Que alguien dijo que no todo estaba perdido. Alguien susurró las posibilidades por encima de un tablero. La voz de la esperanza, los devaneos de un iluso, se colaron sobre el tapete y empujaron las fichas contra la nada. Allí, en una torre cilíndrica de representaciones de la valía, yacía todo junto a las cartas cubiertas.
"A cubierto o descubierto", que se había planteado él; se volvía, una vez sentado a la mesa, un juego de "a vida o muerte". A la espera de que tornasen las cartas, tamorileaba sus dedos sobre una mesa tapizada. El ruido sordo de sus yemas contra el verde acolchado era relajante, pero nada podía cortar la tensión de aquella jugada.
A la espera, miró su mano. Dos ases de picas, tramposos y teatreros, se asomaban bajo sus dedos. Dos ases imposibles esperaban el órdago final, la falsedad hecha carta, la mentira hecha carne. Dos ases que tendría que descubrir, y esperar a la ignorancia, si quería de aquella mesa llevarse el botín.
Quiso huir. Quiso dejarlo todo, pero los caudales de la esperanza espolearon sus ansias. Y él, iluso o adivino, siguió apostando hasta dejarlo todo atrás.
Solo al girar, y ver aquella jugada imposible, vio por satisfechas sus expectativas.
Solo al jugar, y ver tantos ases que nadie podría imaginarlos, empezó a pensar que el mundo valía la pena.
Solo al ahogar un grito, y ver otros tres ases de picas, comprendió que quizá alguien, en un recóndito lugar, estuviese contando cartas a su favor.
Giró sus dos mentiras y a todo el mundo le dio igual. Giró sus dos máscaras picudas y todos sonrieron ante su audacia. A nadie le importaba, la victoria era real. Al fin la oscura sombra había sido rejoneada hasta la inexistencia.
Giró sus dos cartas y respondió a la blanca sonrisa del lado opuesto del tapiz.
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