Y te levantas del sofá, tu mirada aún fija en el televisor. Desearías saber qué es lo que desencadena tu reacción, pero no encuentras nada. Simplemente, lo has hecho, y te preocupa el no saber por qué. Aún como un autómata, diriges tus pasos y tu vista hacia la ventana. El holgado pijama que llevas baila y susurra alrededor de tu cuerpo, y tus pies descalzos se estremecen sobre el frío suelo.
Llegas tras una eternidad ante la ventana, donde la luz diurna ciega tus ojos. ¿Qué esperas encontrar ahí?¿Acaso lo sabes? En la calle sólo hay decenas de personas, anónimas, cuyos rostros no son más que óvalos difusos flotando entre la multitud. Y sin embargo, algo falla. Hay en esa bulliciosa escena algo que desentona. Desentona, y te inquieta. Los nervios se apoderan de tu cuerpo, que se sacude sin control. No puedes apartar los ojos de la calle multitudinaria. Debes saber qué es lo que desentona. Lo necesitas.
Entre lágrimas que no comprendes, con tus pies apuñalados por el frío, tus ojos se posan, impacientes, sobre cada objeto, cada óvalo difuso. Y al fin comprendes. Al fin lo entiendes todo, y dejas de llorar. Esa persona que no se mueve, y que te mira a través de la ventana. Allí, junto a la farola. Deja a todo el mundo pasar, como si fuera de otro mundo, y no deja de clavar sus ojos en ti.
Está ahí. Impávida, impertérrita, imperturbable. No sabes lo que sientes, pero piensas...
-inconcluso-
"La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida. La razón principal es que la literatura escoge y la vida no" - Pío Baroja
El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
jueves, 3 de diciembre de 2009
Hermosas otrora, marchitas ahora
De las que otrora fueran hermosas,
ahora flores marchitas,
y pronto polvo entre las rosas;
no quedará sino la memoria bendita.
Ellas, que sueñan con el pasado,
que añoran su propia sonrisa;
a quienes mal el tiempo ha tratado,
sollozan ahora y buscan con prisa.
Buscan, buscan lo que todo ser
buscan amar, buscan querer.
Temen morir, morir solas
Y ser polvo entre las olas.
ahora flores marchitas,
y pronto polvo entre las rosas;
no quedará sino la memoria bendita.
Ellas, que sueñan con el pasado,
que añoran su propia sonrisa;
a quienes mal el tiempo ha tratado,
sollozan ahora y buscan con prisa.
Buscan, buscan lo que todo ser
buscan amar, buscan querer.
Temen morir, morir solas
Y ser polvo entre las olas.
jueves, 26 de noviembre de 2009
Metamorfosis
Él camina por la calle, pulcramente trajeado. Vive su vida como el más respetable de todos los hombres sobre la faz de la Tierra, sus amigos le adoran, las mujeres suspiran por él.
Ella es adorablemente sumisa.
Él hace amigos nuevos todos los días. Asciende en su trabajo como un ávido depredador, pero no se le odia por eso. Sus subordinados le admiran, sus superiores quieren ser como él. Todo el mundo le idolatra. Incluso la señora de la limpieza.
Ella es buena y obediente.
Él la lleva a cenar, a pasear y al cine. Se divierten juntos y se adoran el uno al otro. Se miran con los ojos chispeantes y el mundo gira, pero no para ellos. Sólo para los demás. Y sin embargo, ¿qué importan los demás? se tienen el uno al otro. Eso es lo que importa.
Él tan solo es un poco huraño en casa. Es comprensible: se pasa el día trabajando como un descosido para que a su mujer no le falte de nada. Y ella se lo agradece.
Él grita, él se enfada muy de vez en cuando. ¿Quién no tiene un desliz?
Él se enfurece más día tras día. Es normal: está atrapado en la rutina.
Él la pega, le destroza la cara a su mujer por mirar a otro hombre.
Ella llora, pero cree que se lo merece.
Él la odia. Él la destroza.
Ella huye. Ella vuelve a su propia vida.
Él se niega a eso.
Él acaba con ella.
Ella es adorablemente sumisa.
Él hace amigos nuevos todos los días. Asciende en su trabajo como un ávido depredador, pero no se le odia por eso. Sus subordinados le admiran, sus superiores quieren ser como él. Todo el mundo le idolatra. Incluso la señora de la limpieza.
Ella es buena y obediente.
Él la lleva a cenar, a pasear y al cine. Se divierten juntos y se adoran el uno al otro. Se miran con los ojos chispeantes y el mundo gira, pero no para ellos. Sólo para los demás. Y sin embargo, ¿qué importan los demás? se tienen el uno al otro. Eso es lo que importa.
Él tan solo es un poco huraño en casa. Es comprensible: se pasa el día trabajando como un descosido para que a su mujer no le falte de nada. Y ella se lo agradece.
Él grita, él se enfada muy de vez en cuando. ¿Quién no tiene un desliz?
Él se enfurece más día tras día. Es normal: está atrapado en la rutina.
Él la pega, le destroza la cara a su mujer por mirar a otro hombre.
Ella llora, pero cree que se lo merece.
Él la odia. Él la destroza.
Ella huye. Ella vuelve a su propia vida.
Él se niega a eso.
Él acaba con ella.
martes, 10 de noviembre de 2009
Una vez fui libre
Una vez fui libre, cuando buscaba con mis amigos los vagabundos aquél Dharma que tan ajeno nos era. Entre el budismo y la filosofía hippie, viviámos más felices que nadie, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad; polizones eternos de un tren inacabable.
No teníamos dinero. ¿Para qué? Nos bastábamos para conseguir lo que fuera. Tampoco teníamos hogar. No queríamos anclas.
Nuestra ropa se deshacía sobre nosotros, hasta que lográbamos robar alguna camisa o algo de tela para tejérnosla solos. En nuestras mochilas, ajadas por la edad, se guardaban mil historias. Sexo, amor, amistad, momentos preciosos... aún recuerdo todas las puestas de sol que, junto a mí, sobre las colinas, presenció aquella bolsa que llevaba a mis hombros.
También recuerdo cómo pocas mujeres se resistían a los encantos de un excéntrico pero, de alguna forma, atractivo grupo de seres sin casa ni hogar. Frecuentábamos cualquier local en el que pudiéramos pasar un rato al abrigo de cuatro paredes.
Simplemente, todo aquello era caótico, pero acogedor. Saltar de raíl en raíl, de posada en posada, de burdel en burdel, o de esquina sucia en esquina sucia... lo que fuera con tal de recobrar energías y seguir en el camino.
Sí. Una vez fui libre, y feliz.
No teníamos dinero. ¿Para qué? Nos bastábamos para conseguir lo que fuera. Tampoco teníamos hogar. No queríamos anclas.
Nuestra ropa se deshacía sobre nosotros, hasta que lográbamos robar alguna camisa o algo de tela para tejérnosla solos. En nuestras mochilas, ajadas por la edad, se guardaban mil historias. Sexo, amor, amistad, momentos preciosos... aún recuerdo todas las puestas de sol que, junto a mí, sobre las colinas, presenció aquella bolsa que llevaba a mis hombros.
También recuerdo cómo pocas mujeres se resistían a los encantos de un excéntrico pero, de alguna forma, atractivo grupo de seres sin casa ni hogar. Frecuentábamos cualquier local en el que pudiéramos pasar un rato al abrigo de cuatro paredes.
Simplemente, todo aquello era caótico, pero acogedor. Saltar de raíl en raíl, de posada en posada, de burdel en burdel, o de esquina sucia en esquina sucia... lo que fuera con tal de recobrar energías y seguir en el camino.
Sí. Una vez fui libre, y feliz.
lunes, 26 de octubre de 2009
El Reducto - Capítulo 2
¿Había sido aquello un sueño?
Aquél lugar fantástico, tan perfecto y maravilloso, que había visitado la noche anterior... era simplemente increíble.
Mientras pensaba en ello, caminaba ausente por las calles de la ciudad. Mis ojeras, visibles desde muy lejos, delataban que la experiencia en "El Reducto" (que era como yo había decidido llamar a aquél intrigante lugar) había sido agotadora.
Era temprano y me dirigía a la biblioteca. Quizás allí pudiera encontrar algo referente a eso.
Siempre estaba la posibilidad de que hubiese sido sólo un sueño, pero... había sido tan real... había visto criaturas sin nombre, había vivido mil aventuras, y había rescatado a mil princesas. Todo ello en mi casa, en una noche frenética que nunca olvidaré.
Veía, como una especie de iluminado, cómo la gente caminaba absorta por las calles, existiendo apenas para esquivar a los demás transeuntes, como los muertos vivientes de las películas de serie B que veía mi hermano pequeño. Era grotescamente horrible. Un esperpento infinito.
Y al fin llegué a la biblioteca, que se alzaba, noble, entre las casas viejas y ruinosas del barrio. Poca gente era la que entraba en ella, pero algo debía haber dentro, pues me fijé en que tardaban mucho tiempo en salir. Supongo que el olor de los libros es más atrapante que el de un buen café.
Adentréme entonces, sin ningún miedo, en aquel imperio, en aquél último reducto del saber. Los muebles, de maderas nobles. Los libros, tomos antiguos que tomaban polvo en la estantería. Lo único que estaba fuera de lugar era la bibliotecaria, una chica joven y bien parecida, pero que por lo demás no resaltaría mucho entre cualquier masa de personas.
Me lancé raudo y veloz a buscar libros de fantasía, mientras sentía, como dos dagas, los ojos de la chica clavados en mi espalda. Busqué y busqué durante horas, en mil tomos de mil autores, antiguos como ninguno, pero poniendo un lítmite en mi frenesí para evitar dañar ninguno.
Uno de los libros, en concreto, me cautivó de un modo que nunca hubiese esperado, sobretodo por su título:
El reducto.
Aquél lugar fantástico, tan perfecto y maravilloso, que había visitado la noche anterior... era simplemente increíble.
Mientras pensaba en ello, caminaba ausente por las calles de la ciudad. Mis ojeras, visibles desde muy lejos, delataban que la experiencia en "El Reducto" (que era como yo había decidido llamar a aquél intrigante lugar) había sido agotadora.
Era temprano y me dirigía a la biblioteca. Quizás allí pudiera encontrar algo referente a eso.
Siempre estaba la posibilidad de que hubiese sido sólo un sueño, pero... había sido tan real... había visto criaturas sin nombre, había vivido mil aventuras, y había rescatado a mil princesas. Todo ello en mi casa, en una noche frenética que nunca olvidaré.
Veía, como una especie de iluminado, cómo la gente caminaba absorta por las calles, existiendo apenas para esquivar a los demás transeuntes, como los muertos vivientes de las películas de serie B que veía mi hermano pequeño. Era grotescamente horrible. Un esperpento infinito.
Y al fin llegué a la biblioteca, que se alzaba, noble, entre las casas viejas y ruinosas del barrio. Poca gente era la que entraba en ella, pero algo debía haber dentro, pues me fijé en que tardaban mucho tiempo en salir. Supongo que el olor de los libros es más atrapante que el de un buen café.
Adentréme entonces, sin ningún miedo, en aquel imperio, en aquél último reducto del saber. Los muebles, de maderas nobles. Los libros, tomos antiguos que tomaban polvo en la estantería. Lo único que estaba fuera de lugar era la bibliotecaria, una chica joven y bien parecida, pero que por lo demás no resaltaría mucho entre cualquier masa de personas.
Me lancé raudo y veloz a buscar libros de fantasía, mientras sentía, como dos dagas, los ojos de la chica clavados en mi espalda. Busqué y busqué durante horas, en mil tomos de mil autores, antiguos como ninguno, pero poniendo un lítmite en mi frenesí para evitar dañar ninguno.
Uno de los libros, en concreto, me cautivó de un modo que nunca hubiese esperado, sobretodo por su título:
El reducto.
sábado, 24 de octubre de 2009
Su otra mitad
Llueve.
Las gotas, finas como agujas, penetran en mi torso, a través de la destrozada y vieja camisa. Me queda grande, y no es más que un harapo, pero siempre me ha gustado llevarla.
Bajo hasta la acera y camino por ella, junto al rugir de los motores de la carretera. Es de noche, y las luces, que pasan de lado a lado, me incomodan.
Para cuando llego a la gasolinera, me duelen las piernas. Estoy horriblemente mojado y mis pies, carentes de zapatos, están sangrando. Pero he llegado, y es lo que importa.
Unos minutos más tarde aparece (con retraso, como siempre), el autobús.
Lo domina un hombre ya entrado en años, con cara de no sentir nada por nadie. Supongo que tanto tiempo viendo pasajeros pasar frente a él le han insensibilizado. Ni siquiera le conmueve la cara destrozada, espejo de un alma rota, de la que hacemos gala los que estamos en ésta parada.
Mientras arranca el autobús, camino a trompicones por el pasillo. El conductor pone un mal gesto al ver mis huellas de sangre en su flamante vehículo, pero no puede hacer nada. He pagado el billete y le he dado una buena propina.
Me siento junto a una chica. Tiene el pelo negro y su cara, pálida, triste, parece igual que la de quienes comparten mi parada (pues es mía y sólo mía). No obstante, tiene un matiz que no alcanzo a descifrar, como si sufriera por lo mismo que nosotros, pero de una forma distinta.
"¿Qué te pasa?" pregunto. "Tienes muy mala cara... ¿estás bien?"
No contesta hasta pasado un buen rato, que deja pasar mirándome a los ojos, como tratando de descifrarlos.
"Estoy buscando algo"
"¿Tan importante es?"
"Es la mitad de lo que soy, y al mismo tiempo es algo que nunca he visto"
"Es curioso... creo que en ésta parada, todos buscamos lo mismo"
"Ah, ¿sí?" pregunta ella, curiosa. "¿Y qué parada es?"
La poca luz que atraviesa las ventanas la inunda a ella y sólo a ella. Hace resplandecer su cetrina piel, y brillar sus pequeños ojos claros. Hace brotar extrañas luces de su oscuro cabello y me permite vislumbrarla.
"La de la Calle de la Desolación", pienso para mis adentros. Suena mucho más estúpido de lo que pensaba, así que me limito a rehuir su mirada.
Ella ríe con un sonido sincero, como si supiera lo que estoy pensando y por qué parezco avergonzado. No está nerviosa, y ya no atisbo lo que antes veía en su cara, esa enorme desesperación y ansia por encontrar algo que no sabía lo que era.
"Creo que te he encontrado", me dice, acercando sus labios a los míos.
Las gotas, finas como agujas, penetran en mi torso, a través de la destrozada y vieja camisa. Me queda grande, y no es más que un harapo, pero siempre me ha gustado llevarla.
Bajo hasta la acera y camino por ella, junto al rugir de los motores de la carretera. Es de noche, y las luces, que pasan de lado a lado, me incomodan.
Para cuando llego a la gasolinera, me duelen las piernas. Estoy horriblemente mojado y mis pies, carentes de zapatos, están sangrando. Pero he llegado, y es lo que importa.
Unos minutos más tarde aparece (con retraso, como siempre), el autobús.
Lo domina un hombre ya entrado en años, con cara de no sentir nada por nadie. Supongo que tanto tiempo viendo pasajeros pasar frente a él le han insensibilizado. Ni siquiera le conmueve la cara destrozada, espejo de un alma rota, de la que hacemos gala los que estamos en ésta parada.
Mientras arranca el autobús, camino a trompicones por el pasillo. El conductor pone un mal gesto al ver mis huellas de sangre en su flamante vehículo, pero no puede hacer nada. He pagado el billete y le he dado una buena propina.
Me siento junto a una chica. Tiene el pelo negro y su cara, pálida, triste, parece igual que la de quienes comparten mi parada (pues es mía y sólo mía). No obstante, tiene un matiz que no alcanzo a descifrar, como si sufriera por lo mismo que nosotros, pero de una forma distinta.
"¿Qué te pasa?" pregunto. "Tienes muy mala cara... ¿estás bien?"
No contesta hasta pasado un buen rato, que deja pasar mirándome a los ojos, como tratando de descifrarlos.
"Estoy buscando algo"
"¿Tan importante es?"
"Es la mitad de lo que soy, y al mismo tiempo es algo que nunca he visto"
"Es curioso... creo que en ésta parada, todos buscamos lo mismo"
"Ah, ¿sí?" pregunta ella, curiosa. "¿Y qué parada es?"
