El
temblor de una pierna desbocada, miembro sin control y con deseos más
allá de los propios. Se sacude lejos de mi intención, en un
nerviosismo ajeno a mí, que se contagia al resto de mi cuerpo. Se
contagia e invade cada rincón de mi ser, de mis órganos, de mis
entrañas. Rellena mis vísceras con un temor absurdo, inconsciente,
informe.
Sudor
que empapa mi piel, bajo la cubierta de unas sábanas que se resisten
a abandonarme. El abrazo de un Morfeo agobiante, asfixiante, que
parece querer matarme más que dormirme. Marea y debilita mis
músculos, que se niegan a moverse, a liberarme de las ataduras de
esas capas de tejidos. Los hilos entrelazados parecen una barrera
infranqueable contra el mundo, contra el aire. Buscan aislarme de mi
sustento vital.
Pulmones
agarrotados, y la duda de si respirar por boca y nariz. Garganta
irritada, fosas nasales bloqueadas. Haga lo que haga, el aire parece
siempre insuficiente. El calor sofocante me desmaya antes que
dormirme, plaga mis sueños de imágenes que se derriten. Deformes
monstruosidades dispuestas a saltar desde los rincones de mi visión,
a sorprenderme salidas de los rincones más recónditos de mi
imaginación.
Me siento innato. Me
siento una barca en los fluidos del cosmos.
Escondido entre los
juncos, observo un elefante recortado por el sol. En un claro del
manglar, balancea sus colmillos con parsimonia, recogiendo ramas del
suelo con su trompa. Las mastica, mirando a la nada, con una
paciencia eterna que le otorga un estar sabio, casi calculado.
El animal, con sus
ojos vacíos, se gira para mirarme. Parece clavar sus pupilas en las
mías, a través de los juncos que creía que me mantenían a salvo.
A mis espaldas, gritos, rugidos, desesperación hecha sonido que se
alza de entre las copas de los árboles, entre los arbustos, bajo las
raíces. El manglar retumba en un temblor ancestral a medida que el
sabio elefante se acerca hacia mí. Me hace saber que todo va bien,
que él me protegerá, y me alza sobre su lomo, sentándome entre las
nubes que rozan su grupa.
Me siento pequeño. Me
siento una mota de polvo en un mar de arena.
El desierto se
extiende a mis pies, como una fina capa sobre fina capa de arena. Un
lecho de rocas que hace de cama a un mundo yermo, sin vida. Mis
pisadas son gigantes, mis colmillos crecen y se curvan. Balanceo mi
cabeza en un vaivén rítmico, calmo, que acompaña a mi caminar de
cuatro patas.
Hollando las arenas
alcanzo una montaña, y mis pies se elevan sobre su pico, donde un
águila vuela alrededor de mi cabeza. Veo las estrellas, veo la luna,
veo el sol. Veo el universo y la existencia como la podría haber
visto un Motor Inmóvil.
Me siento grande. Me
siento el centro de una red infinita.
Me
estremezco de la enormidad. Soy el centro de un sol infinito, ígneo.
Soy el centro de toda luz. Soy amarillo, rojo, blanco, incandescente.
Soy todo y nada. Me estremezco, y todo tiembla. Se derrumba poco a
poco mientras jadeo en un pánico irrefrenable. Jadeo y veo cómo la oscuridad lo engulle todo.
Me
siento muerto. Me siento la nada de la más absoluta inexistencia.
Suspiro y veo luz en la ventana. Mi boca está seca, me cuesta
respirar. No sé cuánto tiempo ha pasado, el sudor resbala por mi
piel. Logro recuperar el control sobre mi cuerpo y me incorporo, con
paso lento avanzando desde la cama a las cortinas. Abajo, en la
calle, todo sigue igual. Coches que pasan y no quedan. Peatones que
hablan y no conversan. Una ciudad que duerme despierta.
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