Corría de brinco en brinco tras la atención de hombres, mujeres, y todo cuanto estuviese en medio. Buscando esa pizca de caso que pudiera mendigar a los corazones ya rebosantes de quienes le rodeaban. Era esa clase de persona a la que la soledad no le sienta bien, esa persona que en soledad no se convierte en un pasar melancólico de imágenes, si no más bien en una fotografía vieja y mal encuadrada. Una imagen quieta que envejece abandonada en lo más alto de una pequeña mesita de noche.
Corría, como he dicho, de brinco en brinco. Y a cada brinco martillaban su cabeza las mismas preguntas, los mismos pensamientos. Como un día en bucle que nunca acaba, o una noche en vela que nunca empieza. Eran las mismas palabras, una y otra vez, las que se repetían en su cabeza con un tono más apagado a cada hora, a cada segundo.
Esos pensamientos se agolparon poco a poco, se convirtieron en un muro de contención de lágrimas por caer, y llenaron habitaciones enteras entre sus neuronas. Y perdido, desesperado, solitario, no supo entender lo que era la compañía. Engañado por la imagen del amor y el romanticismo que había visto en las películas que con tanta pasión devoraba, creyó que debía buscarlo, acecharlo y cazarlo como un animal caza a su cena. O a su desayuno, eso no importaba.
Hasta que un día, cansado, dejó de correr. Ante él, un árbol se balanceaba al viento. Le miraba, con sus ramas regias y nudosas. Le olía con sus hojas poco verdes, ya casi marrones, a punto de caer por la fuerza del otoño. Le escuchaba, con aquellas raíces clavadas en el suelo.
"Al fin te detienes..."
Y él asintió, sin mediar palabra, y miró a su alrededor. Vio todas aquellas fachadas vacías, aquellas ventanas cegadas, aquel sol que no iluminaba y las nubes que corrían por el cielo sin ir a ningún lado. Entre tanto, el árbol siguió hablando con los nudos de su corteza. Y siguió cantando a un viento que llevara su palabra lejos, más allá de ninguna frontera.
Respiró hondo y miró al suelo, luego al cielo, y luego a la nada. Y decidió descansar al fin, sentado a la sombra de aquel árbol, bajo la caricia de sus hojas. Hojas marrones que, al fin, ya se dejaban derrotar por la mano de Mabon.
Respiró hondo y cerró los ojos.
Cerró los ojos y respiró hondo.
Y ya no sintió más la necesidad de correr de brinco en brinco, ni de perseguir quimeras. Ya no sintió la quemazón de la soledad. Ya no sintió dolor ni rabia.
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