La poca luz que atraviesa las ventanas la inunda a ella y sólo a ella. Hace resplandecer su cetrina piel, y brillar sus pequeños ojos claros. Hace brotar extrañas luces de su oscuro cabello y me permite vislumbrarla.
"La de la Calle de la Desolación", pienso para mis adentros. Suena mucho más estúpido de lo que pensaba, así que me limito a rehuir su mirada.
Ella ríe con un sonido sincero, como si supiera lo que estoy pensando y por qué parezco avergonzado. No está nerviosa, y ya no atisbo lo que antes veía en su cara, esa enorme desesperación y ansia por encontrar algo que no sabía lo que era.
"Creo que te he encontrado", me dice, acercando sus labios a los míos.
Horizonte
Desde el borde todo se ve pequeño. El viento de las alturas hace que me mueva de lado a lado. Diríase que estoy en un barco, intentando mantener el equilibrio ante los embates de la marea. A mi lado veo colgar una bandera de nuestra amada patria. Aquella para la que trabajamos y a la que tanto adoramos. Esa patria protectora, perfecta e idealizada que nos alimenta y, poco a poco, se ha convertido en nuestra madre.
Veo pasear a todo el mundo, todos ajenos a las maquinaciones de los que intentan convencernos de que la patria es nuestra, de que el poder es nuestro. Noto cómo mi cabeza bulle sólo de pensar en ellos. Mi cerebro aún no lo ha asimilado.
Imagino ventanas pasando hacia arriba frente a mis ojos, a toda velocidad. Apenas puedo ver lo que hay dentro de ellas. Un hombre viola a una mujer en la mesa, un padre patea los estómagos de sus hijos, una esposa adúltera recibe a su invitado, un chico se inyecta una sustancia que no logro identificar...
Mi imaginación me traslada a todas las habitaciones que he visto. Imagino que todos serán personas con una vida de lo más normal. Esa clase de persona que ves en la calle, feliz y sonriente, o de camino al trabajo y con determinación, buscando un ascenso. O quizás vayan al bar, a ver si pueden olvidar la rutina que, en el fondo, les atrapa.
Y poco tardo en volver a la realidad. Un avión pasa no muy por encima de mi. En él sé que hay un montón de marionetas preocupadas por mantener una fachada despreocupada. Toda una paradoja del día a día.
Vuelvo a mirar abajo. Ahora, en plena hora punta, los coches se amontonan por la carretera y los peatones corretean como hormigas trabajadoras, buscando ganarse un pan que les pertenece ya por derecho.
Desde aquí veo el horizonte, por primera vez en mi vida. Es algo precioso. Nunca lo hubiera podido imaginar, cómo cielo y tierra se funden en un beso eterno, mire a donde mire.
Es un bonito recuerdo de despedida.
Veo pasear a todo el mundo, todos ajenos a las maquinaciones de los que intentan convencernos de que la patria es nuestra, de que el poder es nuestro. Noto cómo mi cabeza bulle sólo de pensar en ellos. Mi cerebro aún no lo ha asimilado.
Imagino ventanas pasando hacia arriba frente a mis ojos, a toda velocidad. Apenas puedo ver lo que hay dentro de ellas. Un hombre viola a una mujer en la mesa, un padre patea los estómagos de sus hijos, una esposa adúltera recibe a su invitado, un chico se inyecta una sustancia que no logro identificar...
Mi imaginación me traslada a todas las habitaciones que he visto. Imagino que todos serán personas con una vida de lo más normal. Esa clase de persona que ves en la calle, feliz y sonriente, o de camino al trabajo y con determinación, buscando un ascenso. O quizás vayan al bar, a ver si pueden olvidar la rutina que, en el fondo, les atrapa.
Y poco tardo en volver a la realidad. Un avión pasa no muy por encima de mi. En él sé que hay un montón de marionetas preocupadas por mantener una fachada despreocupada. Toda una paradoja del día a día.
Vuelvo a mirar abajo. Ahora, en plena hora punta, los coches se amontonan por la carretera y los peatones corretean como hormigas trabajadoras, buscando ganarse un pan que les pertenece ya por derecho.
Desde aquí veo el horizonte, por primera vez en mi vida. Es algo precioso. Nunca lo hubiera podido imaginar, cómo cielo y tierra se funden en un beso eterno, mire a donde mire.
Es un bonito recuerdo de despedida.
viernes, 16 de octubre de 2009
Decimonónico
Dejando vagar la vista, caigo en mi profunda ensoñación. Maderas nobles, libros de antiguas ediciones recubiertos de polvo, y una chimenea que crepita en el fondo de la habitación.
La niebla londinense se arremolina en torno a las ventanas, y diríase que sus cristales son opacos. No obstante, si te esfuerzas, vislumbrarás a través de ellos un hermoso paisaje salpicado de lluvia.
Salgo de mi ensimismamiento cuando mis ojos se centran en una figura que camina allí abajo, en la calle. La veo a través de las ventanas. Se dirige a mi hogar.
Y en éstos momentos no sabría decir si tengo miedo, si estoy contento de tener al fin visita o si estoy resignado a tener que hablar con otro ser humano. Es un pensamiento clasista y snob, pero el ser humano es tan inferior...
Oigo la voz de mi mayordomo, que dice que estoy arriba. Pronto unos pasos resuenan ahogados sobre la gruesa alfombra del pasillo y, de no haberlos esperado, me habrían sobresaltado esos golpecitos en la puerta.
"Adelante", digo con una voz casi apagada, ahogada por la mezcla de sensaciones que se agolpan en mi interior como una muchedumbre ante un espectáculo propio de la plebe.
En el umbral de la puerta, recién abierta, aparece ella. Es blanca, casi cetrina, y viste corsé negro, impenetrable, que hace que su rostro parezca un perfecto óvalo flotando en oscuridad.
Sus cabellos negros caen como una cascada sobre su precioso pecho, y al instante sé quién es y por qué ha venido.
"Llévame al infierno, amada Parca"
La niebla londinense se arremolina en torno a las ventanas, y diríase que sus cristales son opacos. No obstante, si te esfuerzas, vislumbrarás a través de ellos un hermoso paisaje salpicado de lluvia.
Salgo de mi ensimismamiento cuando mis ojos se centran en una figura que camina allí abajo, en la calle. La veo a través de las ventanas. Se dirige a mi hogar.
Y en éstos momentos no sabría decir si tengo miedo, si estoy contento de tener al fin visita o si estoy resignado a tener que hablar con otro ser humano. Es un pensamiento clasista y snob, pero el ser humano es tan inferior...
Oigo la voz de mi mayordomo, que dice que estoy arriba. Pronto unos pasos resuenan ahogados sobre la gruesa alfombra del pasillo y, de no haberlos esperado, me habrían sobresaltado esos golpecitos en la puerta.
"Adelante", digo con una voz casi apagada, ahogada por la mezcla de sensaciones que se agolpan en mi interior como una muchedumbre ante un espectáculo propio de la plebe.
En el umbral de la puerta, recién abierta, aparece ella. Es blanca, casi cetrina, y viste corsé negro, impenetrable, que hace que su rostro parezca un perfecto óvalo flotando en oscuridad.
Sus cabellos negros caen como una cascada sobre su precioso pecho, y al instante sé quién es y por qué ha venido.
"Llévame al infierno, amada Parca"
jueves, 1 de octubre de 2009
El Majarajá y el Ermitaño
Existió una vez un majarajá en tierras muy lejanas. Todo aquello que le rodeaba era placer y suntuosas riquezas, poder sin igual y la obediencia eterna de todos los que le rodeaban. Nadie era capaz de imaginar una vida más plena que la suya.
Y sin embargo, como en la mayoría de los cuentos, nuestro majarajá no era feliz. En su palacio, rodeado de oro, hermosas mujeres y suculentos banquetes, el majarajá no encontraba la plenitud. Siempre confundía ésto con la necesidad de más riquezas, por lo que su reino vivía de guerra en guerra, de conquista en conquista, de botín en botín.
Y, por mucho que creciera su tesoro, el majarajá no era feliz. Siempre pasaba los días con un gesto de indiferencia ante todo lo que veía.
-Mi señor, tal vez deberíais ver qué hace feliz al más pobre-le dijo un día su consejero. No era un secreto que éste quería el trono del majarajá, pero bien cierto era que a éste, el poder y las riquezas no le llenaban-. He oído hablar de un ermitaño que vive muy lejos de la ciudad, en las montañas que hay tras pasar el desierto. Quizá deberíais preguntarle a él, pues todos dicen que es hombre de pocas pero sabias palabras, y que nunca se niega a contestar a lo que le preguntan.
Así pues, el majarajá decidió partir solo hacia la cueva donde vivía el ermitaño. Ensilló su más fuerte caballo y se enfundó en su capa de viaje, listo para partir hacia su anhelada plenitud.
Avanzó durante días por el desierto, agotando sus reservas de agua y con las montañas siempre al frente. Cruzó tormentas, durmió en gélidas noches bajo el oscuro cielo, e hizo descansar a su caballo en cuantos oasis encontraba, pero nunca sin perder de vista la guarida del ermitaño.
Semanas después, muerto su caballo y desgarradas sus ropas, descuidada su barba y sucio su cabello, llegó nuestro amigo a la cueva donde, según decían, habitaba el ermitaño.
Le preguntó que por qué nadie venía a buscar su sabiduría.
-Nadie busca sabiduría en éstos días. Están demasiado ocupados intentando pagar vuestros desorbitados impuestos.
El majarajá derramó una lágrima solitaria, que fue a perderse en el suelo de la cueva.
Preguntóle después al eremita el por qué de su retiro.
-Huí tan pronto como vuestra codicia empezó a arrasar todo cuanto os rodeaba. Incluso éste páramo desértico es más hermoso que aquélla arruinada urbe de la que venís.
Ésta vez fueron dos las lágrimas que se perdieron en el suelo.
Le preguntó al pobre hombre qué era antes de ser ermitaño.
-Antes de ser ermitaño yo era una persona feliz, mi buen majarajá.
Ésta vez el majarajá lloró de verdad, y ninguna de sus lágrimas cayó solitaria desde sus mejillas. La locura se invadió de su mente, débil por la fatiga de su penoso viaje. Sus manos, temblorosas. Sus ojos, brillantes.
El eremita murió a manos del que una vez fuera su rey. El rey murió a manos del que una vez fuera su cuerpo.
Y sin embargo, como en la mayoría de los cuentos, nuestro majarajá no era feliz. En su palacio, rodeado de oro, hermosas mujeres y suculentos banquetes, el majarajá no encontraba la plenitud. Siempre confundía ésto con la necesidad de más riquezas, por lo que su reino vivía de guerra en guerra, de conquista en conquista, de botín en botín.
Y, por mucho que creciera su tesoro, el majarajá no era feliz. Siempre pasaba los días con un gesto de indiferencia ante todo lo que veía.
-Mi señor, tal vez deberíais ver qué hace feliz al más pobre-le dijo un día su consejero. No era un secreto que éste quería el trono del majarajá, pero bien cierto era que a éste, el poder y las riquezas no le llenaban-. He oído hablar de un ermitaño que vive muy lejos de la ciudad, en las montañas que hay tras pasar el desierto. Quizá deberíais preguntarle a él, pues todos dicen que es hombre de pocas pero sabias palabras, y que nunca se niega a contestar a lo que le preguntan.
Así pues, el majarajá decidió partir solo hacia la cueva donde vivía el ermitaño. Ensilló su más fuerte caballo y se enfundó en su capa de viaje, listo para partir hacia su anhelada plenitud.
Avanzó durante días por el desierto, agotando sus reservas de agua y con las montañas siempre al frente. Cruzó tormentas, durmió en gélidas noches bajo el oscuro cielo, e hizo descansar a su caballo en cuantos oasis encontraba, pero nunca sin perder de vista la guarida del ermitaño.
Semanas después, muerto su caballo y desgarradas sus ropas, descuidada su barba y sucio su cabello, llegó nuestro amigo a la cueva donde, según decían, habitaba el ermitaño.
Le preguntó que por qué nadie venía a buscar su sabiduría.
-Nadie busca sabiduría en éstos días. Están demasiado ocupados intentando pagar vuestros desorbitados impuestos.
El majarajá derramó una lágrima solitaria, que fue a perderse en el suelo de la cueva.
Preguntóle después al eremita el por qué de su retiro.
-Huí tan pronto como vuestra codicia empezó a arrasar todo cuanto os rodeaba. Incluso éste páramo desértico es más hermoso que aquélla arruinada urbe de la que venís.
Ésta vez fueron dos las lágrimas que se perdieron en el suelo.
Le preguntó al pobre hombre qué era antes de ser ermitaño.
-Antes de ser ermitaño yo era una persona feliz, mi buen majarajá.
Ésta vez el majarajá lloró de verdad, y ninguna de sus lágrimas cayó solitaria desde sus mejillas. La locura se invadió de su mente, débil por la fatiga de su penoso viaje. Sus manos, temblorosas. Sus ojos, brillantes.
El eremita murió a manos del que una vez fuera su rey. El rey murió a manos del que una vez fuera su cuerpo.
jueves, 10 de septiembre de 2009
Hogar
Huía. Huía como huyen los conejos de los perros de presa. Me acordé de Frank, mi pequeño amigo de la infancia, y de cómo con sus bigotes temblorosos me saludaba todos los días. Sentía pena por lo que supuse que habían pasado sus padres.
Me escondí raudo y veloz en las calles de un pueblecito perdido entre los bosques. Pequeñas cabañas de madera y paja que simplemente estaban allí. Ninguna tenía una historia. En ninguna había sucedido una catástrofe, ni en ninguna había salido adelante una familia de esas que llaman la atención de los medios. En niguna había nacido un Edgar Allan Poe, ni un Rick Danko. No. Las casas de aquél lugar llamaban la atención de uno por otra razón. Era algo que no podías ver, ni oir, ni tan siquiera tocar. Era como sentirse en casa. Pero no en el hogar, con tu familia, ni en un lugar en el que lleves toda tu vida, sino realmente en casa. Podías sentirte cómodo incluso aunque pasaras las horas de pie. Podías amar aquél lugar sin siquiera esta allí. Simplemente, sabías que era tu hogar. Sin necesitar nada más, podías estar dispuesto a morir por aquellas cabañas.
Y lentamente, olvidé lo que me perseguía. Olvidé todo.
Y me sumergí en aquellas calles.
Y volví a casa.
Me escondí raudo y veloz en las calles de un pueblecito perdido entre los bosques. Pequeñas cabañas de madera y paja que simplemente estaban allí. Ninguna tenía una historia. En ninguna había sucedido una catástrofe, ni en ninguna había salido adelante una familia de esas que llaman la atención de los medios. En niguna había nacido un Edgar Allan Poe, ni un Rick Danko. No. Las casas de aquél lugar llamaban la atención de uno por otra razón. Era algo que no podías ver, ni oir, ni tan siquiera tocar. Era como sentirse en casa. Pero no en el hogar, con tu familia, ni en un lugar en el que lleves toda tu vida, sino realmente en casa. Podías sentirte cómodo incluso aunque pasaras las horas de pie. Podías amar aquél lugar sin siquiera esta allí. Simplemente, sabías que era tu hogar. Sin necesitar nada más, podías estar dispuesto a morir por aquellas cabañas.
Y lentamente, olvidé lo que me perseguía. Olvidé todo.
Y me sumergí en aquellas calles.
Y volví a casa.
miércoles, 29 de julio de 2009
Labios que besan y ríen
Labios que susurraban mi nombre, entrelazado entre los versos de un atrayente poema. Labios rojos y frescos, como los pétalos de una rosa, que parecían hacerme trizas con cada palabra. Labios suaves, que dejaban salir una voz cálida, pero con un tono que hundía mi ego.
Labios que dejaron de hablar y se torcieron en una sonrisa que me pareció afable.
Labios que se acercaron y besaron lo poco que quedaba de mí.
Ríete, sí... dame el placer de oir tu burla sin palabras. Tu insulto sin sílabas.
Déjame que me bañe en esa risa, que recuerde cada ápice de ella para odiarla más que nunca. Déjame tener pesadillas con ese sonido, con ese gesto.
Ríete y vuelve a reírte, que quiero imaginar cómo explota ese pecho que sube y baja frenéticamente. Quiero imaginar que mientras te ríes, mil cosas horribles te pasan para acabar con ese ruido. Quiero imaginar que te atropellan, que te queman, que te aplastan, que te despellejan y te descuartizan.
