Emile Cioran dijo una vez que en éste mundo, la pesadilla es la única forma de lucidez.
Y es cierto.
Durante años, ves cómo anuncian guerras y matanzas sin fin ni objetivo alguno. Durante años, te enseñan cuáles son tus obligaciones, pero nunca hay nadie ahí para enseñarte qué hacer con tu libertad.
Dentro de algunas generaciones, no será de extrañar que un niño de ocho años se divierta viendo cómo un gatito es torturado y destrozado, como caricaturiza y profetiza Matt Groening.
La pregunta es: si la pesadilla se puede volver demencia (que puede), y a su vez es la única forma de lucidez... ¿están la locura y la cordura tan separadas como creemos?
"La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida. La razón principal es que la literatura escoge y la vida no" - Pío Baroja
El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.
domingo, 8 de febrero de 2009
viernes, 6 de febrero de 2009
Nos dan la bienvenida - Capítulo 2
Los pasillos del edificio casi me resultaban aterradores, aunque era una sensación agradable. Vacíos, carentes de la vida propia de un instituto a rebosar de juventud, me ofrecían extrañas visiones de lo hermosos que podrían ser como escenario de una matanza. En ellos, la juventud brillaba por su ausencia. Mentes llenas de imaginación se hallaban ahora aprendiendo métodos para canalizarla y, en cierto modo, reprimirla.
De alguna extraña forma, sentía pena por ellos. A mí siempre me habían dicho que mi exagerada imaginación resultaba mi mayor problema, y ahora ahí me encontraba yo. Era el depredador, y ellos la presa. Pobres chiquillos.
Por quien no sentía lástima era por sus profesores. Pastores crueles, encargados de convertir a los muchachos en ovejas. Encargados de darles esquemas y, por tanto, de limitarlos. Estaba seguro de que esas serían mis más merecidas víctimas.
Desde pequeño, siempre había odiado a la autoridad, a su imagen y a toda forma de ejercerla. No era de extrañar que ahora quisiera acabar con ella (al menos simbólicamente)
Mientras cavilaba profundamente sobre mi pasado, fui cerrando todas las salidas habidas y por haber en la planta baja del instituto: tapié puertas, ventanas, agujeros de ventilación… de todo. Nadie podría salir vivo y, viendo que la amenaza no era más que un muchacho con unos cuantos cuchillos, preferirían quedarse a saltar por las ventanas.
Una vez terminado mi trabajo, me dirigí al despacho del director para cortar la electricidad y las líneas de comunicación puesto que, por fuerte que una persona sea, no puede contra las balas de la policía.
Allí me topé con el director: un hombre de buen porte, alto y fuerte, que había envejecido con elegancia. Lucía un impoluto peinado corto y unas gafas de estudio que reflejaron la luz de la ventana cuando alzó los ojos, impidiéndome ver sus ojos. Aquél hecho me molestó, pues acostumbraba a ver los ojos de mis víctimas mientras acababa con sus vidas. Adoraba sumirme en aquellos insondables pozos llenos de emociones, que, en aquellos momentos previos a sus muertes, dejaban salir el temor a la luz de forma perceptible.
Extrañado, me preguntó algo que no oí. No sentía ninguna necesidad de matarlo si no podía ver el terror de sus ojos mientras le mataba, por lo que le ignoré y me dediqué a dejar aislado el instituto. Cuando el director se recuperó de su shock, hizo lo más estúpido que se le podía haber ocurrido.
Se levantó y se dirigió a mí, gritándome como si estuviera sordo (y, en cierto modo, lo estaba, pues mis oídos eran sordos a sus palabras, y a las de casi cualquier otro). Me sujetó por los brazos y me miró. Entonces pude ver sus ojos tras los cristales de sus gafas. Eran unos ojos claros, cansados por la edad, cuyas pupilas se difuminaban casi imperceptiblemente. Estaban dilatados por una mezcla de miedo, curiosidad y rabia.
Estaba seguro de poder acabar con la rabia y la curiosidad con un simple movimiento.
Lancé mi cuchillo hacia su pecho con un movimiento rápido y certero, y el director cayó de rodillas, aferrándose con desesperación a mi camisa, perdiendo las fuerzas por momentos.
