Una vez más, se sentó junto al calor de la chimenea, en el suelo, desesperado por arrancarse una lágrima. Una única gota de agua salada que le librara de ese calvario que eran sus recuerdos. Una única gota que le ayudara a dejar escapar el dolor.
En su boca sonaban, quebrados, los versos de una canción, mientras sus manos cubrian sus ojos, sin siquiera saber por qué. Y el calor del fuego, que tan hogareño le resultaba otros días, hoy le abrasaba la espalda como una tanda de latigazos.
Y entre las brumas de su desesperación, que tan fervientemente embotaban sus pensamientos, una chispa de lucidez se asomó cuando vio la viga. La vio allí, en el techo, esperando.
No tuvo ni que pensarlo. No quería pensarlo. Sabía que si lo hacía, volvería a la normalidad y al dolor de su propia mente. Y así, sin vacilar, lo hizo.
No dejó nota. No dejó más que un gemido seco, cortado por la soga.
Y cuando lo encontraron colgando, nadie supo por qué. Sólo supieron que era un juguete roto. Uno entre millones.
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