Ríete, sí... ríete...
Aprovecha lo que te queda.
Labios que dejaron de hablar y se torcieron en una sonrisa que me pareció afable.
Labios que se acercaron y besaron lo poco que quedaba de mí.
Ríete, sí... dame el placer de oir tu burla sin palabras. Tu insulto sin sílabas.
Déjame que me bañe en esa risa, que recuerde cada ápice de ella para odiarla más que nunca. Déjame tener pesadillas con ese sonido, con ese gesto.
Ríete y vuelve a reírte, que quiero imaginar cómo explota ese pecho que sube y baja frenéticamente. Quiero imaginar que mientras te ríes, mil cosas horribles te pasan para acabar con ese ruido. Quiero imaginar que te atropellan, que te queman, que te aplastan, que te despellejan y te descuartizan.
Ríete, sí... ríete...
Aprovecha lo que te queda.
viernes, 10 de julio de 2009
El Reducto - Capítulo 1
Humo, frío y una copa de coñac sobre el escritorio.
Era exactamente igual que todas mis noches de soledad. Suponía que pronto caería dormido, finalmente vencido por el sopor de la embriaguez, y despertaría al día siguiente con los huesos molidos.
Pero aquél día era distinto. Pasaban las horas, y el sueño no conseguía derrotar a mis párpados.
Amaneció incluso, y los pájaros empezaron a cantar.
Ni siquiera había cerrado los ojos, más que para parpadear. Era horrible. Ni siquiera me podía mover, pues seguía absorto mirando a la nada.
Pronto todo empezó a cambiar. Los colores se mezclaron y se fundieron en un negro espeso y opresivo. Los olores, sonidos y demás entes desaparecieron por completo, y pronto quedé solo en la oscuridad, sintiéndome indefenso y abandonado como un niño perdido en un centro comercial.
El humo ya no estaba, y mi copa de coñac se había ido a un lugar muy lejano. El regusto de mi último trago seguía aún en mi boca, escapándose muy despacio por el hueco de mi garganta.
Un objeto blanco, cuya forma no pude determinar, pasó ante mis ojos como una centella. Volvió a pasar unas cuantas veces, mientras yo lo en vano buscaba entre la negrura. Parecía algo a lo que, en aquéllas circunstancias, me hubiese agarrado sin vacilar.
Intenté moverme de lugar, pero parecía no avanzar. La oscuridad era tan súmamente uniforme que no notaba mis propios movimientos, ni sabía a dónde miraba.
La forma blanca se detuvo ante mí, y al fin logré identificarla como un pájaro. Parecía un águila, pero era totalmente albina, incluido el pico y las garras.
Me miraba, curiosa.
-¿Te has perdido?-me dijo, supongo que al ver mi expresión de desconcierto.
Sentí que me caía al suelo, pero al no haber suelo no sucedió nada. Sólo mi mueca de susto se mantenía ante el extraño ser.
-¿Estás bien?-repitió.
La negrura se iba disipando, y miles de tonos verdes se asomaban a mis ojos, mientras el águila me miraba con expresión de desconcierto y la cabeza torcida. Lo miré todo, aterrado. Apenas hacía una hora que estaba en mi despacho, terriblemente deprimido, y de pronto...
De pronto, me sentía como en casa.
Era exactamente igual que todas mis noches de soledad. Suponía que pronto caería dormido, finalmente vencido por el sopor de la embriaguez, y despertaría al día siguiente con los huesos molidos.
Pero aquél día era distinto. Pasaban las horas, y el sueño no conseguía derrotar a mis párpados.
Amaneció incluso, y los pájaros empezaron a cantar.
Ni siquiera había cerrado los ojos, más que para parpadear. Era horrible. Ni siquiera me podía mover, pues seguía absorto mirando a la nada.
Pronto todo empezó a cambiar. Los colores se mezclaron y se fundieron en un negro espeso y opresivo. Los olores, sonidos y demás entes desaparecieron por completo, y pronto quedé solo en la oscuridad, sintiéndome indefenso y abandonado como un niño perdido en un centro comercial.
El humo ya no estaba, y mi copa de coñac se había ido a un lugar muy lejano. El regusto de mi último trago seguía aún en mi boca, escapándose muy despacio por el hueco de mi garganta.
Un objeto blanco, cuya forma no pude determinar, pasó ante mis ojos como una centella. Volvió a pasar unas cuantas veces, mientras yo lo en vano buscaba entre la negrura. Parecía algo a lo que, en aquéllas circunstancias, me hubiese agarrado sin vacilar.
Intenté moverme de lugar, pero parecía no avanzar. La oscuridad era tan súmamente uniforme que no notaba mis propios movimientos, ni sabía a dónde miraba.
La forma blanca se detuvo ante mí, y al fin logré identificarla como un pájaro. Parecía un águila, pero era totalmente albina, incluido el pico y las garras.
Me miraba, curiosa.
-¿Te has perdido?-me dijo, supongo que al ver mi expresión de desconcierto.
Sentí que me caía al suelo, pero al no haber suelo no sucedió nada. Sólo mi mueca de susto se mantenía ante el extraño ser.
-¿Estás bien?-repitió.
La negrura se iba disipando, y miles de tonos verdes se asomaban a mis ojos, mientras el águila me miraba con expresión de desconcierto y la cabeza torcida. Lo miré todo, aterrado. Apenas hacía una hora que estaba en mi despacho, terriblemente deprimido, y de pronto...
De pronto, me sentía como en casa.
domingo, 14 de junio de 2009
Paz
Sentía el sol en su piel, el agua en sus manos y la arena en sus pies. Todo lo que rodeaba a la muchacha era paz. Agradable y placentera paz. Y aunque toda paz es apetecible, aquella era especial. Era como la calma que precede a la tempestad, pues todos sabían lo que se avecinaba.
El mundo lo sabía.
Todos esperaban aquello, y sabían que llegaría pronto. La brisa marina agitó los cabellos es la feliz joven, que se levantó y miró al horizonte, mientras el sol se ponía tras las olas, tras el ya oscuro mar que le protegía.
No se sobresaltó cuando los cazas salieron zumbando desde donde desaparecía el astro rey. Al contrario, caminó tranquilamente por la arena, sin siquiera mirarlos. Escuchó las balas, los gritos, las explosiones y el fuego. El fuego que subía cada vez más alto hacia la negrura de la noche.
La última noche de paz.
El mundo lo sabía.
Todos esperaban aquello, y sabían que llegaría pronto. La brisa marina agitó los cabellos es la feliz joven, que se levantó y miró al horizonte, mientras el sol se ponía tras las olas, tras el ya oscuro mar que le protegía.
No se sobresaltó cuando los cazas salieron zumbando desde donde desaparecía el astro rey. Al contrario, caminó tranquilamente por la arena, sin siquiera mirarlos. Escuchó las balas, los gritos, las explosiones y el fuego. El fuego que subía cada vez más alto hacia la negrura de la noche.
La última noche de paz.
martes, 9 de junio de 2009
Nos dan la bienvenida - Fin
Corrí por los pasillos, asestando puñaladas aquí y allá, y dejando que la naturaleza hiciera el resto. Los alumnos, desconcertados, corrían de lado a lado, pisándose unos a otros. Los profesores, en cambio, pretendían parecer seguros, pero su gesto les delataba horriblemente. Se veía en ellos un terror enorme a la insubordinación de sus pequeñas marionetas. Eran como títeres sin hilo.
Me lancé sobre uno de ellos, que dejó soltar un gemido ahogado antes de que le dejara sin aire de un golpe. Vi cómo me miraba, con un indescriptible terror y una incomprensión enorme en sus ojos, como si no entendiera qué había hecho. Me daba igual que no se diera cuenta. Una puñalada, y tendríamos que preocuparnos de un estúpido menos.
Alcé el cuchillo, pero algo me detuvo.
Era él.
El niño bueno.
Mi otra parte.
Estaba ahí.
Volví pronto a la normalidad. Poco a poco volvieron los colores, las formas y los gritos. Los hermosos gritos. Intenté asestar el golpe, pero algo me retenía.
Un tipo grande y fuerte me sujetaba, semidesesperado, con sus dos brazos. Intenté atacarle con la otra mano, pero otro tipo me estaba sujetando por el otro lado. Pataleé locamente, y logré acertar al profesor sobre el que estaba sentado, que se quedó tirado en el suelo mientras me arrastraban.
Me llevaron, con los pies rozando el suelo, a través del pasillo, mientras veía todo lo que me rodeaba. Muerte, muerte, muerte y más muerte. Me di cuenta de que lo veía monótono. Ya no me excitaba.
Me sacaron del instituto, y me metieron en un furgón.
Y me llevaron a donde creían que debía estar.
Y jamás volví a ser el niño bueno.
Me lancé sobre uno de ellos, que dejó soltar un gemido ahogado antes de que le dejara sin aire de un golpe. Vi cómo me miraba, con un indescriptible terror y una incomprensión enorme en sus ojos, como si no entendiera qué había hecho. Me daba igual que no se diera cuenta. Una puñalada, y tendríamos que preocuparnos de un estúpido menos.
Alcé el cuchillo, pero algo me detuvo.
Era él.
El niño bueno.
Mi otra parte.
Estaba ahí.
Volví pronto a la normalidad. Poco a poco volvieron los colores, las formas y los gritos. Los hermosos gritos. Intenté asestar el golpe, pero algo me retenía.
Un tipo grande y fuerte me sujetaba, semidesesperado, con sus dos brazos. Intenté atacarle con la otra mano, pero otro tipo me estaba sujetando por el otro lado. Pataleé locamente, y logré acertar al profesor sobre el que estaba sentado, que se quedó tirado en el suelo mientras me arrastraban.
Me llevaron, con los pies rozando el suelo, a través del pasillo, mientras veía todo lo que me rodeaba. Muerte, muerte, muerte y más muerte. Me di cuenta de que lo veía monótono. Ya no me excitaba.
Me sacaron del instituto, y me metieron en un furgón.
Y me llevaron a donde creían que debía estar.
Y jamás volví a ser el niño bueno.
martes, 2 de junio de 2009
Musa
Apareció como aparece la primavera: rodeada de hermosas melodías y atractivos colores. Adornada por increíbles imágenes y envuelta en un halo de serenidad.
Se ofreció a los ojos de un pobre iluso que se creía artista, y le enseñó (por piedad, principalmente) lo que es la belleza. Le demostró que había algo más que cuartetos, pareados y formas definidas. Que había algo más que novelas, canciones y cuadros. Había algo más, y se llamaba naturaleza.
"Sal de tu estudio", le dijo. "Sal y pinta lo que la naturaleza te ofrece. No pintes lo que ves, ni lo que imaginas, sino lo que hueles, lo que oyes y lo que tocas."
El pobre diablo, cerrado hasta más no poder, apenas comprendía las palabras de la musa que se le acababa de aparecer. No entendía lo que le estaba mostrando ella, y la miró incrédulo y con la mandíbula floja.
Pero el poder de la musa no acaba en su belleza ni en su melodiosa voz, no. La musa acompañó al supuesto artista fuera de su estudio, y lo llevó al bosque. Allí, bajo la sombra de los árboles, se tumbaron juntos durante horas. Ella expectante; y él sin acabar de comprender, pero sobrecogido por lo que le rodeaba.
Horas y horas, días y días transcurrieron, hasta que los ojos del artista finalmente se abrieron. La musa lo supo entonces, y se fue, dejando florecer la semilla que había plantado en aquél simple hombre.
Desde entonces, el pobre diablo que llevaba años vendiendo sus obras por sumas millonarias se hizo artista.
Pasaron los años, y sus obras cada vez eran más hermosas. Cada vez eran más dignas de lo que representaban.
Cuando el hombre murió, finalmente, en su humilde casita colgada en una abrumadora montaña. sus últimas palabras quedaron escritas sobre el papel, quizá con la esperanza de que alguien las encontrara algún día. Sólo eran dos palabras, pero lo decían todo. Lo decían todo para él, al menos.
"Gracias, Nanah"
Se ofreció a los ojos de un pobre iluso que se creía artista, y le enseñó (por piedad, principalmente) lo que es la belleza. Le demostró que había algo más que cuartetos, pareados y formas definidas. Que había algo más que novelas, canciones y cuadros. Había algo más, y se llamaba naturaleza.
"Sal de tu estudio", le dijo. "Sal y pinta lo que la naturaleza te ofrece. No pintes lo que ves, ni lo que imaginas, sino lo que hueles, lo que oyes y lo que tocas."
El pobre diablo, cerrado hasta más no poder, apenas comprendía las palabras de la musa que se le acababa de aparecer. No entendía lo que le estaba mostrando ella, y la miró incrédulo y con la mandíbula floja.
Pero el poder de la musa no acaba en su belleza ni en su melodiosa voz, no. La musa acompañó al supuesto artista fuera de su estudio, y lo llevó al bosque. Allí, bajo la sombra de los árboles, se tumbaron juntos durante horas. Ella expectante; y él sin acabar de comprender, pero sobrecogido por lo que le rodeaba.
Horas y horas, días y días transcurrieron, hasta que los ojos del artista finalmente se abrieron. La musa lo supo entonces, y se fue, dejando florecer la semilla que había plantado en aquél simple hombre.
Desde entonces, el pobre diablo que llevaba años vendiendo sus obras por sumas millonarias se hizo artista.
Pasaron los años, y sus obras cada vez eran más hermosas. Cada vez eran más dignas de lo que representaban.
Cuando el hombre murió, finalmente, en su humilde casita colgada en una abrumadora montaña. sus últimas palabras quedaron escritas sobre el papel, quizá con la esperanza de que alguien las encontrara algún día. Sólo eran dos palabras, pero lo decían todo. Lo decían todo para él, al menos.
"Gracias, Nanah"
Mierda
Hace tiempo, un día que fui al baño, los años de pensamientos profundos se me antojaron inútiles y estúpidos.
Llevaba yo mucho tiempo pensando en el sentido de la vida, en lo que era y en el por qué de ella, cuando lo vi. Era el excremento más grande y más marrón que la humanidad había concebido. Era, en definitiva, algo casi fuera de toda descripción.
Rodeado de moscas y mal olor, se bañaba aquél deshecho en la estancada agua del "aliviadero", inundando con su penetrante hedor toda la estancia y provocando arcadas a todo el que osara mirarla.
No pude detenerme mucho tiempo a admirarla, pero, justo antes de tirar de la cadena, supe que había hallado la respuesta (al menos mi respuesta), a la gran pregunta:
¿Qué es la vida?
Llevaba yo mucho tiempo pensando en el sentido de la vida, en lo que era y en el por qué de ella, cuando lo vi. Era el excremento más grande y más marrón que la humanidad había concebido. Era, en definitiva, algo casi fuera de toda descripción.
Rodeado de moscas y mal olor, se bañaba aquél deshecho en la estancada agua del "aliviadero", inundando con su penetrante hedor toda la estancia y provocando arcadas a todo el que osara mirarla.
No pude detenerme mucho tiempo a admirarla, pero, justo antes de tirar de la cadena, supe que había hallado la respuesta (al menos mi respuesta), a la gran pregunta:
¿Qué es la vida?
miércoles, 27 de mayo de 2009
Doctor, ¿qué me pasa?
"Doctor, necesito su ayuda".
"¿Cuál es el problema?"
"Tengo siempre el mismo sueño, desde hace meses".
"Cuéntemelo".
"En él voy caminando descalzo. Supongo que estoy en una playa, pues oigo el mar, y siento la arena bajo mis pies. Pero aún así no podría jurarlo, pues mis ojos sólo ven una cosa.
Veo cómo ante mí sonríe una mujer. De largos cabellos oscuros, mecidos al viento. Es tan pálida que parece brillar con luz propia entre la oscuridad que la rodea. Su piel contrasta al tiempo con su pelo y con su ropa, toda negra.
Sus labios, resaltando sobre su rostro, son rojos. Los más rojos que pueda usted imaginar, doctor. Son como de un mundo totalmente distinto a su piel. Parece que estén ardiendo. Me hacen creer que siento el calor que desprenden desde donde estoy.
Sus ojos son verdes y brillantes. Los miro y me hacen sentir sumergido, bajo un peso increíblemente grande,y al mismo tiempo agradable. Parece que pudiera entrar en ellos, bucear y encontrar los más escondidos secretos de la humanidad.
