Que un día le dio por mirar arriba y ver las nubes. Y vio que corrían, libres, de Este a Oeste, mecidas suavemente por un viento a punto de lanzar su cuerpo más allá del suelo y ponerlo a volar.
Que un día le dio por ver las nubes y notar cómo su lluvia caía contra su cara, y le dio por dejar que las frías gotas golpearan su piel como millones de agujas tiradas desde lo más alto.
Y cuando lo hizo pensó en lo divertido que sería poder saltar de mundo a mundo, de monte a monte, y ver la mar, y ver a las gaviotas de tú a tú.
Lo hubiera hecho, sin dudar. Quizá le hubieran crecido alas, quizá se hubiera podido lanzar a la nada y quedarse allí, flotando. Ni en el suelo ni en el cielo. Ni hombre ni ángel, dejándolo todo pasar y a todos mirar.
Y si lo hubiera hecho, ¿quién le dice que no habría sido feliz? Fuese por su victoria o su fracaso, ¿quién asegura que no hubiera preferido estar allí?
Pero no lo hizo, como tantas otras veces, y salió de su ensoñación al borde del barranco. Miró ahora hacia abajo, a donde las olas rompían con furia. Y sintió aún más el viento, a punto de tirarlo. No de lanzarlo por los aires. No de levantarlo y ponerlo a volar. Lo sintió a punto de llevarse su corazón y de dejar una carcasa vacía que llevara sus zapatos. Un cuerpo podrido y perdido en un mar de hierbas y árboles. En un desierto de asfalto y paredes.
Si hubiese echado a volar. Si se hubiese dejado caer... si lo hubiera hecho, quizás ahora sería feliz. Pero es demasiado tarde y en adelante le toca vivir.
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