Caminando bajo la lluvia, vino su mente a pensar en todo y todos. Aquella chica que paseaba a su perro, preciosa. Aquel hombre que fumaba en la parada del bus, impaciente. Aquellos coches que rugían en la calle, exasperantes. El ruido le hacía difícil pensar. Le mareaba y levantaba migrañas. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo huir de aquellas calles ruidosas de ciudad, si no había ningún camino alternativo? Hubiera preferido sin dudarlo refugiarse en la tranquilidad del pueblo, alejarse de la carretera y vagabundear entre los árboles.
Hacía mucho que no veía un ciervo. Una ardilla. Un jabalí. Hacía mucho que no veía el mundo tal como realmente es: que solamente veía un vestido de cemento, a veces ceñido, a veces holgado, extendido sobre donde pisaban sus zapatos. Habían convertido al mundo en un ser humano más. Uno enorme, infinito en apariencia pero finito en sus formas.
Se sentó. Lió y fumó, mirando a uno de esos pequeños parques, donde los árboles se exhiben tristes para acallar las conciencias de nuestro salvaje interior. Como un zoo en pausa. Como un parque natural para animales sin músculo, sin vida aparente pero vivos a fin de cuentas. Más vivos, curiosamente, parecían los coches al otro lado de la acera. Y, le pese a quien le pese, estaban muertos. Vacíos. Llenos con cáscaras de humano, cada vez con menos alma.
Y la noche caía en el tramo de vuelta a casa. Las farolas se encendían como estrellas de pega. Los focos de los coches pasaban y cegaban. El cigarrillo ya estaba en el suelo, en cualquier charco, sabe Dios donde. Y el cielo, que tantas noches había mirado por su ventana, estaba hoy mudo, silencioso, en un plano color naranja que emanaba de millones de luces de mentira. Era mejor retirarse a morir lejos de todo.