Sus manos, pequeñas y delicadas, asoman para saludarme entre su ropa. Son como focos separados de su cuerpo, pero brillan con la misma intensidad de su cara.
Su cuerpo, menudo pero de medidas armoniosas y agradables, se mueve con soltura hasta aunque sólo parpadee."
"Parece un sueño agradable, ¿cuál es el problema?"
"Al rato corro hacia ella por la arena. Corro y corro sin parar, hasta que mis pies dejan sangre sobre la arena, hasta que todo mi cuerpo arde y el aire se niega a entrar en mis pulmones. Corro hasta que el sudor parece doblar mi peso.
Pero ella no se acerca. Sin moverse, se esfuma entre mis dedos y aparece unos pasos más allá. Siempre.
Yo acabo cayendo rendido sobre la arena, y es entonces cuando despierto sollozando entre sudores fríos."
"Creo que sé lo que le pasa... ¿esa mujer es similar a alguna mujer que usted haya visto o conozca?"
"La verdad es que me recuerda a una muy buena amiga mía"
"Ya sé lo que le pasa."
"¿Qué es, doctor?¿Tiene cura?"
"C'est l'amour, mon ami."
"¿Cuál es el problema?"
"Tengo siempre el mismo sueño, desde hace meses".
"Cuéntemelo".
"En él voy caminando descalzo. Supongo que estoy en una playa, pues oigo el mar, y siento la arena bajo mis pies. Pero aún así no podría jurarlo, pues mis ojos sólo ven una cosa.
Veo cómo ante mí sonríe una mujer. De largos cabellos oscuros, mecidos al viento. Es tan pálida que parece brillar con luz propia entre la oscuridad que la rodea. Su piel contrasta al tiempo con su pelo y con su ropa, toda negra.
Sus labios, resaltando sobre su rostro, son rojos. Los más rojos que pueda usted imaginar, doctor. Son como de un mundo totalmente distinto a su piel. Parece que estén ardiendo. Me hacen creer que siento el calor que desprenden desde donde estoy.
Sus ojos son verdes y brillantes. Los miro y me hacen sentir sumergido, bajo un peso increíblemente grande,y al mismo tiempo agradable. Parece que pudiera entrar en ellos, bucear y encontrar los más escondidos secretos de la humanidad.
Sus manos, pequeñas y delicadas, asoman para saludarme entre su ropa. Son como focos separados de su cuerpo, pero brillan con la misma intensidad de su cara.
Su cuerpo, menudo pero de medidas armoniosas y agradables, se mueve con soltura hasta aunque sólo parpadee."
"Parece un sueño agradable, ¿cuál es el problema?"
"Al rato corro hacia ella por la arena. Corro y corro sin parar, hasta que mis pies dejan sangre sobre la arena, hasta que todo mi cuerpo arde y el aire se niega a entrar en mis pulmones. Corro hasta que el sudor parece doblar mi peso.
Pero ella no se acerca. Sin moverse, se esfuma entre mis dedos y aparece unos pasos más allá. Siempre.
Yo acabo cayendo rendido sobre la arena, y es entonces cuando despierto sollozando entre sudores fríos."
"Creo que sé lo que le pasa... ¿esa mujer es similar a alguna mujer que usted haya visto o conozca?"
"La verdad es que me recuerda a una muy buena amiga mía"
"Ya sé lo que le pasa."
"¿Qué es, doctor?¿Tiene cura?"
"C'est l'amour, mon ami."
martes, 19 de mayo de 2009
Renacido.
La lluvia, implacable, resbala sobre mi piel.
Cierro mis ojos y dejo que los párpados también sientan ese placer.
Luego miro al suelo, a mis pies, donde el charco se tiñe de rojo. Busco la herida, pero no está. Busco a mi alrededor, y veo algo a mi izquiera. Un cadáver blanco y frío vierte su sangre sobre el agua del suelo.
¿Qué hace eso ahí?¿Lo he matado yo?
Vuelvo a mirar al cielo: ha dejado de llover.
Pienso y pienso. Me devano los sesos. Miro al cadáver una y otra vez.
Ese ser muerto y sin nombre me está consumiendo segundo a segundo, y las gotas de lluvia se convierten en sudor frío, del miedo irracional que siento.
Empiezo a correr, alejándome del muerto, y doblo la esquina.
Cemento y acero me asaltan en ésta jungla.
Vuelve a llover, y se limpia mi sudor.
Me siento en un portal, y dejo que las pocas gotas que aún quedan en mi pelo resbalen sobre mi cara.
He vuelto a nacer.
Cierro mis ojos y dejo que los párpados también sientan ese placer.
Luego miro al suelo, a mis pies, donde el charco se tiñe de rojo. Busco la herida, pero no está. Busco a mi alrededor, y veo algo a mi izquiera. Un cadáver blanco y frío vierte su sangre sobre el agua del suelo.
¿Qué hace eso ahí?¿Lo he matado yo?
Vuelvo a mirar al cielo: ha dejado de llover.
Pienso y pienso. Me devano los sesos. Miro al cadáver una y otra vez.
Ese ser muerto y sin nombre me está consumiendo segundo a segundo, y las gotas de lluvia se convierten en sudor frío, del miedo irracional que siento.
Empiezo a correr, alejándome del muerto, y doblo la esquina.
Cemento y acero me asaltan en ésta jungla.
Vuelve a llover, y se limpia mi sudor.
Me siento en un portal, y dejo que las pocas gotas que aún quedan en mi pelo resbalen sobre mi cara.
He vuelto a nacer.
miércoles, 29 de abril de 2009
Nos dan la bienvenida - Capítulo 3
Mirando indiferente al cadáver del director, me volví de nuevo hacia mi objetivo primario: aislar el instituto.
Realmente lo sentía por los alumnos, pero estaba seguro de que todos (o casi todos) los profesores tendrían lo que se merecían.
Un hermoso y extasiante coro de gritos acarició con suavidad mis oídos una vez el instituto estuvo a oscuras. Pánico, dolor, pena y desconcierto se mezclaban formando una singular sinfonía; la más hermosa que mis oídos habían podido oír.
Únicamente había un error en ella. Uno de los gritos, supuse que de una muchacha no mucho menor que yo, denotaba un falso terror. Parecía divertirse con la situación, disfrutar de ella. Mi objetivo estaba más que claro: debía encontrar a aquella, mi alma gemela.
Salí pues a los pasillos. Manchado de sangre y buscando a aquella voz sin rostro, a aquél espectro, objeto de mi admiración. Comenzaría a matar a todos los que encontrara, para intentar dar con aquella muchacha.
Me planté en frente de la salida del centro, pues muchos intentarían huir por allí.
No me equivocaba. Pronto, un profesor llevó un rebaño de alumnos a las fauces del lobo. Salté sobre él, cercenándole el cuello y sintiendo el éxtasis de la sangre derramada, entre gritos de aquellas personas de cerebro seco a las que llamaban alumnos.
Cortes, sangre, gemidos y terror, mucho terror sucedieron a eso. Montones de cuerpos inertes caían sobre los charcos rojos de su propia sangre, con el cuerpo y la cara desfigurados por los cortes.
Pronto acabé con ellos y descansé fumando un cigarrillo, cuyo humo hizo saltar la alarma de incendios.
A la luz de la cristalera que actuaba como puerta de salida, aquellos cuerpos parecían formar un cuadro, digno de Waterhouse o Evelyn de Morgan.
Sí. Lo que yo hacía era arte.
Realmente lo sentía por los alumnos, pero estaba seguro de que todos (o casi todos) los profesores tendrían lo que se merecían.
Un hermoso y extasiante coro de gritos acarició con suavidad mis oídos una vez el instituto estuvo a oscuras. Pánico, dolor, pena y desconcierto se mezclaban formando una singular sinfonía; la más hermosa que mis oídos habían podido oír.
Únicamente había un error en ella. Uno de los gritos, supuse que de una muchacha no mucho menor que yo, denotaba un falso terror. Parecía divertirse con la situación, disfrutar de ella. Mi objetivo estaba más que claro: debía encontrar a aquella, mi alma gemela.
Salí pues a los pasillos. Manchado de sangre y buscando a aquella voz sin rostro, a aquél espectro, objeto de mi admiración. Comenzaría a matar a todos los que encontrara, para intentar dar con aquella muchacha.
Me planté en frente de la salida del centro, pues muchos intentarían huir por allí.
No me equivocaba. Pronto, un profesor llevó un rebaño de alumnos a las fauces del lobo. Salté sobre él, cercenándole el cuello y sintiendo el éxtasis de la sangre derramada, entre gritos de aquellas personas de cerebro seco a las que llamaban alumnos.
Cortes, sangre, gemidos y terror, mucho terror sucedieron a eso. Montones de cuerpos inertes caían sobre los charcos rojos de su propia sangre, con el cuerpo y la cara desfigurados por los cortes.
Pronto acabé con ellos y descansé fumando un cigarrillo, cuyo humo hizo saltar la alarma de incendios.
A la luz de la cristalera que actuaba como puerta de salida, aquellos cuerpos parecían formar un cuadro, digno de Waterhouse o Evelyn de Morgan.
Sí. Lo que yo hacía era arte.
domingo, 26 de abril de 2009
Guerra
Ahora es cuando sentía que el corazón volvía a latir. Tras el primer golpe, que sentí en mi pecho como el retumbar de la artillería, la sangre volvió a todo mi cuerpo. Había estado paralizado, como si nada se moviese, durante unos segundos. Mi amigo yacía ahora en el suelo, inmóvil.
Mi mente quería que yo gritara, que me desahogara, pero yo me negaba. Todo mi cuerpo estaba aún paralizado, aún sintiendo lo que me rodeaba.
Alguien me gritó que debíamos salir de la trinchera, que ésto ya no era lugar seguro; pero las lágrimas que cegaban mis ojos parecían tapar también mis oídos.
Unos metros más allá, un joven soldado caía llamando a su mamá, desesperado por la profunda herida que sangraba en su torso, pero me daba igual.
Mi único amigo en aquella guerra había muerto, y ya no se podía hacer nada.
¿Qué más da? me dijo mi mente, ahora casi serena (o eso creía yo)
"Hazlo", me decía mi libre albedrío. "Hazlo y nunca te arrepentirás".
Salté fuera de la trinchera, entre cascotes y fuego enemigo, y me lancé a mi certera y libertadora muerte.
Mi mente quería que yo gritara, que me desahogara, pero yo me negaba. Todo mi cuerpo estaba aún paralizado, aún sintiendo lo que me rodeaba.
Alguien me gritó que debíamos salir de la trinchera, que ésto ya no era lugar seguro; pero las lágrimas que cegaban mis ojos parecían tapar también mis oídos.
Unos metros más allá, un joven soldado caía llamando a su mamá, desesperado por la profunda herida que sangraba en su torso, pero me daba igual.
Mi único amigo en aquella guerra había muerto, y ya no se podía hacer nada.
¿Qué más da? me dijo mi mente, ahora casi serena (o eso creía yo)
"Hazlo", me decía mi libre albedrío. "Hazlo y nunca te arrepentirás".
Salté fuera de la trinchera, entre cascotes y fuego enemigo, y me lancé a mi certera y libertadora muerte.
viernes, 24 de abril de 2009
El pasajero
Las estrellas refulgían colgadas del cielo, al otro lado de las ventanillas de mi coche. Metros y más metros de carretera desaparecían tras nosotros, sustituidos por nuevo asfalto. Señales de tráfico, farolas y letreros de neón parecían iluminarse a nuestro paso, como vanos y patéticos intentos del hombre por imitar la belleza de la luna, prendida allá arriba entre la oscuridad.
A mi lado estaba LA mujer. Aquella que me había amado y a la que había amado. Aquella cuya, a mi juicio, inconmensurable belleza podía mantenerme hipnotizado durante horas. Dormitaba apoyada contra la puerta delantera, tapando sus ojos con los párpados, adornados éstos por hermosas pestañas. Su pecho subía y bajaba con una cadencia perfecta, relajada e informal, ajena a lo que iba a pasar.
La radio sonaba muy baja. Un CD con canciones de varios grupos se dejaba oir tras el ruido del motor. Acordes geniales, música casi perfecta y hermosas voces perfeccionaban todo aquello.
Al fin se acabó la calzada, y llegamos a una solitaria pradera. Frente a nosotros, un bosque nos ofrecía toda su potencia intimidatoria, ocultando quién sabe qué peligros entre las sombras de la noche. Tras nosotros, sólo hierba.
Todo estaba vacío.
Mi acompañante seguía dormida. Le di un leve beso en la frente, sin despertarla, y abrí la guantera.
Dentro, el cañón plateado de mi revólver refulgía a la luz blanca de la noche, con un brillo especial, casi mágico.
Observé el cañón cuidadosamente. Grabado con perfectas letras de caligrafía, el nombre "Derringer" lo identificaba como mi pequeña pistola de bolsillo. Pensé que sería mejor usar una pistola poco corriente, a fin de evitar que se sospechara de otra persona.
Coloqué el dedo sobre el gatillo, y abrí la pistola para introducir las dos balas que cabían en el tambor. Pronto todo se acabaría.
Como punto y final a todo aquello, un disparo resonó en la oscura noche, dejándolo todo en calma.
Totalmente silencioso.
A mi lado estaba LA mujer. Aquella que me había amado y a la que había amado. Aquella cuya, a mi juicio, inconmensurable belleza podía mantenerme hipnotizado durante horas. Dormitaba apoyada contra la puerta delantera, tapando sus ojos con los párpados, adornados éstos por hermosas pestañas. Su pecho subía y bajaba con una cadencia perfecta, relajada e informal, ajena a lo que iba a pasar.
La radio sonaba muy baja. Un CD con canciones de varios grupos se dejaba oir tras el ruido del motor. Acordes geniales, música casi perfecta y hermosas voces perfeccionaban todo aquello.
Al fin se acabó la calzada, y llegamos a una solitaria pradera. Frente a nosotros, un bosque nos ofrecía toda su potencia intimidatoria, ocultando quién sabe qué peligros entre las sombras de la noche. Tras nosotros, sólo hierba.
Todo estaba vacío.
Mi acompañante seguía dormida. Le di un leve beso en la frente, sin despertarla, y abrí la guantera.
Dentro, el cañón plateado de mi revólver refulgía a la luz blanca de la noche, con un brillo especial, casi mágico.
Observé el cañón cuidadosamente. Grabado con perfectas letras de caligrafía, el nombre "Derringer" lo identificaba como mi pequeña pistola de bolsillo. Pensé que sería mejor usar una pistola poco corriente, a fin de evitar que se sospechara de otra persona.
Coloqué el dedo sobre el gatillo, y abrí la pistola para introducir las dos balas que cabían en el tambor. Pronto todo se acabaría.
Como punto y final a todo aquello, un disparo resonó en la oscura noche, dejándolo todo en calma.
Totalmente silencioso.
lunes, 20 de abril de 2009
El engaño nunca fue plato de gusto
En un lugar muy, muy lejano debió haber pasado, pero en realidad tuvo lugar en el apartamento que hay bajo el mío.
Leyendo las noticias, me enteré del lío y me fui a ver a mi amigo Luis a la prisión. Le pedí que me lo contara todo, y al rato estaba descifrando su historia entre sollozos.
"No lo entiendo", decía. "Pensé que ella me quería".
Luis había llegado un par de horas temprano del trabajo, pues le habían despedido. Iba alicaído, pero estaba seguro de poder encontrar algún nuevo trabajo. Mientras subía por las escaleras, imaginaba tener que consolar a su mujer, pues no había otra fuente de ingresos y apenas llegaban a fin de mes.
De sus cavilaciones le sacaron unos extraños ruidos más allá de la puerta principal de su casa. Algo estaba pasando allí dentro y no tenía muy buena pinta. Luis irrumpió iracundo, buscando un ladrón o algo parecido, pero lo que encontró fue incluso peor.
En el salón de su casa, el que tanto esfuerzo le había costado amueblar, se hallaba su mujer desnuda, entregándose a los placeres carnales con un desconocido, mientras gritaba a todo volumen.
Aquella misma tarde, tanto el desconocido como la mujer de Luis murieron de una forma que no merece relatarse.
"Ella me quería", lloraba Luis, horrorizado por lo que había hecho.
