Mientras ellos hablaban, yo seguía tumbado sobre la mesa. No tenía alternativa, pues estaba totalmente atado a ella. Inútilmente, intenté librarme de mi prisión, a lo que siguió un determinado tono de alarma en sus voces.
Intenté también abrir los ojos, pero mi dolor fue enorme, pues mis párpados se hallaban cosidos, incapaces de separarse. Lo mismo pasaba con mis labios, que fui incapaz de despegar.
Hallándome incapacitado totalmente, decidí escuchar, pues quizá pudiese sacar algo en claro de la conversación de quienes quiera que se hallaran en la habitación.
-Se nos ha ido de las manos completamente-decía la voz aterrada y horrorizada de un muchacho. De su manera de hablar deducí que era inglés, pues su acento era excesivamente característico, además de sus modales.
-No ha sido culpa de nuestra nación, eso seguro-contestó otro, algo mayor. Su acento parecía ruso, o al menos de Europa del Este.
-Tranquilos, caballeros-intervino un tercero-inútil es ahora saber qué país empezó todo ésto.
Éste tercero, cosa que me sorprendió, parecía oriental. No sabría decir si chino o japonés, pero estaba seguro de que pertenecía al extremo oriente.
Un circo de voces siguió a aquéllo. Pude distinguir españoles, italianos, griegos, africanos, americanos... todo se volvió confuso, hasta que una voz potente se elevó sobre las otras. Sibilina y terrible, como un presagio de muerte, e incluso sin ningún tipo de acento. En todo momento parecía tener el mismo tono, sin alterarse por nada, cuando dijo:
-La solución está clara: sacrifiquémoslo.
Me revolví como pude, pues sabía que se referían a mí, pero todo fue inútil. Pronto pude sentir el acero frío que, paradójicamente, quemaba mis entrañas, y creaba una llama de dolor en mi pecho. Supe que aquél era el fin y, con un intento de sonrisa, me di cuenta de algo.
Todas las naciones se habían puesto de acuerdo para crear un monstruo, y para destruirlo; pero jamás lo harían para crear algo bueno y armonioso.
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