Las dos de la mañana de un cuatro de enero...
De soledad y otras cosas se forman los contornos de su visión. De oscuridad, de miedos, de medias verdades. De un no poder ver más allá de la apariencia, no entender el mundo que le rodea.
Decide levantarse de la cama, con un suspiro, y caminar a la cocina. La cafetera está vacía, y se fuma un cigarrillo mientras prepara otra. Apoyado en la encimera, mirando por la ventana mientras la fatiga derrota sus hombros.
El patio de luces está tranquilo. Apenas un gato que mira desde abajo. Unas gotas de llovizna que empiezan a caer en la mañana gris. "Será un día largo", piensa, justo al tiempo que la cafetera empieza a soltar vapor. La aparta del fuego y se sirve su bebida en una taza sucia. No ha querido fregar, debería haberlo hecho.
Mientras se viste, se pregunta qué habrá sido de todas sus ilusiones y esperanzas. De todo aquello que derrotaba al miedo y a la desesperanza. Se han desvanecido, acaso sin dejar rastro alguno, en una espiral de oscuridad y desconfianza. En un pozo de amargura sazonado con cenizas de más cigarrillos de los que quisiera admitir.
Las escaleras están vacías. Eso es una suerte: no quisiera tener que saludar a nadie, tener que mirar a nadie, tener que pretender que entiende a nadie. Gracias a eso, puede bajarlas con paso cadencioso, sin prisa pero sin pausa, tambaleándose, pues su equilibrio ya no es el que era.
En la planta baja, la luz entra mortecina a través del portal. Los coches vienen y van ahí fuera y la gente camina sin prestar atención a nada. A juzgar por las horas, deben estar yendo a trabajar. Y trabajar resulta anodino. Quizás por eso las expresiones de abatimiento en sus caras. Ni una sola persona parece feliz de tener que madrugar. Debe ser algo antinatural.
Abre la puerta y mira al cielo encapotado, mientras la lluvia crece en potencia y cantidad.
"Será un día largo..."
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