"Sí", contesté. "Te quería"
Leyendo las noticias, me enteré del lío y me fui a ver a mi amigo Luis a la prisión. Le pedí que me lo contara todo, y al rato estaba descifrando su historia entre sollozos.
"No lo entiendo", decía. "Pensé que ella me quería".
Luis había llegado un par de horas temprano del trabajo, pues le habían despedido. Iba alicaído, pero estaba seguro de poder encontrar algún nuevo trabajo. Mientras subía por las escaleras, imaginaba tener que consolar a su mujer, pues no había otra fuente de ingresos y apenas llegaban a fin de mes.
De sus cavilaciones le sacaron unos extraños ruidos más allá de la puerta principal de su casa. Algo estaba pasando allí dentro y no tenía muy buena pinta. Luis irrumpió iracundo, buscando un ladrón o algo parecido, pero lo que encontró fue incluso peor.
En el salón de su casa, el que tanto esfuerzo le había costado amueblar, se hallaba su mujer desnuda, entregándose a los placeres carnales con un desconocido, mientras gritaba a todo volumen.
Aquella misma tarde, tanto el desconocido como la mujer de Luis murieron de una forma que no merece relatarse.
"Ella me quería", lloraba Luis, horrorizado por lo que había hecho.
"Sí", contesté. "Te quería"
miércoles, 8 de abril de 2009
El siguiente y último día de tu vida
Un café.
Ha salido el sol. Al fin es de día. Veo cómo las personas van despertando de una en una, desperezándose y creyendo que son madrugadores cuando los pájaros llevan despiertos varias horas ya.
Dos cafés.
Es hora de desayunar. Mis entumecidos huesos crujen y se resienten cada vez que me muevo. El sabor dulce de la comida inunda mi boca, haciendo que mi saliva fluya más de lo normal.
Tres cafés.
La chimenea está encendida y llena de calor el salón, donde me tumbo a ver la tele. No hay nada interesante, pero es divertido ver como la élite del país se grita como si fuese un gallinero.
Cuatro cafés.
Hay que comer. El estómago no ruge, pero es norma comer a ésta hora. Las iluminadas frases de Lisa Simpson contrastan con las estupideces de su padre en el salón. La comida me llena mucho más que el desayuno y me siento pesado.
Cinco cafés.
Leamos algo. Tengo muchos libros interesantes en la estantería, pero no sé cuál elegir. Quizá ésta vez algo de poesía no me venga mal. Siempre es divertido leer en verso.
Seis cafés.
Merendaría, pero no tengo hambre. Dedicaré la tarde a picotear. Enciendo el ordenador, y su ruido inunda la sala. Pronto la música se mezcla con el ruido, y mi amigo Syd Barrett ameniza la tarde.
Siete cafés.
Hora de cenar. Siempre viene bien una comida ligera por la noche. Una ensalada me refrescará y me llenará poco. Además, están muy ricas.
Ocho cafés.
Veamos la teleserie del prime time. Como siempre, tópicos de los guiones américanos absurdamente llevados a terreno español, formando un caos estúpido y sin razón.
Nueve cafés.
Volvamos al ordenador. Vídeos de Pink Floyd, textos, arte, entretenimiento... todo canalizado a través de plástico y fibra de carbono. Las tecnologías avanzan que es una barbaridad.
Diez cafés.
Vaya. Ha vuelto a amanecer...
Ha salido el sol. Al fin es de día. Veo cómo las personas van despertando de una en una, desperezándose y creyendo que son madrugadores cuando los pájaros llevan despiertos varias horas ya.
Dos cafés.
Es hora de desayunar. Mis entumecidos huesos crujen y se resienten cada vez que me muevo. El sabor dulce de la comida inunda mi boca, haciendo que mi saliva fluya más de lo normal.
Tres cafés.
La chimenea está encendida y llena de calor el salón, donde me tumbo a ver la tele. No hay nada interesante, pero es divertido ver como la élite del país se grita como si fuese un gallinero.
Cuatro cafés.
Hay que comer. El estómago no ruge, pero es norma comer a ésta hora. Las iluminadas frases de Lisa Simpson contrastan con las estupideces de su padre en el salón. La comida me llena mucho más que el desayuno y me siento pesado.
Cinco cafés.
Leamos algo. Tengo muchos libros interesantes en la estantería, pero no sé cuál elegir. Quizá ésta vez algo de poesía no me venga mal. Siempre es divertido leer en verso.
Seis cafés.
Merendaría, pero no tengo hambre. Dedicaré la tarde a picotear. Enciendo el ordenador, y su ruido inunda la sala. Pronto la música se mezcla con el ruido, y mi amigo Syd Barrett ameniza la tarde.
Siete cafés.
Hora de cenar. Siempre viene bien una comida ligera por la noche. Una ensalada me refrescará y me llenará poco. Además, están muy ricas.
Ocho cafés.
Veamos la teleserie del prime time. Como siempre, tópicos de los guiones américanos absurdamente llevados a terreno español, formando un caos estúpido y sin razón.
Nueve cafés.
Volvamos al ordenador. Vídeos de Pink Floyd, textos, arte, entretenimiento... todo canalizado a través de plástico y fibra de carbono. Las tecnologías avanzan que es una barbaridad.
Diez cafés.
Vaya. Ha vuelto a amanecer...
martes, 31 de marzo de 2009
Siempre estabas ahí
Llegó el final, cesó el clamor y la magia se desvaneció; pero allí no había ningún barón, y mucho menos uno rojo.
Fue curioso ver cómo tres años de amistad, de levantarnos el ánimo el uno a la otra, se fueron por la borda en una discusión de apenas unos minutos. Pudo ser mi ciego orgullo, incapaz de discernir más que entre mi opinión y la del mundo entero; o pudo ser que ella no había comido y claro, con el hambre, uno está irascible siempre.
No sé qué dije, ni qué dijo ella. A día de hoy, todo lo que quedará de aquella conversación serán difuminados y distorsionados recuerdos que me harían ver un error que nunca fue, o que siempre fue y no quiero ver.
A día de hoy, y sin temor a equivocarme, puedo decir que nadie sabrá jamás a ciencia cierta de quién fue el gran paso en falso. Yo siempre diré que fui yo... quizás por el atractivo que tiene llevar la contraria, o quizás por lo que me gusta tener razón.
A día de hoy pueden ser millones de cosas, todas aquellas que me torturaron en el pasado, y especialmente el haberla perdido.
A día de hoy, sólo sé que siempre estaba allí.
Fue curioso ver cómo tres años de amistad, de levantarnos el ánimo el uno a la otra, se fueron por la borda en una discusión de apenas unos minutos. Pudo ser mi ciego orgullo, incapaz de discernir más que entre mi opinión y la del mundo entero; o pudo ser que ella no había comido y claro, con el hambre, uno está irascible siempre.
No sé qué dije, ni qué dijo ella. A día de hoy, todo lo que quedará de aquella conversación serán difuminados y distorsionados recuerdos que me harían ver un error que nunca fue, o que siempre fue y no quiero ver.
A día de hoy, y sin temor a equivocarme, puedo decir que nadie sabrá jamás a ciencia cierta de quién fue el gran paso en falso. Yo siempre diré que fui yo... quizás por el atractivo que tiene llevar la contraria, o quizás por lo que me gusta tener razón.
A día de hoy pueden ser millones de cosas, todas aquellas que me torturaron en el pasado, y especialmente el haberla perdido.
A día de hoy, sólo sé que siempre estaba allí.
jueves, 26 de marzo de 2009
Out of Control
Mientras ellos hablaban, yo seguía tumbado sobre la mesa. No tenía alternativa, pues estaba totalmente atado a ella. Inútilmente, intenté librarme de mi prisión, a lo que siguió un determinado tono de alarma en sus voces.
Intenté también abrir los ojos, pero mi dolor fue enorme, pues mis párpados se hallaban cosidos, incapaces de separarse. Lo mismo pasaba con mis labios, que fui incapaz de despegar.
Hallándome incapacitado totalmente, decidí escuchar, pues quizá pudiese sacar algo en claro de la conversación de quienes quiera que se hallaran en la habitación.
-Se nos ha ido de las manos completamente-decía la voz aterrada y horrorizada de un muchacho. De su manera de hablar deducí que era inglés, pues su acento era excesivamente característico, además de sus modales.
-No ha sido culpa de nuestra nación, eso seguro-contestó otro, algo mayor. Su acento parecía ruso, o al menos de Europa del Este.
-Tranquilos, caballeros-intervino un tercero-inútil es ahora saber qué país empezó todo ésto.
Éste tercero, cosa que me sorprendió, parecía oriental. No sabría decir si chino o japonés, pero estaba seguro de que pertenecía al extremo oriente.
Un circo de voces siguió a aquéllo. Pude distinguir españoles, italianos, griegos, africanos, americanos... todo se volvió confuso, hasta que una voz potente se elevó sobre las otras. Sibilina y terrible, como un presagio de muerte, e incluso sin ningún tipo de acento. En todo momento parecía tener el mismo tono, sin alterarse por nada, cuando dijo:
-La solución está clara: sacrifiquémoslo.
Me revolví como pude, pues sabía que se referían a mí, pero todo fue inútil. Pronto pude sentir el acero frío que, paradójicamente, quemaba mis entrañas, y creaba una llama de dolor en mi pecho. Supe que aquél era el fin y, con un intento de sonrisa, me di cuenta de algo.
Todas las naciones se habían puesto de acuerdo para crear un monstruo, y para destruirlo; pero jamás lo harían para crear algo bueno y armonioso.
Intenté también abrir los ojos, pero mi dolor fue enorme, pues mis párpados se hallaban cosidos, incapaces de separarse. Lo mismo pasaba con mis labios, que fui incapaz de despegar.
Hallándome incapacitado totalmente, decidí escuchar, pues quizá pudiese sacar algo en claro de la conversación de quienes quiera que se hallaran en la habitación.
-Se nos ha ido de las manos completamente-decía la voz aterrada y horrorizada de un muchacho. De su manera de hablar deducí que era inglés, pues su acento era excesivamente característico, además de sus modales.
-No ha sido culpa de nuestra nación, eso seguro-contestó otro, algo mayor. Su acento parecía ruso, o al menos de Europa del Este.
-Tranquilos, caballeros-intervino un tercero-inútil es ahora saber qué país empezó todo ésto.
Éste tercero, cosa que me sorprendió, parecía oriental. No sabría decir si chino o japonés, pero estaba seguro de que pertenecía al extremo oriente.
Un circo de voces siguió a aquéllo. Pude distinguir españoles, italianos, griegos, africanos, americanos... todo se volvió confuso, hasta que una voz potente se elevó sobre las otras. Sibilina y terrible, como un presagio de muerte, e incluso sin ningún tipo de acento. En todo momento parecía tener el mismo tono, sin alterarse por nada, cuando dijo:
-La solución está clara: sacrifiquémoslo.
Me revolví como pude, pues sabía que se referían a mí, pero todo fue inútil. Pronto pude sentir el acero frío que, paradójicamente, quemaba mis entrañas, y creaba una llama de dolor en mi pecho. Supe que aquél era el fin y, con un intento de sonrisa, me di cuenta de algo.
Todas las naciones se habían puesto de acuerdo para crear un monstruo, y para destruirlo; pero jamás lo harían para crear algo bueno y armonioso.
miércoles, 25 de marzo de 2009
The End
Y el fin llegó. No sólo como un hecho, sino como una circunstancia. Dejé de sobresalir, me volví mediocre y me mezclé entre lo que yo había mirado con superioridad. Perdí mi personalidad y me volví uno más, incapaz de nada fuera de la media.
Lo pude soportar. Aquello que se me había antojado como el fin se volvió llevadero gracias a ti, hasta que me dijiste que amabas a otro hombre. Supe que aún me querías, lo vi en tus ojos y en tu gesto torcido, pero ya nada era lo mismo. Sin haber cambiado, todo era otra cosa. Fue entonces cuando se derrumbó la última de las maldades de la caja de Pandora. Desapareció al fin la esperanza.
Pasó el tiempo y busqué un nuevo sentido a mi existencia, mas todos mis intentos fueron vanos. Me debilité y volví a mi cueva, abatido, donde , al fin, el sonido de un disparo confirmó lo que yo ya sabía.
El fin había llegado.
Lo pude soportar. Aquello que se me había antojado como el fin se volvió llevadero gracias a ti, hasta que me dijiste que amabas a otro hombre. Supe que aún me querías, lo vi en tus ojos y en tu gesto torcido, pero ya nada era lo mismo. Sin haber cambiado, todo era otra cosa. Fue entonces cuando se derrumbó la última de las maldades de la caja de Pandora. Desapareció al fin la esperanza.
Pasó el tiempo y busqué un nuevo sentido a mi existencia, mas todos mis intentos fueron vanos. Me debilité y volví a mi cueva, abatido, donde , al fin, el sonido de un disparo confirmó lo que yo ya sabía.
El fin había llegado.
domingo, 22 de marzo de 2009
¡Cuán adulto es un adulto!
Dieciséis años. Domingo. Dos y media de la madrugada. Apenas veo las teclas que pulso. Acabo de ver un monólogo de Pepe Rubianes/Paco Rubiales (anticuado, por supuesto), y un trozo de película sobre la matanza de Columbine.
He visto cómo los críticos adultos culpan a todo el que encuentran de la violencia de los jóvenes, y me ha asaltado una duda.
Soy un estudiante de poca edad y poca estatura (cómo no). Como tal, soy joven, y, lingüísticamente, el ser joven se asocia a ser inmaduro e inexperto. Veamos:
Los jóvenes, cuando tenemos problemas, echamos la culpa al exterior: se meten conmigo; mi novia/o me ha dejado; estoy depre porque me tratan mal; hay muchos examenes. Y, según el mundo, eso es EL COLMO DE LA INMADUREZ.
¿Según qué mundo? El mundo. Ese lugar regido por adultos, invariablemente: ¿quién es el presidente de los EE. UU.? Una persona mayor de dieciocho años ¿y el de España? Ídem ¿Y el de Francia? ¡Oh, no, tres cuartos de lo mismo!
Eso es porque los mayores tenemos más experiencia y somos más maduros; dirá más de un adulto.
Muy bien, señores. Entonces, explíquenme por qué psicólogos entrados en años (entre cuarenta y cincuenta), hablan en semejantes términos de la matanza de Columbine: el culpable es la música heavy; el culpable es el cine violento; ¡los videojuegos tienen la culpa!; ¡me cago en Marilyn Manson, que pervierte a nuestros niños!; ¡La puta culpa es de South Park!; etc.
Les explico, señores: Marilyn Manson no ha educado a sus hijos. Los videojuegos no lo han hecho, y las películas menos. La música ha sido una parte ínfima de su educación y, sin embargo, ustedes, los adultos, han sido los responsables de cuidarnos. Sí, sí, adultos de los de día a día, nuestros padres.
Como no me entiendo ni yo, pongamos un ejemplo: hay una habitación cerrada, y en ella una vela se sostiene en un candelabro. De pronto, el candelabro se dobla y tira la vela por los suelos. ¿De quién es la culpa?¿De la vela? No, pobrecita ¿Del candelabro? No, que soy yo (el adulto). No, señores personas adultas: la culpa es de... ¡el viento que soplaba fuera de la habitación, que hizo temblar las paredes, doblando el candelabro psicosomáticamente!
Antes de desvariar (más), quiero acabar pidiéndoles a los adultos una cosa encarecidamente: sean adultos de verdad, maduros y responsables, y acepten las culpas que tengan que aceptar. En caso contrario, ¿qué ejemplo tomaremos nosotros, los "inmaduros e inexpertos jóvenes"?
He visto cómo los críticos adultos culpan a todo el que encuentran de la violencia de los jóvenes, y me ha asaltado una duda.
Soy un estudiante de poca edad y poca estatura (cómo no). Como tal, soy joven, y, lingüísticamente, el ser joven se asocia a ser inmaduro e inexperto. Veamos:
Los jóvenes, cuando tenemos problemas, echamos la culpa al exterior: se meten conmigo; mi novia/o me ha dejado; estoy depre porque me tratan mal; hay muchos examenes. Y, según el mundo, eso es EL COLMO DE LA INMADUREZ.
