"El enemigo sonríe, entre apacible y severo, sentado en una poltrona acolchada. No es joven, no puede serlo. El enemigo tiene mil veranos con sus inviernos. Mil veranos en los que se ha dado a subir a la poltrona. Al trono del que, dice, no bajará."
Ante los ojos del asombrado muchacho, en la opaca negrura de una noche sin luna, se enciende una débil llama, mientras La Voz, cansada y ronca, como un susurro lleno de alcohol, sigue hablando.
"En el trono, el enemigo se siente seguro. Ajeno a lo que hay bajo sus pies. Ajeno a muerte, ajeno a dolor. Y observa su reino con ojos vidriosos, incansable, para que ningún extranjero ose entrar. Ante ellos, del desfiladero de su nariz aguileña, cuelga al borde de la muerte un par de anteojos pequeños, redondos y añejos."
Entre los susurros devotos de La Voz, el muchacho recibe la cerilla en que la llama baila, consumiéndola despacio, sin parar. Ahora, el chico ve sus propios dedos, a los que se acerca el fuego. Pero no debe soltar la llama. No debe. Así es el rito y así debe ser.
"Su cabeza brilla. El pelo del enemigo, el poco que queda, se ha vuelto blanco y ha dejado a la vista la mitad de su desnudo cráneo. Su labio superior, en cambio, que antaño era limpio, ahora es abitado por un sucio, espeso bigote. El enemigo, por noches de conciencia, tiene unas abultadas ojeras que cuelgan de sus párpados como sacos de carne muerta. Viste, haga frío o calor, ropa de lana y cuellos altos. No llora. Sus lágrimas se secaron años atrás."
El chico se quema y deja caer la cerilla, que se apaga. La noche vuelve a su oscuridad natural, y los ojos del joven se ciegan. Todo es azabache, carbón y hulla. La Voz se ha callado, y ahora sólo se oye el arrollo cercano correr, ajeno al ritual. Durante minutos, el muchacho siente que su corazón se para, y que ahora la sangre en sus venas es hielo puro. Rojo y espeso, pero hielo. Un escalofrío le recorre la espalda cuando una mano se posa sobre su hombro, y La Voz le habla al oído.
"¿Quién ha de morir?"