Entre una cámara de televisión y una patriótica bandera, se sienta tras su escritorio. Dirige al vacío palabras grandilocuentes, un gran discurso sobre héroes patrióticos que lo dan todo por su país. Que dan su vida, su voluntad y su dignidad por los ideales del lugar en el que viven.
Su pantomima, perfecta, llena de emoción a miles de borregos que ven la tele en sus casas, convencidos y orgullosos de su estúpida mediocridad, de no querer ser más de lo que ya son. De no aspirar a más de lo que les propongan sus superiores.
Y en un festival de lágrimas falsas; de alivios hipócritas a viudas y viudos que ya no son ni serán patriotas; de recuerdos a la muerte de un soldado que, de haber vivido, jamás habría sido un héroe... ahí es donde se cree que la nación está unida. La propia nación se autoconvence, y cree que por ello ningún enemigo podrá derrotarla jamás. Se creen invulnerables bajo el escudo del gobierno.
Pero la realidad es un yermo desierto. La realidad, fuera de máscaras y mentiras, es que nadie llora. Que a nadie le importa quien haya muerto. Les dan igual las bajas de su país o las del otro. Les dan igual las familias de quienes han muerto. Los huérfanos, las viudas, los padres que ya no tendrán hijos. Les da igual todo, salvo la apariencia.
La apariencia de que, al fin y al cabo, son humanos, y sienten algo. Esa apariencia, esa máscara de humanidad que no hace sino desvelar a unos robots, unas máquinas, unas herramientas de un falso patriotismo que se pasan de gobierno en gobierno como un testigo, como una panacea que solventará las revueltas.
Y pese a esa panacea, un joven, un anciano, una ama de casa o cualquier otro, siempre se alzará. Vanamente, pero se alzará.
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