El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.

lunes, 26 de octubre de 2009

El Reducto - Capítulo 2

¿Había sido aquello un sueño?
Aquél lugar fantástico, tan perfecto y maravilloso, que había visitado la noche anterior... era simplemente increíble.
Mientras pensaba en ello, caminaba ausente por las calles de la ciudad. Mis ojeras, visibles desde muy lejos, delataban que la experiencia en "El Reducto" (que era como yo había decidido llamar a aquél intrigante lugar) había sido agotadora.
Era temprano y me dirigía a la biblioteca. Quizás allí pudiera encontrar algo referente a eso.
Siempre estaba la posibilidad de que hubiese sido sólo un sueño, pero... había sido tan real... había visto criaturas sin nombre, había vivido mil aventuras, y había rescatado a mil princesas. Todo ello en mi casa, en una noche frenética que nunca olvidaré.
Veía, como una especie de iluminado, cómo la gente caminaba absorta por las calles, existiendo apenas para esquivar a los demás transeuntes, como los muertos vivientes de las películas de serie B que veía mi hermano pequeño. Era grotescamente horrible. Un esperpento infinito.
Y al fin llegué a la biblioteca, que se alzaba, noble, entre las casas viejas y ruinosas del barrio. Poca gente era la que entraba en ella, pero algo debía haber dentro, pues me fijé en que tardaban mucho tiempo en salir. Supongo que el olor de los libros es más atrapante que el de un buen café.
Adentréme entonces, sin ningún miedo, en aquel imperio, en aquél último reducto del saber. Los muebles, de maderas nobles. Los libros, tomos antiguos que tomaban polvo en la estantería. Lo único que estaba fuera de lugar era la bibliotecaria, una chica joven y bien parecida, pero que por lo demás no resaltaría mucho entre cualquier masa de personas.
Me lancé raudo y veloz a buscar libros de fantasía, mientras sentía, como dos dagas, los ojos de la chica clavados en mi espalda. Busqué y busqué durante horas, en mil tomos de mil autores, antiguos como ninguno, pero poniendo un lítmite en mi frenesí para evitar dañar ninguno.
Uno de los libros, en concreto, me cautivó de un modo que nunca hubiese esperado, sobretodo por su título:
El reducto.

sábado, 24 de octubre de 2009

Su otra mitad

Llueve.
Las gotas, finas como agujas, penetran en mi torso, a través de la destrozada y vieja camisa. Me queda grande, y no es más que un harapo, pero siempre me ha gustado llevarla.
Bajo hasta la acera y camino por ella, junto al rugir de los motores de la carretera. Es de noche, y las luces, que pasan de lado a lado, me incomodan.
Para cuando llego a la gasolinera, me duelen las piernas. Estoy horriblemente mojado y mis pies, carentes de zapatos, están sangrando. Pero he llegado, y es lo que importa.
Unos minutos más tarde aparece (con retraso, como siempre), el autobús.
Lo domina un hombre ya entrado en años, con cara de no sentir nada por nadie. Supongo que tanto tiempo viendo pasajeros pasar frente a él le han insensibilizado. Ni siquiera le conmueve la cara destrozada, espejo de un alma rota, de la que hacemos gala los que estamos en ésta parada.
Mientras arranca el autobús, camino a trompicones por el pasillo. El conductor pone un mal gesto al ver mis huellas de sangre en su flamante vehículo, pero no puede hacer nada. He pagado el billete y le he dado una buena propina.
Me siento junto a una chica. Tiene el pelo negro y su cara, pálida, triste, parece igual que la de quienes comparten mi parada (pues es mía y sólo mía). No obstante, tiene un matiz que no alcanzo a descifrar, como si sufriera por lo mismo que nosotros, pero de una forma distinta.
"¿Qué te pasa?" pregunto. "Tienes muy mala cara... ¿estás bien?"
No contesta hasta pasado un buen rato, que deja pasar mirándome a los ojos, como tratando de descifrarlos.
"Estoy buscando algo"
"¿Tan importante es?"
"Es la mitad de lo que soy, y al mismo tiempo es algo que nunca he visto"
"Es curioso... creo que en ésta parada, todos buscamos lo mismo"
"Ah, ¿sí?" pregunta ella, curiosa. "¿Y qué parada es?"
La poca luz que atraviesa las ventanas la inunda a ella y sólo a ella. Hace resplandecer su cetrina piel, y brillar sus pequeños ojos claros. Hace brotar extrañas luces de su oscuro cabello y me permite vislumbrarla.
"La de la Calle de la Desolación", pienso para mis adentros. Suena mucho más estúpido de lo que pensaba, así que me limito a rehuir su mirada.
Ella ríe con un sonido sincero, como si supiera lo que estoy pensando y por qué parezco avergonzado. No está nerviosa, y ya no atisbo lo que antes veía en su cara, esa enorme desesperación y ansia por encontrar algo que no sabía lo que era.
"Creo que te he encontrado", me dice, acercando sus labios a los míos.

