Una vez fui libre, cuando buscaba con mis amigos los vagabundos aquél Dharma que tan ajeno nos era. Entre el budismo y la filosofía hippie, viviámos más felices que nadie, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad; polizones eternos de un tren inacabable.
No teníamos dinero. ¿Para qué? Nos bastábamos para conseguir lo que fuera. Tampoco teníamos hogar. No queríamos anclas.
Nuestra ropa se deshacía sobre nosotros, hasta que lográbamos robar alguna camisa o algo de tela para tejérnosla solos. En nuestras mochilas, ajadas por la edad, se guardaban mil historias. Sexo, amor, amistad, momentos preciosos... aún recuerdo todas las puestas de sol que, junto a mí, sobre las colinas, presenció aquella bolsa que llevaba a mis hombros.
También recuerdo cómo pocas mujeres se resistían a los encantos de un excéntrico pero, de alguna forma, atractivo grupo de seres sin casa ni hogar. Frecuentábamos cualquier local en el que pudiéramos pasar un rato al abrigo de cuatro paredes.
Simplemente, todo aquello era caótico, pero acogedor. Saltar de raíl en raíl, de posada en posada, de burdel en burdel, o de esquina sucia en esquina sucia... lo que fuera con tal de recobrar energías y seguir en el camino.
Sí. Una vez fui libre, y feliz.
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