Por las noches, oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel. Es un ladrido eterno, nervioso. Se puede sentir cómo el sonido transpira ansiedad. Cómo gotea terror, destrozo, desde una jaula verde. El ladrido se cuela en mis oídos lo quiera o no, perfora mis neuronas, destruye todo y lo reemplaza por un páramo de sentimiento salvaje, primario.
El timbre es otro cantar. Otro timbrar, otro sonido. Es esquivo. Es escurridizo. Asoma al borde de mis oídos cuando no estoy atento, los acaricia y se cuela poco a poco. Es como esas luces que vemos tras nuestros párpados, en la esquina de nuestros ojos. Esas luces que huyen y desaparecen si intentamos mirarlas... solo quieren que intuyamos que están ahí. El timbre solo quiere que lo intuya. Solo desea que imagine su sonido, sus dos notas solapadas. Cuando me muevo, cuando intento escucharlo, localizarlo... se desvanece entre el silencio. Se esconde tras los ladridos de los perros.
Entre la tranquilidad de la noche, solo oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel. Amartillan la oscuridad, rompen el silencio y resquebrajan la realidad. Son sueños en vida, sonidos de un mundo onírico que se cuelan en mi despertar. O un despertar que se esconde tras mis sueños. Son la confusión, el desengaño y la soledad de una noche oscura, sin luna, encerrada en las luces de un estudio. Una noche que se cuela con polillas a través de la ventana entreabierta, y revolotea en el humo de cigarrillos, y se lanza a golpes furiosos contra las bombillas encendidas, contra la pantalla, contra mí y contra mi yo de mentira. Contra la máscara y contra los ojos.
Solo oigo ladridos de perros y el timbre de un paso a nivel.
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