El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.

viernes, 27 de enero de 2017

Necio de necesidad

Necio de necesidad, iluso sin ilusión
perdido por las calles grises de ciudad
que apenas conoce, si acaso un callejón.
Una avenida iluminada, soledad.

Muñeca rota, de porcelana fina, se acerca
a la farola que baña en dorado la figura
del necio, lo ilumina, y ella, ante todo terca,
le ofrece una sonrisa blanca, pura.

Paseo tranquilo, noche a solas en el parque.
Amor de tentativas tímidas, atentas miradas
y suaves caricias. Intento de ataque
frustrado por corazón roto y almas atadas.

Ayuda de un amigo inesperado, empuje
y ánimos contra unos labios suaves
y cálidos. Pérdida en abrazo que cure
las grietas de una vida que se parte.

Y mundo patas arriba.
Y caricias hasta la madrugada.
Y un amo tanto la vida.
Y una entrega desapegada.

Un soy tuyo, eres mía.
Un soy tuya, eres mío.
Una verdad perdida
para un corazón herido.

sábado, 7 de enero de 2017

El timbre de un paso a nivel

Por las noches, oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel. Es un ladrido eterno, nervioso. Se puede sentir cómo el sonido transpira ansiedad. Cómo gotea terror, destrozo, desde una jaula verde. El ladrido se cuela en mis oídos lo quiera o no, perfora mis neuronas, destruye todo y lo reemplaza por un páramo de sentimiento salvaje, primario.
El timbre es otro cantar. Otro timbrar, otro sonido. Es esquivo. Es escurridizo. Asoma al borde de mis oídos cuando no estoy atento, los acaricia y se cuela poco a poco. Es como esas luces que vemos tras nuestros párpados, en la esquina de nuestros ojos. Esas luces que huyen y desaparecen si intentamos mirarlas... solo quieren que intuyamos que están ahí. El timbre solo quiere que lo intuya. Solo desea que imagine su sonido, sus dos notas solapadas. Cuando me muevo, cuando intento escucharlo, localizarlo... se desvanece entre el silencio. Se esconde tras los ladridos de los perros.
Entre la tranquilidad de la noche, solo oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel. Amartillan la oscuridad, rompen el silencio y resquebrajan la realidad. Son sueños en vida, sonidos de un mundo onírico que se cuelan en mi despertar. O un despertar que se esconde tras mis sueños. Son la confusión, el desengaño y la soledad de una noche oscura, sin luna, encerrada en las luces de un estudio. Una noche que se cuela con polillas a través de la ventana entreabierta, y revolotea en el humo de cigarrillos, y se lanza a golpes furiosos contra las bombillas encendidas, contra la pantalla, contra mí y contra mi yo de mentira. Contra la máscara y contra los ojos.
Solo oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel.

jueves, 5 de enero de 2017

Introducción

De aquella tarde de primavera de mil novecientos sesenta y seis, recuerdo bien el soplar del viento. No era fuerte, y apenas podía con mi sotana, pero era una brisa agradable, si bien un poco fuerte, que acariciaba mi cara. La cara de un joven apenas salido del seminario, listo para ser cura en parroquia rural.
Había oído hablar del Padre Ortiz, de quien todos decían que era muy sabio, y me dirigí a un pueblo en mitad de la nada, colgado apenas en la Cordillera Cantábrica, en el que había sido párroco y ejercido oficio durante casi toda su vida. Todos decían que allí la gente no solo había crecido con un profundo conocimiento de la palabra de Dios, si no lo bastante libre como para cuestionarla desde el respeto, para entenderla en sus propios términos. Para mí, aquello era lo que buscaba.
Y es que en aquella época la libertad brillaba por su ausencia. Lo religioso era puramente leer y repetir, y alguien joven como yo podía verse inclinado con facilidad a la pérdida de la fe. Tanto fue así, que yo estuve a punto de dejar mis estudios varias veces, a punto de resignarme a la obra, que tan en boga estaba en aquel momento. Algo me impulsó a seguir, y ahora, algo me impulsaba a trepar de mala manera por los caminos que llevaban al pueblo.
"¿Ortiz?", dijo desde la puerta de la taberna un hombre curtido por el sol y la lluvia, aparentemente viejo pero de mirada joven. "Ortiz anda siempre por la iglesia. Tira por esa carretera y llegas en nada..."
Y por la carretera seguí. El pueblo era pequeño, y bien es cierto que llegué en nada, pero algo había en la iglesia que me descolocó. Me hizo sentirme confuso, quizá por aquella forma de chocar la pequeñez del edificio con lo que aquellas estatuas antiguas, aquellos sillares emanaban. Entré sin llamar al portón de madera oscura, intentando no hacer ruido para no molestar a la gente que estaba allí, rezando. El Padre estaba limpiando en el altar, de forma casi impulsiva. Cada mota de polvo se encontraba con él y era derrotada en cruento combate.
Me sonrió al verme, y me animó a presentarme.
"Me llamo Muñoz, Padre", dije, besando su mano. Aquello pareció incomodarle, así que retiré mis labios prontamente. "Soy Lázaro Muñoz."
Asintió y se presentó, simplemente, como Padre Ortiz, continuando su limpieza bajo mi mirada, de forma sigilosa y sin que ninguno de los dos párrocos que allí nos hallábamos fuésemos molestia para los parroquianos que se congregaban a rezar a aquella hora del día. Esto siguió durante unas horas, sin apenas explicación, salvo por alguna sonrisa del Padre para aplacar mi visible incomodidad.
No pasó apenas un segundo entre que terminó de limpiar, y me indicó que le siguiera, por los pasillos estrechos y húmedos de la iglesia, hasta su sacristía, preparada, como ya no era común, para la vida del Padre en ella.