En la esquina, casi por milagro, refleja el espejo un sillón señorial. Lo observa, lo exhibe enmarcado en su óvalo de forja negra. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes; el espejo lee, cual libro abierto, cada ínfimo detalle del sillón señorial.
Lee el espejo los amplios reposabrazos, las viejas maderas barnizadas de blanco brillo en marrón oscuro. Apenas visible la muesca justo encima de la pata derecha, que ofrece con orgullo la imperfección de su hechura. El espejo refleja de memoria, en su óvalo pulido, maderas oscuras y tapizado de apariencia añeja.
Se apagan a cada noche las luces de la tienda, el reflejo desaparece y el espejo duerme con la infinita esperanza de una nueva mañana, en que pueda volver a repasar, por enésima vez, todos los detalles de su sillón favorito. Esos detalles a los que, de tan suyos, incluso nombre y apellidos les ha puesto.
Se hizo la mañana y el sillón ya no estaba allí. La esperanza del espejo, que de tan grande ardía en su corazón de hierro forjado, se disipó dejando una quemazón dolorosa. Y aprendió así a vivir el espejo en anhelo continuo, a solas con los recuerdos de aquel compañero silencioso, que, inconsciente (como suelen ser los sillones), reposaba (como suelen hacer los sillones), ajeno a las miradas furtivas del espejo enamorado.
Alguien, desalmado sin saberlo, monstruo de carne y hueso, había decidido que aquel mueble, de elegancia rota e inexplicable, quedaría bonito en su salón. Que aquel asiento de aspecto cómodo sería perfecto para pasar las tardes en la compañía silenciosa de un buen libro, bajo el riego de una copa bien cargada, en el abrazo de una chimenea encendida.
Sucede que así, por inconsciente malicia, el espejo se vio forzado a enfrentarse a solas cada noche a la oscuridad de la tienda. A llorar, en silencio (como suelen hacer los espejos), la ausencia de su querido sillón. Fueron días de tristeza, a esa manera discreta propia de seres inanimados. Fueron días en los que nadie, excepto él mismo, supo de su soledad. Soledad que nadie tuvo en cuenta, sentimiento que no existía más allá de las curvilíneas paredes de hierro negro.
Un día, a media tarde, el espejo se vio descolgado de la pared. No supo si sentir alivio de poder abandonar aquel lugar de tristeza. No supo si sentir dolor de perder todo cuanto era recuerdo de su sillón. Solo supo sentirse alejado de la pared, alejado de su hogar en la tienda. Se sintió cubierto, cegado y transportado, lejos.
Se vio a las pocas horas en una nueva pared. Se vio colgado frente a aquel sillón señorial. Suspiró así, en silencio (como suelen hacer los espejos), en un dejar de aire que no existe, en un escapar de voces que ni susurran tan siquiera. E hizo con ansia, casi con desesperación, un esfuerzo sobrehumano, o sobrespeculo. De lo más hondo del reflejo nació la voz, casi un susurro, un musitar de amor a la desesperada. Un gritar callado, que solo llegó a los oídos de aquel sillón orejero:
"Te he echado de menos..."
"Te he echado de menos..."
Rebeca
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