Huía. Huía como huyen los conejos de los perros de presa. Me acordé de Frank, mi pequeño amigo de la infancia, y de cómo con sus bigotes temblorosos me saludaba todos los días. Sentía pena por lo que supuse que habían pasado sus padres.
Me escondí raudo y veloz en las calles de un pueblecito perdido entre los bosques. Pequeñas cabañas de madera y paja que simplemente estaban allí. Ninguna tenía una historia. En ninguna había sucedido una catástrofe, ni en ninguna había salido adelante una familia de esas que llaman la atención de los medios. En niguna había nacido un Edgar Allan Poe, ni un Rick Danko. No. Las casas de aquél lugar llamaban la atención de uno por otra razón. Era algo que no podías ver, ni oir, ni tan siquiera tocar. Era como sentirse en casa. Pero no en el hogar, con tu familia, ni en un lugar en el que lleves toda tu vida, sino realmente en casa. Podías sentirte cómodo incluso aunque pasaras las horas de pie. Podías amar aquél lugar sin siquiera esta allí. Simplemente, sabías que era tu hogar. Sin necesitar nada más, podías estar dispuesto a morir por aquellas cabañas.
Y lentamente, olvidé lo que me perseguía. Olvidé todo.
Y me sumergí en aquellas calles.
Y volví a casa.