No corría ningún año, porque los años ni corren ni pasan. Ni vuelan ni escapan. Era un hombre sin nombre el que paseaba de lado a lado en su caverna bajo la mirada de su... llamémosla esposa, y su hijo. Como "hombre sin nombre" es demasiado largo, digamos que era Darwin. Su esposa, Presunta Primera. Su hijo, Mendel.
Sucedió que Darwin había oído que, más allá del mar, alguien había hecho algo maravilloso. Ya no tanteaba a oscuras y no pasaba frío por las noches. El Mago había dominado la luz, la oscuridad, el calor y el frío. Los veía y sentía a su antojo. Y claro, el padre de familia decidió partir para entender este fenómeno.
Se despidieron de él Presunta Primera y Mendel, regando el jardín con sus lágrimas, y lo vieron alejarse sobre las olas, mar adentro. Pensó que sería un viaje tranquilo, un crucerito en el Costa Concordia. Pero claro, se equivocó.
No estaba Darwin lejos de llegar cuando su barco empezó a zozobrar. "¿Qué estará pasando?", se preguntó. Y cuál fue su sorpresa al ver que le atacaba un monstruo. Uno de esos seres, esas bestias marinas a las que llaman lubinas. Claro está, le pidió a la bestia educadamente que parara, pero debe ser que la lubina no hablaba español. Agotadas sus opciones, la golpeó en lo que supuso que era la cabeza, y quedó la bestia flotando en las aguas. Y, aunque la curiosidad mató al gato, en este caso hizo que Darwin descubriera que, diantre, la lubina sabía muy bien.
Llegó al fin del mar, y vio lo que vio: una caverna, como la suya. Lo curioso es que esta brillaba.
"Para, estate quieto", le dijo una voz. "Sé que vienes a por mi invento, y prometo dártelo si me contestas a tres preguntas. ¿Vale o no vale?"
Darwin asintió, y comenzaron las preguntas.
"¿A qué sabe la lubina?", dijo la voz, y respondió él: "A lubina, claro"
"¿De qué color es el cielo?", dijo la voz, y respondió él: "Color cielo, claro"
"¿De qué está hecha la hierba?", dijo la voz, y respondió él: "De hierba, claro"
Y en esto, quedó todo en silencio. Darwin esperó y esperó, pero no pasaba nada. Y, como no pasaba nada, decidió entrar. El Mago lo miraba, sorprendido.
"No has dado ni una", le dijo.
"Yo creo que sí", respondió Darwin. "Dame tu invento"
Como el Mago se negó, claro, Darwin lo golpeó igual que a la lubina. Lo malo es que el Mago no sabía bien. Lo bueno es que Darwin pudo llevarse su invento.
Y así volvió a su casa, siendo el Mago, y con el invento, a vivir con Presunta Primera, que ni era presumida ni tampoco la primera; y con Mendel, que ni plantaba guisantes ni los veía crecer. Y mucho menos tomar notas, que, a diferencia de vosotros y de mí, estos cavernarios no podían leer ni escribir.
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