Horas de soledad en el cuchitril. Polvo, humo, restos de comida y restos de solo Dios sabe qué. Horas de soledad entre restos de una vida solitaria, del dolor y las lágrimas de días rotos. Horas y horas pensando que hay que librarse de esos restos, pero no pudiendo. No pudiendo alejarse del abrazo de las sábanas (sucias, por supuesto), ni huir del colchón en busca de café. Horas mirando a un techo inerte mientras vibra con las pisadas de la familia del quinto.
Son horas muertas del que quisiera lograr vencer la pereza. La desgana, el desencanto. De quien quisiera recuperar la pasión que en su día le hizo respirar. Esa pasión abstracta que empujaba un corazón más allá de cualquier límite. Pasión capaz de hacerle caminar kilómetros y kilómetros sin descanso.
Miró en su interior, tras sus pestañas. Miró en las venas de sus párpados, en los pliegues de sus arrugas cubiertas de ceniza. Miró entre el alcohol que corría en sus venas y en el veneno que bombea un corazón roto. Miró en la raíz de sus canas, en la mugre de sus uñas. En el dolor de sus huesos y entre los bronquios de alquitrán.
Y con la mirada puesta en el final de esa carretera de perdición, no vio nada. Acaso una tumba vacía. Acaso una lápida gris bajo cielos lluviosos que rezaba un nombre sin escribir. Vio la pasión agotada demasiado pronto, demasiado temprano para llevarlo al final del camino.
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