Fracaso era una palabra poco común en su vocabulario. Prefería decir "error de cálculo", o "ya lo arreglaré". Sin embargo, aquel día, en aquella cafetería, se dio cuenta de que lo que realmente era todo aquello era un fracaso.
Creyéndose más inteligente, más hábil de lo que realmente era, metió la pata una y otra vez. Y allí estaba, perdido, sin saber si podría enfrentarse al futuro. Sin saber si podría seguir con ello. Jugueteó entre sus dedos con la idea de al fin saltar al vacío, como tantas veces había pensado asomado al filo del barranco, o al filo de un cuchillo.
Pensó que esta vez podría mirar a una mar embravecida, metros y metros bajo sus pies, golpeando las rocas con furia. Mirarla por última vez antes de dar un paso y dejarse caer, sin pensar, sin gritar, sin respirar... y abrazar con cariño al violento golpe del agua y las mareas. Abrazarlo y dejar que lo empujara una y otra vez contra las rocas.
Y ser, claro, feliz y libre al fin. Librarse de todo y todos. De cada sentimiento que corroía sus entrañas, de cada error que punzaba su memoria. De cada golpe que la vida le había dado hasta derruir su alma y dejarlo tumbado en el suelo.
No lo hizo, claro. Y a veces, y solamente a veces, la cobardía es buena en realidad. Es algo que nos salva la vida y nos aleja del filo.
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