Horizonte

Desde el borde todo se ve pequeño. El viento de las alturas hace que me mueva de lado a lado. Diríase que estoy en un barco, intentando mantener el equilibrio ante los embates de la marea. A mi lado veo colgar una bandera de nuestra amada patria. Aquella para la que trabajamos y a la que tanto adoramos. Esa patria protectora, perfecta e idealizada que nos alimenta y, poco a poco, se ha convertido en nuestra madre.
Veo pasear a todo el mundo, todos ajenos a las maquinaciones de los que intentan convencernos de que la patria es nuestra, de que el poder es nuestro. Noto cómo mi cabeza bulle sólo de pensar en ellos. Mi cerebro aún no lo ha asimilado.
Imagino ventanas pasando hacia arriba frente a mis ojos, a toda velocidad. Apenas puedo ver lo que hay dentro de ellas. Un hombre viola a una mujer en la mesa, un padre patea los estómagos de sus hijos, una esposa adúltera recibe a su invitado, un chico se inyecta una sustancia que no logro identificar...
Mi imaginación me traslada a todas las habitaciones que he visto. Imagino que todos serán personas con una vida de lo más normal. Esa clase de persona que ves en la calle, feliz y sonriente, o de camino al trabajo y con determinación, buscando un ascenso. O quizás vayan al bar, a ver si pueden olvidar la rutina que, en el fondo, les atrapa.
Y poco tardo en volver a la realidad. Un avión pasa no muy por encima de mi. En él sé que hay un montón de marionetas preocupadas por mantener una fachada despreocupada. Toda una paradoja del día a día.
Vuelvo a mirar abajo. Ahora, en plena hora punta, los coches se amontonan por la carretera y los peatones corretean como hormigas trabajadoras, buscando ganarse un pan que les pertenece ya por derecho.
Desde aquí veo el horizonte, por primera vez en mi vida. Es algo precioso. Nunca lo hubiera podido imaginar, cómo cielo y tierra se funden en un beso eterno, mire a donde mire.
Es un bonito recuerdo de despedida.

viernes, 16 de octubre de 2009

Decimonónico

Dejando vagar la vista, caigo en mi profunda ensoñación. Maderas nobles, libros de antiguas ediciones recubiertos de polvo, y una chimenea que crepita en el fondo de la habitación.
La niebla londinense se arremolina en torno a las ventanas, y diríase que sus cristales son opacos. No obstante, si te esfuerzas, vislumbrarás a través de ellos un hermoso paisaje salpicado de lluvia.
Salgo de mi ensimismamiento cuando mis ojos se centran en una figura que camina allí abajo, en la calle. La veo a través de las ventanas. Se dirige a mi hogar.
Y en éstos momentos no sabría decir si tengo miedo, si estoy contento de tener al fin visita o si estoy resignado a tener que hablar con otro ser humano. Es un pensamiento clasista y snob, pero el ser humano es tan inferior...
Oigo la voz de mi mayordomo, que dice que estoy arriba. Pronto unos pasos resuenan ahogados sobre la gruesa alfombra del pasillo y, de no haberlos esperado, me habrían sobresaltado esos golpecitos en la puerta.
"Adelante", digo con una voz casi apagada, ahogada por la mezcla de sensaciones que se agolpan en mi interior como una muchedumbre ante un espectáculo propio de la plebe.
En el umbral de la puerta, recién abierta, aparece ella. Es blanca, casi cetrina, y viste corsé negro, impenetrable, que hace que su rostro parezca un perfecto óvalo flotando en oscuridad.
Sus cabellos negros caen como una cascada sobre su precioso pecho, y al instante sé quién es y por qué ha venido.
"Llévame al infierno, amada Parca"

