Un hombre apareció en una esquina una
mañana de diciembre. Su cuerpo, ya sin vida, congelado y desnutrido,
asustaba a cuantos pasaran junto a aquel cine. Las madres ahogaban
un gemido y tiraban de sus niños a la voz de “no lo toques”.
Hombres trajeados apretaban el paso tapando sus narices por el olor.
Jóvenes lo miraban con curiosidad más que con pena. Se quejaban de
que estuviera ahí tirado.
Una bolsa de basura apareció en otra
calle, junto a una tienda. Las madres ahogaban un gemido y tiraban de
sus niños a la voz de “no lo toques”. Hombres trajeados
apretaban el paso tapando sus narices por el olor. Jóvenes lo
miraban con curiosidad más que con pena. Se quejaban de que
estuviera ahí tirada.
La huelga terminó. Los basureros
volvieron a su vida diaria y recogieron la basura tirada en la calle.
Por mucho menos dinero, eso sí. Y ya nadie se quejó de que la
basura se pudriera en una esquina. Ya nadie apretó el paso ni se
tapó la nariz al pasar junto a la tienda.
Tiempo después, en la televisión, un
vídeo habló de la pena que daba el hombre muerto. De lo vergonzoso
que era que estuviera tirado junto al cine. Otros se quejaron de la
falta de respeto que era el irse a morir a un lugar público.
Y más tiempo pasó, y el invierno se
convirtió en verano. El hielo que cubría al hombre desapareció, se
convirtió en un charco, en vapor poco después.
Y más tiempo pasó. Y las estaciones
volaron por la ventana. Y para siempre quedó junto al cine aquél
cadáver. Aquél esqueleto. Aquél montón de polvo. Aquella nada.
Y, al final, sólo el recuerdo de que,
un día, en alguna parte, una bolsa de basura estuvo tirada donde no
debía.