Ahora es cuando sentía que el corazón volvía a latir. Tras el primer golpe, que sentí en mi pecho como el retumbar de la artillería, la sangre volvió a todo mi cuerpo. Había estado paralizado, como si nada se moviese, durante unos segundos. Mi amigo yacía ahora en el suelo, inmóvil.
Mi mente quería que yo gritara, que me desahogara, pero yo me negaba. Todo mi cuerpo estaba aún paralizado, aún sintiendo lo que me rodeaba.
Alguien me gritó que debíamos salir de la trinchera, que ésto ya no era lugar seguro; pero las lágrimas que cegaban mis ojos parecían tapar también mis oídos.
Unos metros más allá, un joven soldado caía llamando a su mamá, desesperado por la profunda herida que sangraba en su torso, pero me daba igual.
Mi único amigo en aquella guerra había muerto, y ya no se podía hacer nada.
¿Qué más da? me dijo mi mente, ahora casi serena (o eso creía yo)
"Hazlo", me decía mi libre albedrío. "Hazlo y nunca te arrepentirás".
Salté fuera de la trinchera, entre cascotes y fuego enemigo, y me lancé a mi certera y libertadora muerte.
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