jueves, 1 de octubre de 2009

El Majarajá y el Ermitaño

Existió una vez un majarajá en tierras muy lejanas. Todo aquello que le rodeaba era placer y suntuosas riquezas, poder sin igual y la obediencia eterna de todos los que le rodeaban. Nadie era capaz de imaginar una vida más plena que la suya.
Y sin embargo, como en la mayoría de los cuentos, nuestro majarajá no era feliz. En su palacio, rodeado de oro, hermosas mujeres y suculentos banquetes, el majarajá no encontraba la plenitud. Siempre confundía ésto con la necesidad de más riquezas, por lo que su reino vivía de guerra en guerra, de conquista en conquista, de botín en botín.
Y, por mucho que creciera su tesoro, el majarajá no era feliz. Siempre pasaba los días con un gesto de indiferencia ante todo lo que veía.
-Mi señor, tal vez deberíais ver qué hace feliz al más pobre-le dijo un día su consejero. No era un secreto que éste quería el trono del majarajá, pero bien cierto era que a éste, el poder y las riquezas no le llenaban-. He oído hablar de un ermitaño que vive muy lejos de la ciudad, en las montañas que hay tras pasar el desierto. Quizá deberíais preguntarle a él, pues todos dicen que es hombre de pocas pero sabias palabras, y que nunca se niega a contestar a lo que le preguntan.
Así pues, el majarajá decidió partir solo hacia la cueva donde vivía el ermitaño. Ensilló su más fuerte caballo y se enfundó en su capa de viaje, listo para partir hacia su anhelada plenitud.
Avanzó durante días por el desierto, agotando sus reservas de agua y con las montañas siempre al frente. Cruzó tormentas, durmió en gélidas noches bajo el oscuro cielo, e hizo descansar a su caballo en cuantos oasis encontraba, pero nunca sin perder de vista la guarida del ermitaño.
Semanas después, muerto su caballo y desgarradas sus ropas, descuidada su barba y sucio su cabello, llegó nuestro amigo a la cueva donde, según decían, habitaba el ermitaño.
Le preguntó que por qué nadie venía a buscar su sabiduría.
-Nadie busca sabiduría en éstos días. Están demasiado ocupados intentando pagar vuestros desorbitados impuestos.
El majarajá derramó una lágrima solitaria, que fue a perderse en el suelo de la cueva.
Preguntóle después al eremita el por qué de su retiro.
-Huí tan pronto como vuestra codicia empezó a arrasar todo cuanto os rodeaba. Incluso éste páramo desértico es más hermoso que aquélla arruinada urbe de la que venís.
Ésta vez fueron dos las lágrimas que se perdieron en el suelo.
Le preguntó al pobre hombre qué era antes de ser ermitaño.
-Antes de ser ermitaño yo era una persona feliz, mi buen majarajá.
Ésta vez el majarajá lloró de verdad, y ninguna de sus lágrimas cayó solitaria desde sus mejillas. La locura se invadió de su mente, débil por la fatiga de su penoso viaje. Sus manos, temblorosas. Sus ojos, brillantes.
El eremita murió a manos del que una vez fuera su rey. El rey murió a manos del que una vez fuera su cuerpo.