Se cruzó con ella en el portal. Llovía, y él acababa de volver de hacer la compra. De las gafas de ella asomaban unos preciosos ojos oscuros. Bajo su deshecha melena, él exhibía unos ojos verdes. Sonrió.
-Hola.
-Hola-fue la respuesta de la chica, con idéntica sonrisa.
Y mientras abría la puerta, un gracias y un de nada le dieron qué pensar. Hacía mucho que su mente no divagaba sin ataduras. Que sus neuronas no se distraían en pleno mundo ni le alejaban de la realidad.
-Gracias a ti, por existir-le dijo, y un sonrojo apareció en los pómulos del rostro de la joven.
-Vaya, qué directo-fue la respuesta, algo tímida y entrecortada, que a su vez sonrojó los huesudos pómulos del muchacho.
Y en la terraza de al lado, el café caliente sabía a gloria, escondidos como estaban bajo el toldo mientras la lluvia inundaba las calles. Los coches iban a su ritmo, las personas caminaban apresuradas, como siempre en la bulliciosa ciudad. Pero para ellos dos, aquel momento, en aquel lugar, era pausado y eterno. Era el infinito en una taza de café con leche.
-Tienes una mancha en los dientes-dijo ella, divertida por el desastre de hombre que se sentaba al otro lado de la mesa.
-Mucho café y mucho tabaco-respondió él, pensativo-¿Te importa que fume?
-No, claro, adelante... ¿te importa compartir?
Él lió dos cigarrillos, y le dio uno a ella. Los encendieron y fumaron ante las tazas ya vacías, mientras la terraza parecía vaciarse por momentos. La gente se iba y los dejaba a solas con su intimidad. Vivían en el mismo edificio, en la misma calle de la misma ciudad, y se habían encontrado en un país patas arriba. Parecía magia de aquella que no puedes explicar.
Pero la chica ya estaba en la calle, y de los labios del muchacho nada surgió. Observó a través de la puerta cómo se iba, pensando en su propia cobardía, en su falta de valor, mientras subía la compra por las escaleras, piso a piso, apesadumbrado y aún dejando que se desvanecieran los restos de su imaginación.
El gato le saludó, y guardó todo en la nevera. Se preparó algo de comer y se sentó. Virginia Woolf le aguardaba tirada sobre el sofá, y suspiró.
La imaginación es a veces el refugio de la cobardía, se dijo a sí mismo.
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