¿Según qué mundo? El mundo. Ese lugar regido por adultos, invariablemente: ¿quién es el presidente de los EE. UU.? Una persona mayor de dieciocho años ¿y el de España? Ídem ¿Y el de Francia? ¡Oh, no, tres cuartos de lo mismo!
Eso es porque los mayores tenemos más experiencia y somos más maduros; dirá más de un adulto.
Muy bien, señores. Entonces, explíquenme por qué psicólogos entrados en años (entre cuarenta y cincuenta), hablan en semejantes términos de la matanza de Columbine: el culpable es la música heavy; el culpable es el cine violento; ¡los videojuegos tienen la culpa!; ¡me cago en Marilyn Manson, que pervierte a nuestros niños!; ¡La puta culpa es de South Park!; etc.
Les explico, señores: Marilyn Manson no ha educado a sus hijos. Los videojuegos no lo han hecho, y las películas menos. La música ha sido una parte ínfima de su educación y, sin embargo, ustedes, los adultos, han sido los responsables de cuidarnos. Sí, sí, adultos de los de día a día, nuestros padres.
Como no me entiendo ni yo, pongamos un ejemplo: hay una habitación cerrada, y en ella una vela se sostiene en un candelabro. De pronto, el candelabro se dobla y tira la vela por los suelos. ¿De quién es la culpa?¿De la vela? No, pobrecita ¿Del candelabro? No, que soy yo (el adulto). No, señores personas adultas: la culpa es de... ¡el viento que soplaba fuera de la habitación, que hizo temblar las paredes, doblando el candelabro psicosomáticamente!
Antes de desvariar (más), quiero acabar pidiéndoles a los adultos una cosa encarecidamente: sean adultos de verdad, maduros y responsables, y acepten las culpas que tengan que aceptar. En caso contrario, ¿qué ejemplo tomaremos nosotros, los "inmaduros e inexpertos jóvenes"?
domingo, 15 de marzo de 2009
Rides Again
Vuelvo a aquél lugar, centro de todo mi odio. Es confuso. Todo cuanto aprecio está allí, al igual que todo cuanto odio está allí. Esa es mi vida, y llevo una semana desterrado de ella. Hace que me sienta extraño y desorientado. No sé qué haré, ni cómo se me recibirá. Apenas sé lo que pienso o pensaré.
Miles de problemas por resolver me esperan a la vuelta, sin piedad alguna: líos de faldas, falta del trabajo que debí hacer durante mi "arresto domiciliario"...
Bah, sea como sea, no puede ser peor que el 80% de mi vida, ni peor que lo que me queda por soportar; así que, allá vamos.
ADVERTENCIA: Si las escrituras en éste blog se terminan, se deberán a un linchamiento realizado para jolgorio y recreación pública de don Miguel Angel Cabo Galguera. En caso contrario, el escritor habrá sido salvado milagrosamente por Sir Lancelot en un unicornio blanco e impoluto.
Miles de problemas por resolver me esperan a la vuelta, sin piedad alguna: líos de faldas, falta del trabajo que debí hacer durante mi "arresto domiciliario"...
Bah, sea como sea, no puede ser peor que el 80% de mi vida, ni peor que lo que me queda por soportar; así que, allá vamos.
ADVERTENCIA: Si las escrituras en éste blog se terminan, se deberán a un linchamiento realizado para jolgorio y recreación pública de don Miguel Angel Cabo Galguera. En caso contrario, el escritor habrá sido salvado milagrosamente por Sir Lancelot en un unicornio blanco e impoluto.
domingo, 8 de febrero de 2009
Divagando en una pesadilla.
Emile Cioran dijo una vez que en éste mundo, la pesadilla es la única forma de lucidez.
Y es cierto.
Durante años, ves cómo anuncian guerras y matanzas sin fin ni objetivo alguno. Durante años, te enseñan cuáles son tus obligaciones, pero nunca hay nadie ahí para enseñarte qué hacer con tu libertad.
Dentro de algunas generaciones, no será de extrañar que un niño de ocho años se divierta viendo cómo un gatito es torturado y destrozado, como caricaturiza y profetiza Matt Groening.
La pregunta es: si la pesadilla se puede volver demencia (que puede), y a su vez es la única forma de lucidez... ¿están la locura y la cordura tan separadas como creemos?
Y es cierto.
Durante años, ves cómo anuncian guerras y matanzas sin fin ni objetivo alguno. Durante años, te enseñan cuáles son tus obligaciones, pero nunca hay nadie ahí para enseñarte qué hacer con tu libertad.
Dentro de algunas generaciones, no será de extrañar que un niño de ocho años se divierta viendo cómo un gatito es torturado y destrozado, como caricaturiza y profetiza Matt Groening.
La pregunta es: si la pesadilla se puede volver demencia (que puede), y a su vez es la única forma de lucidez... ¿están la locura y la cordura tan separadas como creemos?
viernes, 6 de febrero de 2009
Nos dan la bienvenida - Capítulo 2
Los pasillos del edificio casi me resultaban aterradores, aunque era una sensación agradable. Vacíos, carentes de la vida propia de un instituto a rebosar de juventud, me ofrecían extrañas visiones de lo hermosos que podrían ser como escenario de una matanza. En ellos, la juventud brillaba por su ausencia. Mentes llenas de imaginación se hallaban ahora aprendiendo métodos para canalizarla y, en cierto modo, reprimirla.
De alguna extraña forma, sentía pena por ellos. A mí siempre me habían dicho que mi exagerada imaginación resultaba mi mayor problema, y ahora ahí me encontraba yo. Era el depredador, y ellos la presa. Pobres chiquillos.
Por quien no sentía lástima era por sus profesores. Pastores crueles, encargados de convertir a los muchachos en ovejas. Encargados de darles esquemas y, por tanto, de limitarlos. Estaba seguro de que esas serían mis más merecidas víctimas.
Desde pequeño, siempre había odiado a la autoridad, a su imagen y a toda forma de ejercerla. No era de extrañar que ahora quisiera acabar con ella (al menos simbólicamente)
Mientras cavilaba profundamente sobre mi pasado, fui cerrando todas las salidas habidas y por haber en la planta baja del instituto: tapié puertas, ventanas, agujeros de ventilación… de todo. Nadie podría salir vivo y, viendo que la amenaza no era más que un muchacho con unos cuantos cuchillos, preferirían quedarse a saltar por las ventanas.
Una vez terminado mi trabajo, me dirigí al despacho del director para cortar la electricidad y las líneas de comunicación puesto que, por fuerte que una persona sea, no puede contra las balas de la policía.
Allí me topé con el director: un hombre de buen porte, alto y fuerte, que había envejecido con elegancia. Lucía un impoluto peinado corto y unas gafas de estudio que reflejaron la luz de la ventana cuando alzó los ojos, impidiéndome ver sus ojos. Aquél hecho me molestó, pues acostumbraba a ver los ojos de mis víctimas mientras acababa con sus vidas. Adoraba sumirme en aquellos insondables pozos llenos de emociones, que, en aquellos momentos previos a sus muertes, dejaban salir el temor a la luz de forma perceptible.
Extrañado, me preguntó algo que no oí. No sentía ninguna necesidad de matarlo si no podía ver el terror de sus ojos mientras le mataba, por lo que le ignoré y me dediqué a dejar aislado el instituto. Cuando el director se recuperó de su shock, hizo lo más estúpido que se le podía haber ocurrido.
Se levantó y se dirigió a mí, gritándome como si estuviera sordo (y, en cierto modo, lo estaba, pues mis oídos eran sordos a sus palabras, y a las de casi cualquier otro). Me sujetó por los brazos y me miró. Entonces pude ver sus ojos tras los cristales de sus gafas. Eran unos ojos claros, cansados por la edad, cuyas pupilas se difuminaban casi imperceptiblemente. Estaban dilatados por una mezcla de miedo, curiosidad y rabia.
Estaba seguro de poder acabar con la rabia y la curiosidad con un simple movimiento.
Lancé mi cuchillo hacia su pecho con un movimiento rápido y certero, y el director cayó de rodillas, aferrándose con desesperación a mi camisa, perdiendo las fuerzas por momentos.
Durante unos deliciosos instantes, sus gemidos se hicieron ligeramente audibles. Escuchaba con total excitación los estertores agónicos del pobre hombre, mientras sus manos perdían las fuerzas y se deslizaban sobre mí casi intangiblemente. Vi cómo su cuerpo caía al suelo, finalmente inerte, y me incliné a ver sus ojos. Ya no quedaba ni rastro de su curiosidad ni de su rabia. Tan sólo un terror insoportable, más grande que todos los terrores del mundo: el miedo a la muerte que se sufre inmutablemente, creas lo que creas que hay después de ella.
Sí. Ciertamente, era otra víctima más.
De alguna extraña forma, sentía pena por ellos. A mí siempre me habían dicho que mi exagerada imaginación resultaba mi mayor problema, y ahora ahí me encontraba yo. Era el depredador, y ellos la presa. Pobres chiquillos.
Por quien no sentía lástima era por sus profesores. Pastores crueles, encargados de convertir a los muchachos en ovejas. Encargados de darles esquemas y, por tanto, de limitarlos. Estaba seguro de que esas serían mis más merecidas víctimas.
Desde pequeño, siempre había odiado a la autoridad, a su imagen y a toda forma de ejercerla. No era de extrañar que ahora quisiera acabar con ella (al menos simbólicamente)
Mientras cavilaba profundamente sobre mi pasado, fui cerrando todas las salidas habidas y por haber en la planta baja del instituto: tapié puertas, ventanas, agujeros de ventilación… de todo. Nadie podría salir vivo y, viendo que la amenaza no era más que un muchacho con unos cuantos cuchillos, preferirían quedarse a saltar por las ventanas.
Una vez terminado mi trabajo, me dirigí al despacho del director para cortar la electricidad y las líneas de comunicación puesto que, por fuerte que una persona sea, no puede contra las balas de la policía.
Allí me topé con el director: un hombre de buen porte, alto y fuerte, que había envejecido con elegancia. Lucía un impoluto peinado corto y unas gafas de estudio que reflejaron la luz de la ventana cuando alzó los ojos, impidiéndome ver sus ojos. Aquél hecho me molestó, pues acostumbraba a ver los ojos de mis víctimas mientras acababa con sus vidas. Adoraba sumirme en aquellos insondables pozos llenos de emociones, que, en aquellos momentos previos a sus muertes, dejaban salir el temor a la luz de forma perceptible.
Extrañado, me preguntó algo que no oí. No sentía ninguna necesidad de matarlo si no podía ver el terror de sus ojos mientras le mataba, por lo que le ignoré y me dediqué a dejar aislado el instituto. Cuando el director se recuperó de su shock, hizo lo más estúpido que se le podía haber ocurrido.
Se levantó y se dirigió a mí, gritándome como si estuviera sordo (y, en cierto modo, lo estaba, pues mis oídos eran sordos a sus palabras, y a las de casi cualquier otro). Me sujetó por los brazos y me miró. Entonces pude ver sus ojos tras los cristales de sus gafas. Eran unos ojos claros, cansados por la edad, cuyas pupilas se difuminaban casi imperceptiblemente. Estaban dilatados por una mezcla de miedo, curiosidad y rabia.
Estaba seguro de poder acabar con la rabia y la curiosidad con un simple movimiento.
Lancé mi cuchillo hacia su pecho con un movimiento rápido y certero, y el director cayó de rodillas, aferrándose con desesperación a mi camisa, perdiendo las fuerzas por momentos.
Durante unos deliciosos instantes, sus gemidos se hicieron ligeramente audibles. Escuchaba con total excitación los estertores agónicos del pobre hombre, mientras sus manos perdían las fuerzas y se deslizaban sobre mí casi intangiblemente. Vi cómo su cuerpo caía al suelo, finalmente inerte, y me incliné a ver sus ojos. Ya no quedaba ni rastro de su curiosidad ni de su rabia. Tan sólo un terror insoportable, más grande que todos los terrores del mundo: el miedo a la muerte que se sufre inmutablemente, creas lo que creas que hay después de ella.
Sí. Ciertamente, era otra víctima más.
Nos dan la bienvenida - Capítulo 1
Parecía que el Sol pretendiera quemarme, atacandome con más y más fuerza, haciéndome desfallecer. Era imposible caminar con comodidad bajo aquél 'castigo de Apolo', y mucho menos correr. Ya llegaba tarde a mi primer día de instituto, y de hecho oí cómo la sirena sonaba a lo lejos, dentro del edificio.
Frené en seco. Ya poco sentido tenía sudar con el fin de llegar puntual, pues eso resultaba imposible, así que sería más lógico ir tranquilamente y darles una buena impresión a mis compañeros y profesores. Mientras todo estuviera bajo control, mi primer día sería genial.
Estar todo bajo control. Es una expresión muy usada, pero siempre se aplica al exterior de uno mismo. Yo siempre había tenido que aplicarla a mí mismo, pues lo más peligroso estaba ahí dentro, acechando y esperando mi debilidad.
La cual, por supuesto, no se hizo esperar.
Mi cuerpo finalmente desfalleció bajo el calor abrasador y caí de rodillas al suelo, luchando por contener aquello que me acechaba con semejante fiereza. Busqué en mi mochila la medicación, pero no estaba. Debía de haberla dejado en casa. Incapaz de hacer nada, me dejé caer, esperando que no hubiera problemas.
-Eres un estúpido-decía la voz de mi interior-, estoy seguro de que te gustará dejarte llevar.
Me levanté de nuevo con una sonrisa en los labios y corrí hacia el edificio, ésta vez con renovadas energías. Dentro se estaba genial, sin luz cegadora ni calor abrasador, por lo que me recreé en mi estancia allí.
Decidí divertirme un poco antes de ir a clase, por lo que me dirigí a la cocina, en lugar de a las aulas. Parecía todo bastante fácil, y realmente esperaba que no fuera así. Me escabullí entre el personal y llegué a la cocina, donde rápidamente busqué utensilios para 'jugar'.
El cajón estaba repleto de todo tipo de cuchillos bien afilados. No era de extrañar, pues les hacían falta para hacer comida para cientos de personas. Al haber tanto donde elegir, me sentía abrumado y ciertamente feliz. Finalmente, me decidí por un par de cuchillos largos y uno ancho de hoja robusta.
Pocos instantes después de cerrar el cajón, una cocinera entró en la sala, despistada. Al verme con un cuchillo en cada mano y otro colgado de mi cinturón, retrocedió un paso y abrió la boca, pero ningún grito llegó a sus labios. El cuchillo lo impidió clavándose en su garganta, haciendo que su grito se tornara un gemido ahogado, mientras caía al suelo entre la lluvia de sangre.
De esa guisa, con mi cara y mi uniforme salpicados de rojo, salí con cuidado de la cocina hacia el comedor, en aquellos momentos vacío. Si bien no había nadie a la vista, me moví con precaución. Nunca se sabe cuándo un enemigo inintencionado puede sorprenderte.
Cerca de la puerta oí pasos ruidosos... a juzgar por el sonido, debía de ser el conserje o alguna de las limpiadoras: el personal de cocina no llevaba calzado tan sucio y ruidoso.
Me agazapé junto al marco evaluando la posible reacción de mi presa. Era muy probable que fuera hacia allí en busca de la cocinera muerta, por lo que entraría en línea recta, quizá mirando un poco hacia la derecha, donde se hallaba la puerta de la cocina.
Decidí colocarme al margen izquierdo de la entrada del comedor y esperar pacientemente. Como predije, mi amigo el conserje entró como un vendaval, pero no había esperado que revisara toda la estancia, por lo que me sorprendió agachado en la esquina contigua a la puerta.
Aprovechando su sorpresa, giré sobre mí mismo para darle una patada en los tobillos, derribándole con un sonido sordo acompañado de un delicioso gemido de dolor.
Me lancé en pleno frenesí encima de mi presa, sentándome sobre su pecho para oprimir su respiración.
Mientras sus ojos me miraban completamente horrorizados, alcé mi cuchillo con las dos manos, mirándole con la sonrisa pintada en mis labios. Estaba seguro de que la imagen debía de resultar aterradora: una persona tan joven como yo, llena de sangre y con un cuchillo que marcaba su trayectoria hacia la garganta de mi único público. Agradecí durante unos brevísimos momentos mi total falta de empatía, pues me daba miedo saber cómo era sentir pena por mis presas. Sentir pena, dejarse llevar y cometer errores. Aquello debía de ser fatal.
