Es un susurro, apenas modulado. Los labios de la cantante besan con lujuria al micrófono, mientras su voz se cuela en los cerebros de cuantos hombres la admiran en el bar. Es un piano el que hace de fondo, un pianista deseoso de que todo termine para poderla espiar en los camerinos mientras se desnuda. Deseoso de poder ver, tras la cerradura, la voluptuosa figura de Miss Sunshine.
En la barra la observan atentos dos galanes bien vestidos. Se tratan como hermanos. Volvieron juntos de la guerra que no querían librar, pero en la que se vieron obligados a pelear con quienes no conocían. Quienes les resultaban totalmente extraños. Uno de ellos, pobre, no sabe que su "amigo del alma" es quien cada noche vigila la alcoba de su mujer para hacerla gozar. Y lo hace sin remordimiento alguno, con esa sonrisa pícara y socarrona que tanto exhibe en los bares.
Una chica sola más allá, en la esquina de la barra. Desde una esquina la miran de reojo un puñado de chacales rabiosos. Hombres sin escrúpulos. La razón por la que las damas se sienten inseguras cuando entran solas en uno de estos bares de mala muerte. La razón de que los hombres demos asco a las mujeres. En la cabeza de los chacales, no bullen más que los más bajos instintos de la humanidad. Desposeerla, desgarrar sus ropas, desgarrar su cuerpo... todo con tal de saciar una sed no ya de amor, si no de violencia. De misoginia y odio a cuanto las mujeres representan.
Y allí estoy yo, en la puerta, mientras el policía me saca a rastras. Me meten en la parte trasera del coche patrulla y arrancan a toda velocidad por la ciudad. Incapaz de moverme, me enciendo un cigarrillo mientras miro por la ventana cómo las luces pasan en la oscuridad. Como notas disonantes de la melodía del piano. Como si los dos hermanos de guerra se odiaran como deben. Como cuando los chacales acaben con esa chica en el callejón que hay tras el bar.
Me siento nostálgico, es la décima vez que me llevan al calabozo. Y todo ocurre siempre en noches como esta.
En una noche en el gueto.