Existió una vez un majarajá en tierras muy lejanas. Todo aquello que le rodeaba era placer y suntuosas riquezas, poder sin igual y la obediencia eterna de todos los que le rodeaban. Nadie era capaz de imaginar una vida más plena que la suya.
Y sin embargo, como en la mayoría de los cuentos, nuestro majarajá no era feliz. En su palacio, rodeado de oro, hermosas mujeres y suculentos banquetes, el majarajá no encontraba la plenitud. Siempre confundía ésto con la necesidad de más riquezas, por lo que su reino vivía de guerra en guerra, de conquista en conquista, de botín en botín.
Y, por mucho que creciera su tesoro, el majarajá no era feliz. Siempre pasaba los días con un gesto de indiferencia ante todo lo que veía.
-Mi señor, tal vez deberíais ver qué hace feliz al más pobre-le dijo un día su consejero. No era un secreto que éste quería el trono del majarajá, pero bien cierto era que a éste, el poder y las riquezas no le llenaban-. He oído hablar de un ermitaño que vive muy lejos de la ciudad, en las montañas que hay tras pasar el desierto. Quizá deberíais preguntarle a él, pues todos dicen que es hombre de pocas pero sabias palabras, y que nunca se niega a contestar a lo que le preguntan.
Así pues, el majarajá decidió partir solo hacia la cueva donde vivía el ermitaño. Ensilló su más fuerte caballo y se enfundó en su capa de viaje, listo para partir hacia su anhelada plenitud.
Avanzó durante días por el desierto, agotando sus reservas de agua y con las montañas siempre al frente. Cruzó tormentas, durmió en gélidas noches bajo el oscuro cielo, e hizo descansar a su caballo en cuantos oasis encontraba, pero nunca sin perder de vista la guarida del ermitaño.
Semanas después, muerto su caballo y desgarradas sus ropas, descuidada su barba y sucio su cabello, llegó nuestro amigo a la cueva donde, según decían, habitaba el ermitaño.
Le preguntó que por qué nadie venía a buscar su sabiduría.
-Nadie busca sabiduría en éstos días. Están demasiado ocupados intentando pagar vuestros desorbitados impuestos.
El majarajá derramó una lágrima solitaria, que fue a perderse en el suelo de la cueva.
Preguntóle después al eremita el por qué de su retiro.
-Huí tan pronto como vuestra codicia empezó a arrasar todo cuanto os rodeaba. Incluso éste páramo desértico es más hermoso que aquélla arruinada urbe de la que venís.
Ésta vez fueron dos las lágrimas que se perdieron en el suelo.
Le preguntó al pobre hombre qué era antes de ser ermitaño.
-Antes de ser ermitaño yo era una persona feliz, mi buen majarajá.
Ésta vez el majarajá lloró de verdad, y ninguna de sus lágrimas cayó solitaria desde sus mejillas. La locura se invadió de su mente, débil por la fatiga de su penoso viaje. Sus manos, temblorosas. Sus ojos, brillantes.
El eremita murió a manos del que una vez fuera su rey. El rey murió a manos del que una vez fuera su cuerpo.
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