Con un sonido silbante, la pulida hoja de mi cuchilló se lanzó contra el cuello del anciano conserje, que profirió un corto grito desprovisto de volumen que, sin embargo, expresaba un temor y un horror que me provocaron un escalofrío de placer.
Mientras salía del comedor, pensaba en una conversación que había mantenido con mi psiquiatra.
¿Dijo él que yo no era peligroso? Probablemente conocía a mi 'otro yo'.
Frené en seco. Ya poco sentido tenía sudar con el fin de llegar puntual, pues eso resultaba imposible, así que sería más lógico ir tranquilamente y darles una buena impresión a mis compañeros y profesores. Mientras todo estuviera bajo control, mi primer día sería genial.
Estar todo bajo control. Es una expresión muy usada, pero siempre se aplica al exterior de uno mismo. Yo siempre había tenido que aplicarla a mí mismo, pues lo más peligroso estaba ahí dentro, acechando y esperando mi debilidad.
La cual, por supuesto, no se hizo esperar.
Mi cuerpo finalmente desfalleció bajo el calor abrasador y caí de rodillas al suelo, luchando por contener aquello que me acechaba con semejante fiereza. Busqué en mi mochila la medicación, pero no estaba. Debía de haberla dejado en casa. Incapaz de hacer nada, me dejé caer, esperando que no hubiera problemas.
-Eres un estúpido-decía la voz de mi interior-, estoy seguro de que te gustará dejarte llevar.
Me levanté de nuevo con una sonrisa en los labios y corrí hacia el edificio, ésta vez con renovadas energías. Dentro se estaba genial, sin luz cegadora ni calor abrasador, por lo que me recreé en mi estancia allí.
Decidí divertirme un poco antes de ir a clase, por lo que me dirigí a la cocina, en lugar de a las aulas. Parecía todo bastante fácil, y realmente esperaba que no fuera así. Me escabullí entre el personal y llegué a la cocina, donde rápidamente busqué utensilios para 'jugar'.
El cajón estaba repleto de todo tipo de cuchillos bien afilados. No era de extrañar, pues les hacían falta para hacer comida para cientos de personas. Al haber tanto donde elegir, me sentía abrumado y ciertamente feliz. Finalmente, me decidí por un par de cuchillos largos y uno ancho de hoja robusta.
Pocos instantes después de cerrar el cajón, una cocinera entró en la sala, despistada. Al verme con un cuchillo en cada mano y otro colgado de mi cinturón, retrocedió un paso y abrió la boca, pero ningún grito llegó a sus labios. El cuchillo lo impidió clavándose en su garganta, haciendo que su grito se tornara un gemido ahogado, mientras caía al suelo entre la lluvia de sangre.
De esa guisa, con mi cara y mi uniforme salpicados de rojo, salí con cuidado de la cocina hacia el comedor, en aquellos momentos vacío. Si bien no había nadie a la vista, me moví con precaución. Nunca se sabe cuándo un enemigo inintencionado puede sorprenderte.
Cerca de la puerta oí pasos ruidosos... a juzgar por el sonido, debía de ser el conserje o alguna de las limpiadoras: el personal de cocina no llevaba calzado tan sucio y ruidoso.
Me agazapé junto al marco evaluando la posible reacción de mi presa. Era muy probable que fuera hacia allí en busca de la cocinera muerta, por lo que entraría en línea recta, quizá mirando un poco hacia la derecha, donde se hallaba la puerta de la cocina.
Decidí colocarme al margen izquierdo de la entrada del comedor y esperar pacientemente. Como predije, mi amigo el conserje entró como un vendaval, pero no había esperado que revisara toda la estancia, por lo que me sorprendió agachado en la esquina contigua a la puerta.
Aprovechando su sorpresa, giré sobre mí mismo para darle una patada en los tobillos, derribándole con un sonido sordo acompañado de un delicioso gemido de dolor.
Me lancé en pleno frenesí encima de mi presa, sentándome sobre su pecho para oprimir su respiración.
Mientras sus ojos me miraban completamente horrorizados, alcé mi cuchillo con las dos manos, mirándole con la sonrisa pintada en mis labios. Estaba seguro de que la imagen debía de resultar aterradora: una persona tan joven como yo, llena de sangre y con un cuchillo que marcaba su trayectoria hacia la garganta de mi único público. Agradecí durante unos brevísimos momentos mi total falta de empatía, pues me daba miedo saber cómo era sentir pena por mis presas. Sentir pena, dejarse llevar y cometer errores. Aquello debía de ser fatal.
Con un sonido silbante, la pulida hoja de mi cuchilló se lanzó contra el cuello del anciano conserje, que profirió un corto grito desprovisto de volumen que, sin embargo, expresaba un temor y un horror que me provocaron un escalofrío de placer.
Mientras salía del comedor, pensaba en una conversación que había mantenido con mi psiquiatra.
¿Dijo él que yo no era peligroso? Probablemente conocía a mi 'otro yo'.
martes, 20 de enero de 2009
When The Levee Breaks
Tiene un hermoso y largo cabello negro como el azabache. Debajo de él, su rostro blanco e impoluto me observa con unos ojos marrones, expresivos y abiertos, con una inocencia increíble.
Su sonrisa alegre me devuelve a la vida y me mata cada vez que me la dedica. Sus palabras me dan más fuerza y me empujan a la debilidad cuando las oigo. Siento un nerviosismo incontenible y una tranquilidad excesiva cuando me toca. Su olor emborrona mis sentidos, al tiempo que me permite percibirlo todo nítidamente, más que nunca.
Adoro cómo se mueve, de qué manera me sonríe al verme a lo lejos, cómo camina y cómo se sienta, cómo se levanta, cómo intenta recoger sus cosas de donde las ha dejado y se encuentra con ellas en mi mano, cómo me mira agradecida y me dedica su sonrisa de nuevo cada vez que la ayudo, cómo ríe, cómo llora, cómo se enfada...
Adoro todo lo que la rodea, y todo lo que hay dentro de ella, todo lo que es ella, y todo lo que la hace ser ella. La adoro a ella, y a nadie más.
Adoro pensar que cada día va a estar allí, para hablar con ella y permitirme oír su voz una vez más.
Odio pensar que debo dejarla, separarme de ella... odio pensar que algún día morirá, odio pensar que no me quiere... y aún odio más saber a ciencia cierta que quiere a otro... de cualquier forma, no consigo verlo como un impedimento para profesarle a ella, y sólo a ella, todo mi amor.
'¿Es una droga?'
No. Es algo peor... estoy enamorado.
'¿Quién es ella?'
No lo sé... o no quiero saberlo.
Su sonrisa alegre me devuelve a la vida y me mata cada vez que me la dedica. Sus palabras me dan más fuerza y me empujan a la debilidad cuando las oigo. Siento un nerviosismo incontenible y una tranquilidad excesiva cuando me toca. Su olor emborrona mis sentidos, al tiempo que me permite percibirlo todo nítidamente, más que nunca.
Adoro cómo se mueve, de qué manera me sonríe al verme a lo lejos, cómo camina y cómo se sienta, cómo se levanta, cómo intenta recoger sus cosas de donde las ha dejado y se encuentra con ellas en mi mano, cómo me mira agradecida y me dedica su sonrisa de nuevo cada vez que la ayudo, cómo ríe, cómo llora, cómo se enfada...
Adoro todo lo que la rodea, y todo lo que hay dentro de ella, todo lo que es ella, y todo lo que la hace ser ella. La adoro a ella, y a nadie más.
Adoro pensar que cada día va a estar allí, para hablar con ella y permitirme oír su voz una vez más.
Odio pensar que debo dejarla, separarme de ella... odio pensar que algún día morirá, odio pensar que no me quiere... y aún odio más saber a ciencia cierta que quiere a otro... de cualquier forma, no consigo verlo como un impedimento para profesarle a ella, y sólo a ella, todo mi amor.
'¿Es una droga?'
No. Es algo peor... estoy enamorado.
'¿Quién es ella?'
No lo sé... o no quiero saberlo.
lunes, 19 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 10: Demencia
Oí el sonido del que me advirtió Gabriel, que no eran sino pasos en la escalera. Allí estaba ella. Tan aparentemente pura como el primer día, tan perfecta, tan blanca, tan pulcra y hermosa como nadie y, a la vez, como el mundo entero.
Mi rabia se dejó ver entonces, empujándome hacia ella. Al carecer de razón alguna para tranquilizarme y quedarme quieto, hubo de ser Gabriel quien me sujetó. Ella reía, divertida por el espectáculo de un hombre que se debatía por matarla, y todo siguió así hasta que noté los cambios. Mis brazos se hinchaban, y mi respiración se hacía más profunda. Mis sentidos se dilataron de forma extraña, haciéndome ver de manera borrosa, pero permitiéndome oírlo y olerlo todo con extraña y desconcertante nitidez. Gabriel me soltó, estupefacto, y ella debió de ver algo en mis ojos que la hizo dejar de reírse, pues, cuando me acerqué, ella había retrocedido y me enseñaba los dientes, extrañamente afilados.
-¿Qué me pasa?-murmuré para mis adentros, desconcertado.
Ella vio su oportunidad y atacó, con la fuerza de varios hombres. Me alzó sobre sí misma y me lanzó a través de una ventana. Rodé por las frías y oscuras calles de lo que parecía un pueblo del extrarradio londinense. Al verla saltar sobre mí, rodé a un lado para esquivarla, aterrizando ella en el suelo.
-Stephan, perdóname-decía ella con un gesto lejos de pretender mi perdón.
Ni siquiera recordaba llamarme así en esos momentos: sólo sabía que debía matarla, por lo que abrí la boca y me lancé gritando contra ella. Mis manos aferraron su cuello y, si bien pegar a una mujer no es caballeroso, ella se lo merecía... o al menos eso es lo que yo pensaba.
Una ardua pelea sin palabras continuó a eso. Pude oír la voz de Gabriel desde todos los lugares, diciéndome por dónde venían los ataques, a dónde debía golpear... y todo ésto continuó hasta que los dos, ensangrentados y heridos de muerte, caímos, tiñendo las nieves del Invierno.
Fue entonces cuando atisbé en su rostro la humanidad y bondad que en su día viera, y cuando éstas palabras me resultaron sinceras:
-Perdóname, Stephan...
Vi cómo ella moría, cómo su vida se encharcaba en el suelo, y cómo ésta vez sus ojos sí que estaban tristes por todo lo que me había hecho.
Me retorcí para abrazarla y atraerla hacia mí, y la besé.
-Te perdono, Sophie...-dije yo.
Vino a mi mente los momentos que pasé en la celda. La misteriosa Stephanie, que me salvó de la locura, mis vagabundeos por las calles de Londres, Gabriel... como si ella pudiera leer mi mente, me miró comprensiva, antes de hablarme:
-Puedo explicártelo todo. Supe desde siempre que eras un licántropo. Naciste así, y no había nada que hacer. Yo siempre he tenido grandes contactos, e intenté evitar que acabaras contigo mismo. Si hubieras caído antes en la locura, ahora mismo te habrían sacrificado. Tienes que entenderme: te encerré en aquella celda con Stephanie, pues era la única que había dominado esa enfermedad. Ella también era como tú, y le pedí que te protegiera de ti mismo... luego, al ver cómo enloquecías desmayado en las calles, te traje a mi casa, y pedí que te curaran, pero fue tarde...
-¿Por qué me hiciste todo eso en el pasado?
-Soy una vampiresa. En aquellos días era una recién convertida, y mi sed de poder no tenía límites. Fue mi maestro quien me hizo volver a la buena senda. La leyenda de los hombres lobo y los vampiros no es más que eso: nosotros tratamos de controlaros.
Todo aquello parecía salido de una imaginación desbocada. Apenas me entendía a mí mismo, mientras noté como ella moría entre mis brazos. Sus gráciles formas se deslizaron hasta caer separadas de mí, que ya no podía moverme.
-Espera... ¿qué ha sido de Gabriel?-pregunté débilmente.
-¿Qué... qué Gabriel?-dijo ella.
Gabriel, como al fin comprendí, también era producto de mi demencia. Aquello hizo que la realidad me golpeara fuerte: jamás había tenido un verdadero amigo. Aislarme hizo que los demás se aislaran de mí, y ahora lo lamentaba. La nieve me parecía ahora más fría, mientras las últimas gotas de sangre se deslizaban desde mis heridas.
Mientras caía hacia la eternidad, una figura borrosa caminaba hacia mí. Debía de ser la Parca...
Mi rabia se dejó ver entonces, empujándome hacia ella. Al carecer de razón alguna para tranquilizarme y quedarme quieto, hubo de ser Gabriel quien me sujetó. Ella reía, divertida por el espectáculo de un hombre que se debatía por matarla, y todo siguió así hasta que noté los cambios. Mis brazos se hinchaban, y mi respiración se hacía más profunda. Mis sentidos se dilataron de forma extraña, haciéndome ver de manera borrosa, pero permitiéndome oírlo y olerlo todo con extraña y desconcertante nitidez. Gabriel me soltó, estupefacto, y ella debió de ver algo en mis ojos que la hizo dejar de reírse, pues, cuando me acerqué, ella había retrocedido y me enseñaba los dientes, extrañamente afilados.
-¿Qué me pasa?-murmuré para mis adentros, desconcertado.
Ella vio su oportunidad y atacó, con la fuerza de varios hombres. Me alzó sobre sí misma y me lanzó a través de una ventana. Rodé por las frías y oscuras calles de lo que parecía un pueblo del extrarradio londinense. Al verla saltar sobre mí, rodé a un lado para esquivarla, aterrizando ella en el suelo.
-Stephan, perdóname-decía ella con un gesto lejos de pretender mi perdón.
Ni siquiera recordaba llamarme así en esos momentos: sólo sabía que debía matarla, por lo que abrí la boca y me lancé gritando contra ella. Mis manos aferraron su cuello y, si bien pegar a una mujer no es caballeroso, ella se lo merecía... o al menos eso es lo que yo pensaba.
Una ardua pelea sin palabras continuó a eso. Pude oír la voz de Gabriel desde todos los lugares, diciéndome por dónde venían los ataques, a dónde debía golpear... y todo ésto continuó hasta que los dos, ensangrentados y heridos de muerte, caímos, tiñendo las nieves del Invierno.
Fue entonces cuando atisbé en su rostro la humanidad y bondad que en su día viera, y cuando éstas palabras me resultaron sinceras:
-Perdóname, Stephan...
Vi cómo ella moría, cómo su vida se encharcaba en el suelo, y cómo ésta vez sus ojos sí que estaban tristes por todo lo que me había hecho.
Me retorcí para abrazarla y atraerla hacia mí, y la besé.
-Te perdono, Sophie...-dije yo.
Vino a mi mente los momentos que pasé en la celda. La misteriosa Stephanie, que me salvó de la locura, mis vagabundeos por las calles de Londres, Gabriel... como si ella pudiera leer mi mente, me miró comprensiva, antes de hablarme:
-Puedo explicártelo todo. Supe desde siempre que eras un licántropo. Naciste así, y no había nada que hacer. Yo siempre he tenido grandes contactos, e intenté evitar que acabaras contigo mismo. Si hubieras caído antes en la locura, ahora mismo te habrían sacrificado. Tienes que entenderme: te encerré en aquella celda con Stephanie, pues era la única que había dominado esa enfermedad. Ella también era como tú, y le pedí que te protegiera de ti mismo... luego, al ver cómo enloquecías desmayado en las calles, te traje a mi casa, y pedí que te curaran, pero fue tarde...
-¿Por qué me hiciste todo eso en el pasado?
-Soy una vampiresa. En aquellos días era una recién convertida, y mi sed de poder no tenía límites. Fue mi maestro quien me hizo volver a la buena senda. La leyenda de los hombres lobo y los vampiros no es más que eso: nosotros tratamos de controlaros.
Todo aquello parecía salido de una imaginación desbocada. Apenas me entendía a mí mismo, mientras noté como ella moría entre mis brazos. Sus gráciles formas se deslizaron hasta caer separadas de mí, que ya no podía moverme.
-Espera... ¿qué ha sido de Gabriel?-pregunté débilmente.
-¿Qué... qué Gabriel?-dijo ella.
Gabriel, como al fin comprendí, también era producto de mi demencia. Aquello hizo que la realidad me golpeara fuerte: jamás había tenido un verdadero amigo. Aislarme hizo que los demás se aislaran de mí, y ahora lo lamentaba. La nieve me parecía ahora más fría, mientras las últimas gotas de sangre se deslizaban desde mis heridas.
