estaba boquiabierto. Aquello era inconcebible, dudar así de lo que nos habían enseñado desde pequeños. De lo que debíamos creer, de lo que debíamos saber sin duda alguna. Todo el mundo sabía que quienes renegaban de la Fe Verdadera morían, y eran juzgados y enviados al Infierno. Y sin embargo, ahí estaba el Padre Ortiz: un hombre bueno. Uno al que nadie había pervertido, pero que por sí mismo había dado la espalda a nuestra Iglesia. Al menos, sonaba como si lo hubiese hecho.
Sin mediar palabra, se estremeció y fue a la estantería: un lomo sobresalía, y nadie lo hubiera visto de no ser con los ojos del Padre, atado como estaba a la perfección de aquella pequeña sacristía en mitad de la nada, en un pueblo perdido en una España estremecida, abierta en canal. Y afuera, mientras el hombre con quien hablaba paseaba por su humilde hogar, la primavera avanzaba.