De cuando en cuando mira al techo, apoyado en su almohada sucia y aún húmeda de lágrimas. Tapado hasta el cuello en sábanas que llevan más de dos vueltas. El olor de muchas noches se mete por su nariz, llena sus pulmones y sus neuronas sin siquiera picar a la puerta.
Ve entre las sombras de una pintura mal extendida los reflejos de todo lo que fue, lo que es y lo que pudo ser. Todo desde Alaska a Tokio. Todo desde el Big Bang hasta cuando el tiempo deje de tener sentido. Todo, y, a la vez, nada.
Porque mientras se afana en verlo todo, en realidad no ve más que sombras sin sentido que bailan al brillar de una vela. Entre los parpadeos de una llama del tamaño de un pulgar. Lo ve desde la inactividad y sin influir en el curso del tiempo.
El tiempo que dijeran que fluye hacia delante, inexorable. El tiempo que solo puedes dejar pasar, ignorar o interrumpir, pero nunca cambiar. El pasado, el presente y el futuro de lo que fue, lo que es y lo que nunca será.
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