Durante unos deliciosos instantes, sus gemidos se hicieron ligeramente audibles. Escuchaba con total excitación los estertores agónicos del pobre hombre, mientras sus manos perdían las fuerzas y se deslizaban sobre mí casi intangiblemente. Vi cómo su cuerpo caía al suelo, finalmente inerte, y me incliné a ver sus ojos. Ya no quedaba ni rastro de su curiosidad ni de su rabia. Tan sólo un terror insoportable, más grande que todos los terrores del mundo: el miedo a la muerte que se sufre inmutablemente, creas lo que creas que hay después de ella.
Sí. Ciertamente, era otra víctima más.
De alguna extraña forma, sentía pena por ellos. A mí siempre me habían dicho que mi exagerada imaginación resultaba mi mayor problema, y ahora ahí me encontraba yo. Era el depredador, y ellos la presa. Pobres chiquillos.
Por quien no sentía lástima era por sus profesores. Pastores crueles, encargados de convertir a los muchachos en ovejas. Encargados de darles esquemas y, por tanto, de limitarlos. Estaba seguro de que esas serían mis más merecidas víctimas.
Desde pequeño, siempre había odiado a la autoridad, a su imagen y a toda forma de ejercerla. No era de extrañar que ahora quisiera acabar con ella (al menos simbólicamente)
Mientras cavilaba profundamente sobre mi pasado, fui cerrando todas las salidas habidas y por haber en la planta baja del instituto: tapié puertas, ventanas, agujeros de ventilación… de todo. Nadie podría salir vivo y, viendo que la amenaza no era más que un muchacho con unos cuantos cuchillos, preferirían quedarse a saltar por las ventanas.
Una vez terminado mi trabajo, me dirigí al despacho del director para cortar la electricidad y las líneas de comunicación puesto que, por fuerte que una persona sea, no puede contra las balas de la policía.
Allí me topé con el director: un hombre de buen porte, alto y fuerte, que había envejecido con elegancia. Lucía un impoluto peinado corto y unas gafas de estudio que reflejaron la luz de la ventana cuando alzó los ojos, impidiéndome ver sus ojos. Aquél hecho me molestó, pues acostumbraba a ver los ojos de mis víctimas mientras acababa con sus vidas. Adoraba sumirme en aquellos insondables pozos llenos de emociones, que, en aquellos momentos previos a sus muertes, dejaban salir el temor a la luz de forma perceptible.
Extrañado, me preguntó algo que no oí. No sentía ninguna necesidad de matarlo si no podía ver el terror de sus ojos mientras le mataba, por lo que le ignoré y me dediqué a dejar aislado el instituto. Cuando el director se recuperó de su shock, hizo lo más estúpido que se le podía haber ocurrido.
Se levantó y se dirigió a mí, gritándome como si estuviera sordo (y, en cierto modo, lo estaba, pues mis oídos eran sordos a sus palabras, y a las de casi cualquier otro). Me sujetó por los brazos y me miró. Entonces pude ver sus ojos tras los cristales de sus gafas. Eran unos ojos claros, cansados por la edad, cuyas pupilas se difuminaban casi imperceptiblemente. Estaban dilatados por una mezcla de miedo, curiosidad y rabia.
Estaba seguro de poder acabar con la rabia y la curiosidad con un simple movimiento.
Lancé mi cuchillo hacia su pecho con un movimiento rápido y certero, y el director cayó de rodillas, aferrándose con desesperación a mi camisa, perdiendo las fuerzas por momentos.
Durante unos deliciosos instantes, sus gemidos se hicieron ligeramente audibles. Escuchaba con total excitación los estertores agónicos del pobre hombre, mientras sus manos perdían las fuerzas y se deslizaban sobre mí casi intangiblemente. Vi cómo su cuerpo caía al suelo, finalmente inerte, y me incliné a ver sus ojos. Ya no quedaba ni rastro de su curiosidad ni de su rabia. Tan sólo un terror insoportable, más grande que todos los terrores del mundo: el miedo a la muerte que se sufre inmutablemente, creas lo que creas que hay después de ella.
Sí. Ciertamente, era otra víctima más.
Nos dan la bienvenida - Capítulo 1
Parecía que el Sol pretendiera quemarme, atacandome con más y más fuerza, haciéndome desfallecer. Era imposible caminar con comodidad bajo aquél 'castigo de Apolo', y mucho menos correr. Ya llegaba tarde a mi primer día de instituto, y de hecho oí cómo la sirena sonaba a lo lejos, dentro del edificio.
Frené en seco. Ya poco sentido tenía sudar con el fin de llegar puntual, pues eso resultaba imposible, así que sería más lógico ir tranquilamente y darles una buena impresión a mis compañeros y profesores. Mientras todo estuviera bajo control, mi primer día sería genial.
