Parecía que el Sol pretendiera quemarme, atacandome con más y más fuerza, haciéndome desfallecer. Era imposible caminar con comodidad bajo aquél 'castigo de Apolo', y mucho menos correr. Ya llegaba tarde a mi primer día de instituto, y de hecho oí cómo la sirena sonaba a lo lejos, dentro del edificio.
Frené en seco. Ya poco sentido tenía sudar con el fin de llegar puntual, pues eso resultaba imposible, así que sería más lógico ir tranquilamente y darles una buena impresión a mis compañeros y profesores. Mientras todo estuviera bajo control, mi primer día sería genial.
Estar todo bajo control. Es una expresión muy usada, pero siempre se aplica al exterior de uno mismo. Yo siempre había tenido que aplicarla a mí mismo, pues lo más peligroso estaba ahí dentro, acechando y esperando mi debilidad.
La cual, por supuesto, no se hizo esperar.
Mi cuerpo finalmente desfalleció bajo el calor abrasador y caí de rodillas al suelo, luchando por contener aquello que me acechaba con semejante fiereza. Busqué en mi mochila la medicación, pero no estaba. Debía de haberla dejado en casa. Incapaz de hacer nada, me dejé caer, esperando que no hubiera problemas.
-Eres un estúpido-decía la voz de mi interior-, estoy seguro de que te gustará dejarte llevar.
Me levanté de nuevo con una sonrisa en los labios y corrí hacia el edificio, ésta vez con renovadas energías. Dentro se estaba genial, sin luz cegadora ni calor abrasador, por lo que me recreé en mi estancia allí.
Decidí divertirme un poco antes de ir a clase, por lo que me dirigí a la cocina, en lugar de a las aulas. Parecía todo bastante fácil, y realmente esperaba que no fuera así. Me escabullí entre el personal y llegué a la cocina, donde rápidamente busqué utensilios para 'jugar'.
El cajón estaba repleto de todo tipo de cuchillos bien afilados. No era de extrañar, pues les hacían falta para hacer comida para cientos de personas. Al haber tanto donde elegir, me sentía abrumado y ciertamente feliz. Finalmente, me decidí por un par de cuchillos largos y uno ancho de hoja robusta.
Pocos instantes después de cerrar el cajón, una cocinera entró en la sala, despistada. Al verme con un cuchillo en cada mano y otro colgado de mi cinturón, retrocedió un paso y abrió la boca, pero ningún grito llegó a sus labios. El cuchillo lo impidió clavándose en su garganta, haciendo que su grito se tornara un gemido ahogado, mientras caía al suelo entre la lluvia de sangre.
De esa guisa, con mi cara y mi uniforme salpicados de rojo, salí con cuidado de la cocina hacia el comedor, en aquellos momentos vacío. Si bien no había nadie a la vista, me moví con precaución. Nunca se sabe cuándo un enemigo inintencionado puede sorprenderte.
Cerca de la puerta oí pasos ruidosos... a juzgar por el sonido, debía de ser el conserje o alguna de las limpiadoras: el personal de cocina no llevaba calzado tan sucio y ruidoso.
Me agazapé junto al marco evaluando la posible reacción de mi presa. Era muy probable que fuera hacia allí en busca de la cocinera muerta, por lo que entraría en línea recta, quizá mirando un poco hacia la derecha, donde se hallaba la puerta de la cocina.
Decidí colocarme al margen izquierdo de la entrada del comedor y esperar pacientemente. Como predije, mi amigo el conserje entró como un vendaval, pero no había esperado que revisara toda la estancia, por lo que me sorprendió agachado en la esquina contigua a la puerta.
Aprovechando su sorpresa, giré sobre mí mismo para darle una patada en los tobillos, derribándole con un sonido sordo acompañado de un delicioso gemido de dolor.
Me lancé en pleno frenesí encima de mi presa, sentándome sobre su pecho para oprimir su respiración.
Mientras sus ojos me miraban completamente horrorizados, alcé mi cuchillo con las dos manos, mirándole con la sonrisa pintada en mis labios. Estaba seguro de que la imagen debía de resultar aterradora: una persona tan joven como yo, llena de sangre y con un cuchillo que marcaba su trayectoria hacia la garganta de mi único público. Agradecí durante unos brevísimos momentos mi total falta de empatía, pues me daba miedo saber cómo era sentir pena por mis presas. Sentir pena, dejarse llevar y cometer errores. Aquello debía de ser fatal.
Con un sonido silbante, la pulida hoja de mi cuchilló se lanzó contra el cuello del anciano conserje, que profirió un corto grito desprovisto de volumen que, sin embargo, expresaba un temor y un horror que me provocaron un escalofrío de placer.
Mientras salía del comedor, pensaba en una conversación que había mantenido con mi psiquiatra.
¿Dijo él que yo no era peligroso? Probablemente conocía a mi 'otro yo'.
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