Mientras caía hacia la eternidad, una figura borrosa caminaba hacia mí. Debía de ser la Parca...
miércoles, 14 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 9: Gabriel
-¿Qué quieres decir?-ella parecía incapaz de articular ninguna palabra. Tenía en su rostro pintada una máscara de terror que parecía imposible de soportar.
Lentamente, se deslizó hacia el borde de la puerta y rozó la manilla con la mano.
-¡Espera!-dije yo precipitadamente, esperando que respondiera a mi pregunta.
Eso hizo que se asustara y saliera de la habitación precipitadamente. Extrañado, me quedé mirando a la puerta cerrada mientras amanecía.
Varios minutos más tarde logré salir de mi estupefacción y levantarme de la cama. La cicatriz del hombro era ahora un vago recuerdo de dolor, y en absoluto me impedía moverme... era increíble lo rápido que se había curado.
-Vaya, tu herida cura inusualmente rápido...
Me di la vuelta rápidamente. No parecía haber nadie en la habitación, pero había oído aquellas palabras nítidamente. Estaba seguro de que no lo había imaginado. Seguí mirando cada rincón de la habitación con detenimiento hasta que me fijé en una esquina oscura, cercana a un armario ropero. Allí, en una hamaca, se sentaba un hombre anciano, pero de cuerpo fuerte. Vestía unos harapos que le cubrían lo justo y necesario, y no parecían abrigar mucho.
Alcé la lámpara de aceite de la mesita para verlo mejor. El hombre me sonreía afablemente, con un gesto que apenas me permitía recelar de tan extraña situación.
-¿Quién eres?¿Cómo has entrado?-balbuceé con dificultad.
El anciano rió con ganas y me volvió a mirar, poniéndose en pie y caminando hacia mí.
-Me llamo Gabriel, y llevo todo el rato aquí-dijo, aún sonriente-. Mi amiga ha sido toda una maleducada, dejándote aquí a solas, ¿no crees?
-Bueno, estás tú... ¿o no?
-Sí, sí que estoy, eso es cierto-repuso.
Me alcanzó algunas ropas del armario y me acompañó al salón de la casa. Parecía la casa de un burgués acomodado, y seguramente eso era. El arte escaseaba increíblemente para ser una casa de la aristocracia, y el hecho de que hubiera mobiliario y habitaciones separabas descartaban que la casa perteneciera a un campesino. Gabriel me invitó a sentarme y él hizo lo propio.
-¿A qué se refería ella con 'eres uno de ellos'?-pregunté, ansioso por saciar mi curiosidad.
-Bueno... recuerdas haber sido mordido por un lobo, ¿no?
Asentí.
-Bien. Verás, por ésta zona, corre la leyenda urbana de una pandemia mítica... algo así como la licantropía. Se dice que un animal representativo aparece en los sueños de uno, y éste se autolesiona con una profunda herida, como si el animal le hubiera mordido. Luego, los afectados se despiertan aparentemente bien... casi incluso mejor que antes: más rápidos, más fuertes, más inteligentes... pero, cuando cae la noche y les ilumina la Luna, parecen no reaccionar de modo... normal.
-¿Se convierten en lobos humanoides?-reí.
Me estaba dando cuenta de que seguíamos hablando en tercera persona, cuando (al menos yo), sabíamos perfectamente que eso era lo que me estaba pasando a mí... aunque fuera algo más bien poco creíble.
-No... realmente es algo más... psicológico. Parecen perder todo rastro de humanidad, se vuelven como locos, salvajes, incapaces de comunicarse ni de pensar en otra cosa que no sea comer. Y, por supuesto, les encanta...
-Espera un momento-le interrumpí-como en los antiguos mitos, ¿aquí también hay vampiros?
-Debes entender que es una farsa, un mito... no te está pasando ni te pasará eso, porque no es verdad. Es una falacia, ¿entiendes?
-Sí-asentí lentamente-. Lo siento, creo que me dejé llevar.
De pronto, Gabriel se sobresaltó y se puso en pie.
-Creo que he oído algo.
Lentamente, se deslizó hacia el borde de la puerta y rozó la manilla con la mano.
-¡Espera!-dije yo precipitadamente, esperando que respondiera a mi pregunta.
Eso hizo que se asustara y saliera de la habitación precipitadamente. Extrañado, me quedé mirando a la puerta cerrada mientras amanecía.
Varios minutos más tarde logré salir de mi estupefacción y levantarme de la cama. La cicatriz del hombro era ahora un vago recuerdo de dolor, y en absoluto me impedía moverme... era increíble lo rápido que se había curado.
-Vaya, tu herida cura inusualmente rápido...
Me di la vuelta rápidamente. No parecía haber nadie en la habitación, pero había oído aquellas palabras nítidamente. Estaba seguro de que no lo había imaginado. Seguí mirando cada rincón de la habitación con detenimiento hasta que me fijé en una esquina oscura, cercana a un armario ropero. Allí, en una hamaca, se sentaba un hombre anciano, pero de cuerpo fuerte. Vestía unos harapos que le cubrían lo justo y necesario, y no parecían abrigar mucho.
Alcé la lámpara de aceite de la mesita para verlo mejor. El hombre me sonreía afablemente, con un gesto que apenas me permitía recelar de tan extraña situación.
-¿Quién eres?¿Cómo has entrado?-balbuceé con dificultad.
El anciano rió con ganas y me volvió a mirar, poniéndose en pie y caminando hacia mí.
-Me llamo Gabriel, y llevo todo el rato aquí-dijo, aún sonriente-. Mi amiga ha sido toda una maleducada, dejándote aquí a solas, ¿no crees?
-Bueno, estás tú... ¿o no?
-Sí, sí que estoy, eso es cierto-repuso.
Me alcanzó algunas ropas del armario y me acompañó al salón de la casa. Parecía la casa de un burgués acomodado, y seguramente eso era. El arte escaseaba increíblemente para ser una casa de la aristocracia, y el hecho de que hubiera mobiliario y habitaciones separabas descartaban que la casa perteneciera a un campesino. Gabriel me invitó a sentarme y él hizo lo propio.
-¿A qué se refería ella con 'eres uno de ellos'?-pregunté, ansioso por saciar mi curiosidad.
-Bueno... recuerdas haber sido mordido por un lobo, ¿no?
Asentí.
-Bien. Verás, por ésta zona, corre la leyenda urbana de una pandemia mítica... algo así como la licantropía. Se dice que un animal representativo aparece en los sueños de uno, y éste se autolesiona con una profunda herida, como si el animal le hubiera mordido. Luego, los afectados se despiertan aparentemente bien... casi incluso mejor que antes: más rápidos, más fuertes, más inteligentes... pero, cuando cae la noche y les ilumina la Luna, parecen no reaccionar de modo... normal.
-¿Se convierten en lobos humanoides?-reí.
Me estaba dando cuenta de que seguíamos hablando en tercera persona, cuando (al menos yo), sabíamos perfectamente que eso era lo que me estaba pasando a mí... aunque fuera algo más bien poco creíble.
-No... realmente es algo más... psicológico. Parecen perder todo rastro de humanidad, se vuelven como locos, salvajes, incapaces de comunicarse ni de pensar en otra cosa que no sea comer. Y, por supuesto, les encanta...
-Espera un momento-le interrumpí-como en los antiguos mitos, ¿aquí también hay vampiros?
-Debes entender que es una farsa, un mito... no te está pasando ni te pasará eso, porque no es verdad. Es una falacia, ¿entiendes?
-Sí-asentí lentamente-. Lo siento, creo que me dejé llevar.
De pronto, Gabriel se sobresaltó y se puso en pie.
-Creo que he oído algo.
miércoles, 7 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 8: Despertar
Mis ojos se abrieron a la deslumbrante luz de una habitación. Una lámpara de aceite servía muy bien a su propósito desde la mesilla de noche situada junto a mi cama. A los pies de la misma, una simple silla se alzaba apoyada en el suelo.
Y, cómo no, sobre la silla había alguien. Con gesto extenuado, lo que parecía una mujer (a juzgar por las manos que cubrían su rostro, que eran lo único que alcanzaba a ver) se sentaba sobre la silla. Parecía haber estado velándome durante mi sueño.
Intenté incorporarme, pero un tirón en el hombro me detuvo. No pude evitar soltar un gritito ahogado por el dolor que me pilló desprevenido, lo cual hizo que la mujer alzara su rostro de entre las manos.
-Al fin te has despertado-dijo-. No intentes moverte... tienes una mordedura bastante profunda en el hombro.
¿Una mordedura? aquello no me cuadraba. Lo último que recordaba era caerme inconsciente sobre las irregulares calles empedradas de Londres. Luego, todo había sido un sueño... ¿o no? Miré mi hombro retorciéndome para evitar el dolor y vi dónde estaba la cicatriz: una costra irregular se extendía sobre el lugar donde el lobo de mi sueño me había mordido. Bueno, era una mordedura a punto de cicatrizar.
-Es extraño-continuó mi compañera-. Cuando te encontré, la herida estaba abierta (incluso se te veía el hueso), pero no sangrabas lo más mínimo... ¿qué fue lo que te mordió?
-Un lobo...-murmuré más para mí que para ella-. Un lobo bajo la luna llena...
Como si hubiese dicho algo incoherente, como si estuviese loco, o como si padeciera la peste negra, ella se apartó. Se levantó precipitadamente, volcando la silla sobre el suelo, y retrocedió tres pasos hasta toparse con la puerta.
No comprendí lo que estaba pasando entonces, pero algo me trajo a la realidad, a la mágica y supersticiosa realidad de nuestro mundo, en el que los mitos de ahora eran un hecho tan cierto como el aire que respiramos o el agua que bebemos.
-Eres uno de ellos-dijo la mujer.
Y, cómo no, sobre la silla había alguien. Con gesto extenuado, lo que parecía una mujer (a juzgar por las manos que cubrían su rostro, que eran lo único que alcanzaba a ver) se sentaba sobre la silla. Parecía haber estado velándome durante mi sueño.
Intenté incorporarme, pero un tirón en el hombro me detuvo. No pude evitar soltar un gritito ahogado por el dolor que me pilló desprevenido, lo cual hizo que la mujer alzara su rostro de entre las manos.
-Al fin te has despertado-dijo-. No intentes moverte... tienes una mordedura bastante profunda en el hombro.
¿Una mordedura? aquello no me cuadraba. Lo último que recordaba era caerme inconsciente sobre las irregulares calles empedradas de Londres. Luego, todo había sido un sueño... ¿o no? Miré mi hombro retorciéndome para evitar el dolor y vi dónde estaba la cicatriz: una costra irregular se extendía sobre el lugar donde el lobo de mi sueño me había mordido. Bueno, era una mordedura a punto de cicatrizar.
-Es extraño-continuó mi compañera-. Cuando te encontré, la herida estaba abierta (incluso se te veía el hueso), pero no sangrabas lo más mínimo... ¿qué fue lo que te mordió?
-Un lobo...-murmuré más para mí que para ella-. Un lobo bajo la luna llena...
Como si hubiese dicho algo incoherente, como si estuviese loco, o como si padeciera la peste negra, ella se apartó. Se levantó precipitadamente, volcando la silla sobre el suelo, y retrocedió tres pasos hasta toparse con la puerta.
No comprendí lo que estaba pasando entonces, pero algo me trajo a la realidad, a la mágica y supersticiosa realidad de nuestro mundo, en el que los mitos de ahora eran un hecho tan cierto como el aire que respiramos o el agua que bebemos.
-Eres uno de ellos-dijo la mujer.
sábado, 3 de enero de 2009
Relatos de un vagabundo - Capítulo 7: Sueño
Me veía a mi mismo pasear por una verde pradera que parecía no tener fin. Era capaz de ver mi cuerpo desde el exterior, viéndome caminar con soltura y despreocupación. No sabía qué estaba haciendo, ni por qué... ni siquiera sabía si era yo quien lo hacía; pero sabía que era yo en quien estaban centrados mis ojos.
La pradera se deslizaba bajo mis pies, tornándose casi imperceptiblemente en un oscuro matorral sin fin, y más tarde en un sombrío bosque.
Veía cómo las retorcidas sombras de la mortecina vegetación bloqueaban la luz del exterior, dando a mi figura oscuros contornos para nada fieles a la realidad; mientras el Sol desaparecía y daba paso libre a una gran luna llena. El aullido de un lobo se dejó oir entonces, infundiendo miedo en mi mente, y en mi cuerpo un rato después.
Vi cómo, presa del pánico, comenzaba a correr por el bosque desesperadamente. Los aullidos del lobo se sucedían uno tras otro sin descanso, cada vez más cercanos. Me sentía frágil y débil de nuevo, incapaz de respirar, incapaz de que aquél cuerpo aparte me obedeciera y buscara la salida de aquél lugar de muerte.
Vi cómo el lobo corría de forma grácil y veloz detrás de mí. Su sonrisa, mostrando todos y cada uno de sus colmillos, parecía refutar el hecho de que mi fin estaba ahí.
De pronto, mi cuerpo se detuvo y se encaró al lobo. Vi cómo abría los brazos, y los dejaba extendidos a sus lados.
Mi rostro, empapado de lágrimas y sangre procedente de los arañazos que me habían causado las ramas de los árboles, tenía una expresión entre triste, cansada y decidida.
Sabía por qué estaba triste: era por el final de todo a cuanto tenía apego: el aire, la lluvia sobre mi rostro, la libertad...
Sabía de qué estaba cansado: justamente de todo aquello que me negaba a abandonar, y que me había acompañado toda mi vida.
Pero, ante todo, sabía una cosa: que estaba decidido totalmente a acabar finalmente: a terminar mi vida. A, al fin, dejarme llevar.
El lobo se acercaba más a cada segundo, cuando al fin volví en mi. Vi cómo sus fauces se abrían y se cerraban en un último aullido, y luego vi cómo saltaba sobre mí.
Fui derribado, y finalmente sentí sus dientes atravesando mi carne entre el flujo de sangre que escapaba, como símbolo de mi alma, de la herida.
Con esa imagen quemando mi mente, me desperté exhausto y sudoroso.
La pradera se deslizaba bajo mis pies, tornándose casi imperceptiblemente en un oscuro matorral sin fin, y más tarde en un sombrío bosque.
Veía cómo las retorcidas sombras de la mortecina vegetación bloqueaban la luz del exterior, dando a mi figura oscuros contornos para nada fieles a la realidad; mientras el Sol desaparecía y daba paso libre a una gran luna llena. El aullido de un lobo se dejó oir entonces, infundiendo miedo en mi mente, y en mi cuerpo un rato después.
Vi cómo, presa del pánico, comenzaba a correr por el bosque desesperadamente. Los aullidos del lobo se sucedían uno tras otro sin descanso, cada vez más cercanos. Me sentía frágil y débil de nuevo, incapaz de respirar, incapaz de que aquél cuerpo aparte me obedeciera y buscara la salida de aquél lugar de muerte.
Vi cómo el lobo corría de forma grácil y veloz detrás de mí. Su sonrisa, mostrando todos y cada uno de sus colmillos, parecía refutar el hecho de que mi fin estaba ahí.
De pronto, mi cuerpo se detuvo y se encaró al lobo. Vi cómo abría los brazos, y los dejaba extendidos a sus lados.
Mi rostro, empapado de lágrimas y sangre procedente de los arañazos que me habían causado las ramas de los árboles, tenía una expresión entre triste, cansada y decidida.
Sabía por qué estaba triste: era por el final de todo a cuanto tenía apego: el aire, la lluvia sobre mi rostro, la libertad...
Sabía de qué estaba cansado: justamente de todo aquello que me negaba a abandonar, y que me había acompañado toda mi vida.
Pero, ante todo, sabía una cosa: que estaba decidido totalmente a acabar finalmente: a terminar mi vida. A, al fin, dejarme llevar.
El lobo se acercaba más a cada segundo, cuando al fin volví en mi. Vi cómo sus fauces se abrían y se cerraban en un último aullido, y luego vi cómo saltaba sobre mí.
Fui derribado, y finalmente sentí sus dientes atravesando mi carne entre el flujo de sangre que escapaba, como símbolo de mi alma, de la herida.
Con esa imagen quemando mi mente, me desperté exhausto y sudoroso.
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