El Padre Ortiz giró su taza de café apenas unos grados. Como si ese pequeño giro fuese suficiente para hacer que el mundo fuese perfecto. Como si aquello pusiese en marcha la maquinaria del universo. Un pequeño engranaje en forma de taza de café, en el centro de un cosmos insondable, ajeno a la fe. Ajeno a la percepción. Ajeno a nosotros.
"Ah, hijo mío... mas el culto no deja de ser, en esencia, personal e intransferible. Es en escapando a nuestros dientes, a nuestros labios, que se convierte en fe. Es en las palabras en las que el culto haya la esperanza de cumplirse, de tener un objetivo real. Y es llegando a oídos ajenos que se convierte en elitista, en exclusivo. En discriminación. Es la guerra de la fe, y pronto una guerra de cristeros. Pronto hombre contra hombre por la Palabra de Dios o la ausencia de la misma..."
"¿Discriminación?", repuse, pensativo. Ortiz tenía la fama de ser vago y críptico en sus explicaciones. Ya desde el seminario, años atrás, me habían advertido de lo difícil que podía llegar a entenderlo. Pero no me habían advertido de aquel aura de erudición y total control que emanaba de sus poros. Que no dejaba respirar si no era hipotecando el aturdimiento de mis neuronas.
"Discriminación, en tanto que crea diferencia entre quien ha oído las Palabras y quien no las ha oído. Quien ha oído al Profeta y quien no estaba presente. Se convierte en una jerarquía, la pirámide de la fe. Se convierte en un nosotros contra el mundo, listos para elegir quién es digno del mensaje y quién no. El culto se convierte en secta."
"Pero, Padre... nuestro culto no es una secta. Tenemos tradición. Tenemos organización, tenemos la Palabra de Dios de nuestro lado", y ahora me doy cuenta de lo ingenuo que fui al decir eso.
"Tenemos la Palabra de Dios... la de quien no está aquí o no demuestra estarlo. Tenemos la palabra de la Nada, la palabra del silencio del universo. Creemos saber cuando solo sabemos creer, hijo mío."
Con un gesto me expulsó de la sacristía. Se quedó allí, entre su polvo y sus libros, ordenando todo al milímetro. No lo sabía entonces, pero jamás volvería a ver u oír al misterioso Padre. Solo se sabe a día de hoy que se desvaneció del mundo dejando atrás habitaciones ordenadas, pomos limpios y cristales rotos. Dejó entrar el aire de un mundo puro y sin pretensiones en su hogar, y salió para que el aire habitara aquellas paredes.
En el patio, yo estuve aturdido durante horas. En el banquito de madera, bajo la sombra de los cerezos, sentí palpitar mis sienes. Y curioso es que en cuanto a las palabras del Padre Ortiz (y más en cuanto a las dudas que clavaron cual Martín Lutero a la puerta de la catedral de mi fe, con clavo oxidado y martillo viejo), jamás obtuve respuesta.
Fueron sílabas que quedarían por siempre ondeando al viento de aquella tarde primaveral de mil novecientos sesenta y seis.
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