La gente de los coches parece cansada, agotada, perdida. Aislada del mundo que existe más allá de los confines de su ventanilla. Como si todo el aire de su burbuja de aislamiento se extinguiera, se llevase su alma a una dimensión paralela, inaccesible, inefable. Como si su casa sobre cuatro ruedas se alimentase de sonrisas para moverse por la ciudad.
La gente de los coches, en definitiva, no pierde un minuto, y a la vez pierden horas, días, semanas enteras. Llegan siempre a tiempo, o a veces incluso antes de su momento. A veces se sientan en el mismo coche, frente al volante, fumando con expresión ausente. Y uno, al pasar junto a ellos, tan cerca pero tan lejos, no puede evitar cuestionarse qué piensan. Qué hay tras esos ojos vacíos, tras esa mirada triste y perdida que deja entrever el peso de toda una ciudad sobre sus hombros.
La gente de los coches está abatida, aplastada por el peso de una vida que no eligieron. De una casa que no es la que quieren. De unos hijos repelentes que no quieren mirar a la cara. De un marido o una mujer que es en realidad la mitad de una esposa. Una esposa atada a la muñeca, más y más apretada cada día que pasa, hasta que al final no se la pueden quitar. Al final es tan parte de ellos como esa alma que han perdido en su casa que no quieren, en sus hijos que detestan. En esa prisión de cuatro ruedas con asientos de cuero y dolby surround.
La gente de los coches tiene el cenicero lleno de colillas.
La gente de los coches tiene una guantera sin guantes, cinturones de inseguridad y una bolsa de aire que les asfixia. Tienen todo y no tienen nada. Tienen deudas, pagos pendientes, dinero perdido. Tienen un alma vacía por culpa de tantas y tantas necesidades. Tantas y tantas responsabilidades.
La gente de los coches lo es todo, y no es nada.
No salgas a por tabaco cuando haya caído la noche.
Corres el peligro de encontrarte a la gente de los coches.