Estar todo bajo control. Es una expresión muy usada, pero siempre se aplica al exterior de uno mismo. Yo siempre había tenido que aplicarla a mí mismo, pues lo más peligroso estaba ahí dentro, acechando y esperando mi debilidad.
La cual, por supuesto, no se hizo esperar.
Mi cuerpo finalmente desfalleció bajo el calor abrasador y caí de rodillas al suelo, luchando por contener aquello que me acechaba con semejante fiereza. Busqué en mi mochila la medicación, pero no estaba. Debía de haberla dejado en casa. Incapaz de hacer nada, me dejé caer, esperando que no hubiera problemas.
-Eres un estúpido-decía la voz de mi interior-, estoy seguro de que te gustará dejarte llevar.
Me levanté de nuevo con una sonrisa en los labios y corrí hacia el edificio, ésta vez con renovadas energías. Dentro se estaba genial, sin luz cegadora ni calor abrasador, por lo que me recreé en mi estancia allí.
Decidí divertirme un poco antes de ir a clase, por lo que me dirigí a la cocina, en lugar de a las aulas. Parecía todo bastante fácil, y realmente esperaba que no fuera así. Me escabullí entre el personal y llegué a la cocina, donde rápidamente busqué utensilios para 'jugar'.
El cajón estaba repleto de todo tipo de cuchillos bien afilados. No era de extrañar, pues les hacían falta para hacer comida para cientos de personas. Al haber tanto donde elegir, me sentía abrumado y ciertamente feliz. Finalmente, me decidí por un par de cuchillos largos y uno ancho de hoja robusta.
Pocos instantes después de cerrar el cajón, una cocinera entró en la sala, despistada. Al verme con un cuchillo en cada mano y otro colgado de mi cinturón, retrocedió un paso y abrió la boca, pero ningún grito llegó a sus labios. El cuchillo lo impidió clavándose en su garganta, haciendo que su grito se tornara un gemido ahogado, mientras caía al suelo entre la lluvia de sangre.
De esa guisa, con mi cara y mi uniforme salpicados de rojo, salí con cuidado de la cocina hacia el comedor, en aquellos momentos vacío. Si bien no había nadie a la vista, me moví con precaución. Nunca se sabe cuándo un enemigo inintencionado puede sorprenderte.
Cerca de la puerta oí pasos ruidosos... a juzgar por el sonido, debía de ser el conserje o alguna de las limpiadoras: el personal de cocina no llevaba calzado tan sucio y ruidoso.
Me agazapé junto al marco evaluando la posible reacción de mi presa. Era muy probable que fuera hacia allí en busca de la cocinera muerta, por lo que entraría en línea recta, quizá mirando un poco hacia la derecha, donde se hallaba la puerta de la cocina.
Decidí colocarme al margen izquierdo de la entrada del comedor y esperar pacientemente. Como predije, mi amigo el conserje entró como un vendaval, pero no había esperado que revisara toda la estancia, por lo que me sorprendió agachado en la esquina contigua a la puerta.
Aprovechando su sorpresa, giré sobre mí mismo para darle una patada en los tobillos, derribándole con un sonido sordo acompañado de un delicioso gemido de dolor.
Me lancé en pleno frenesí encima de mi presa, sentándome sobre su pecho para oprimir su respiración.
Mientras sus ojos me miraban completamente horrorizados, alcé mi cuchillo con las dos manos, mirándole con la sonrisa pintada en mis labios. Estaba seguro de que la imagen debía de resultar aterradora: una persona tan joven como yo, llena de sangre y con un cuchillo que marcaba su trayectoria hacia la garganta de mi único público. Agradecí durante unos brevísimos momentos mi total falta de empatía, pues me daba miedo saber cómo era sentir pena por mis presas. Sentir pena, dejarse llevar y cometer errores. Aquello debía de ser fatal.
Con un sonido silbante, la pulida hoja de mi cuchilló se lanzó contra el cuello del anciano conserje, que profirió un corto grito desprovisto de volumen que, sin embargo, expresaba un temor y un horror que me provocaron un escalofrío de placer.
Mientras salía del comedor, pensaba en una conversación que había mantenido con mi psiquiatra.
¿Dijo él que yo no era peligroso? Probablemente conocía a mi 'otro yo'.
Frené en seco. Ya poco sentido tenía sudar con el fin de llegar puntual, pues eso resultaba imposible, así que sería más lógico ir tranquilamente y darles una buena impresión a mis compañeros y profesores. Mientras todo estuviera bajo control, mi primer día sería genial.
Estar todo bajo control. Es una expresión muy usada, pero siempre se aplica al exterior de uno mismo. Yo siempre había tenido que aplicarla a mí mismo, pues lo más peligroso estaba ahí dentro, acechando y esperando mi debilidad.
La cual, por supuesto, no se hizo esperar.
Mi cuerpo finalmente desfalleció bajo el calor abrasador y caí de rodillas al suelo, luchando por contener aquello que me acechaba con semejante fiereza. Busqué en mi mochila la medicación, pero no estaba. Debía de haberla dejado en casa. Incapaz de hacer nada, me dejé caer, esperando que no hubiera problemas.
-Eres un estúpido-decía la voz de mi interior-, estoy seguro de que te gustará dejarte llevar.
Me levanté de nuevo con una sonrisa en los labios y corrí hacia el edificio, ésta vez con renovadas energías. Dentro se estaba genial, sin luz cegadora ni calor abrasador, por lo que me recreé en mi estancia allí.
Decidí divertirme un poco antes de ir a clase, por lo que me dirigí a la cocina, en lugar de a las aulas. Parecía todo bastante fácil, y realmente esperaba que no fuera así. Me escabullí entre el personal y llegué a la cocina, donde rápidamente busqué utensilios para 'jugar'.
El cajón estaba repleto de todo tipo de cuchillos bien afilados. No era de extrañar, pues les hacían falta para hacer comida para cientos de personas. Al haber tanto donde elegir, me sentía abrumado y ciertamente feliz. Finalmente, me decidí por un par de cuchillos largos y uno ancho de hoja robusta.
Pocos instantes después de cerrar el cajón, una cocinera entró en la sala, despistada. Al verme con un cuchillo en cada mano y otro colgado de mi cinturón, retrocedió un paso y abrió la boca, pero ningún grito llegó a sus labios. El cuchillo lo impidió clavándose en su garganta, haciendo que su grito se tornara un gemido ahogado, mientras caía al suelo entre la lluvia de sangre.
De esa guisa, con mi cara y mi uniforme salpicados de rojo, salí con cuidado de la cocina hacia el comedor, en aquellos momentos vacío. Si bien no había nadie a la vista, me moví con precaución. Nunca se sabe cuándo un enemigo inintencionado puede sorprenderte.
Cerca de la puerta oí pasos ruidosos... a juzgar por el sonido, debía de ser el conserje o alguna de las limpiadoras: el personal de cocina no llevaba calzado tan sucio y ruidoso.
Me agazapé junto al marco evaluando la posible reacción de mi presa. Era muy probable que fuera hacia allí en busca de la cocinera muerta, por lo que entraría en línea recta, quizá mirando un poco hacia la derecha, donde se hallaba la puerta de la cocina.
Decidí colocarme al margen izquierdo de la entrada del comedor y esperar pacientemente. Como predije, mi amigo el conserje entró como un vendaval, pero no había esperado que revisara toda la estancia, por lo que me sorprendió agachado en la esquina contigua a la puerta.
Aprovechando su sorpresa, giré sobre mí mismo para darle una patada en los tobillos, derribándole con un sonido sordo acompañado de un delicioso gemido de dolor.
Me lancé en pleno frenesí encima de mi presa, sentándome sobre su pecho para oprimir su respiración.
Mientras sus ojos me miraban completamente horrorizados, alcé mi cuchillo con las dos manos, mirándole con la sonrisa pintada en mis labios. Estaba seguro de que la imagen debía de resultar aterradora: una persona tan joven como yo, llena de sangre y con un cuchillo que marcaba su trayectoria hacia la garganta de mi único público. Agradecí durante unos brevísimos momentos mi total falta de empatía, pues me daba miedo saber cómo era sentir pena por mis presas. Sentir pena, dejarse llevar y cometer errores. Aquello debía de ser fatal.
Con un sonido silbante, la pulida hoja de mi cuchilló se lanzó contra el cuello del anciano conserje, que profirió un corto grito desprovisto de volumen que, sin embargo, expresaba un temor y un horror que me provocaron un escalofrío de placer.
Mientras salía del comedor, pensaba en una conversación que había mantenido con mi psiquiatra.
¿Dijo él que yo no era peligroso? Probablemente conocía a mi 'otro yo'.
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